Meditación teológica en el día de su muerte
DANIEL DE PABLO MAROTO, Carmelita Descalzo. «La Santa».
San Juan de la Cruz murió en Úbeda (Jaén) en la noche del 13 al 14 de diciembre de 1591. Quiero recordar su memoria reflexionando sobre el ideal de su vida: Dios. Estoy convencido de que la fe en Él, la experiencia mística de su misterio, le convirtieron en poeta lírico único en el mundo, aunque reconocido tardíamente. Como poeta, como escritor en prosa, no sólo es maestro de la lengua, una «autoridad» en los diccionarios, sino, ante todo, un maestro «espiritual», un escritor místico, que esconde a duras penas sus experiencias de lo divino en un aparente anonimato.
Su doctrina sobre Dios no es un tema, una serie de «artículos» de una «cuestión» x, como se hacía en las Sumas teológicas medievales, ni una «sentencia» u opinión de los teólogos adversarios; sino una vida, la respiración natural de su alma. Lo hablado y escrito era lo experimentado; por eso lo que dice es tan sustancial, tan profundo, tan convincente y duradero. Su prosa limpia y tersa es una verdadera y auténtica Teología, un hablar sobre Dios todavía caliente, como brotando de un volcán de amor, de una mente genial. Escribió poco san Juan de la Cruz, pero cada capítulo de cada una de sus obras, cada estrofa de uno de sus poemas vale por un volumen de la teología medieval y del Renacimiento. Por eso mismo, cuando la mayoría de aquellos grandes maestros han sido casi liquidados con el cambio de mentalidad, Juan de la Cruz sigue vivo en los libros de teología y de historia, en las aulas universitarias, en los versos de los poetas, en las elucubraciones de los filósofos.
Tema central de su pensamiento y enseñanza, como el de su vida, fue Dios como tema de análisis y centro de la existencia humana. Pero ni al teólogo, ni siquiera al místico, Dios se les «revela» del todo, ni siquiera se les «desvela» del todo. Queda envuelto en la nube del «no saber», en ese «no sé qué que quedan balbuciendo». La mediación de las criaturas para proclamar la existencia de Dios es mediocre y puede que falsificadora por exceso de significaciones. Y mucho menos la esencia de Dios. Hablan el lenguaje de los símbolos, por analogía, pero siempre de modo inadecuado por la polivalencia significante de los mismos.
El ocultamiento de Dios en su propio misterio puede crear problemas a los creyentes de fe mediocre, no a los místicos ni a los teólogos profundos, ni siquiera a los cristianos bien formados y espirituales. Sobre todo los místicos saben que Dios sigue «escondido» en su misterio, en su ocultamiento a la mente de los humanos, y lo proponen a todos los que desean seguir creyendo.
Juan de la Cruz lo ha puesto en evidencia al comienzo de uno de sus poemas más logrados, en unos versos llenos de lirismo y profunda teología: el Cántico Espiritual. «¿Adónde te escondiste, Amado, y me dejaste con gemido…»? No es la suya la propuesta irónica de un ateo o la pregunta de un agnóstico, sino el lamento o la queja de un creyente, quizá apasionado y «herido de amor», que cree en Dios pero exige pruebas más convincentes, presencia más clarificada y evidenciada. Pero acepta que Dios se mantenga en su misterioso silencio para que el creyente siga buscando, deseando, esperando; para que ausculte mejor el latido de su corazón, su mundo interior, limpio de egoísmos e intereses pasionales y de tantos ruidos exteriores provocados por el hombre y sus locuras. Ruidos artificiales, como los fuegos de artificio, muy vistosos, costosos que pronto se convierten en humo. «Siempre le conviene al alma sobre todas esas grandezas [las altas y subidas noticias de Dios] tenerle por escondido y buscarle escondido» (Cántico, 1, 3). «Para lo cual es de notar que el Verbo Hijo de Dios […] esencial y presencialmente está escondido en el íntimo ser del alma. Por tanto, el alma que le ha de hallar conviene salir de todas las cosas según la afección y voluntad» (Ib., 1, 6).
Para buscar y encontrar a Dios, es necesario «salir»: «Salí tras ti clamando y era ido», escribe al final de la primera estrofa del Cántico. «Salir espiritualmente -dice el Poeta-, se entiende de dos maneras para ir tras Dios. La una saliendo de todas las cosas, lo cual se hace por aborrecimiento y desprecio de ellas; la otra, saliendo de sí misma por olvido de sí, lo cual se hace por el amor de Dios» (Ib. 1, 20).
Pero sabe Juan de la Cruz que la búsqueda del Dios «escondido» es un problema que no se resuelve con el querer, con la sola buena voluntad; es como una travesía en el desierto, el paso por la «noche oscura» de la fe, que se resuelve solamente en el amor de Dios y la paciencia esperanzada. También en la primera estrofa del poema de la Noche introduce el mismo dinamismo que en el Cántico Espiritual. «En una noche oscura/ con ansias en amores inflamada/ ¡oh dichosa ventura!/ salí sin ser notada / estando ya mi casa sosegada«. La misma tendencia a la interioridad, al «sosiego» de las pasiones por el control de las mismas, y el mismo deseo de búsqueda del «Dios escondido» que concluye en el «encuentro» en la «cristalina fuente» de la fe.