DANIEL DE PABLO MAROTO – CARMELITA DESCALZO. “LA SANTA” – ÁVILA
El retorno de la fiesta de San Juan de la Cruz el día 14 de diciembre, conmemoración de su muerte en Úbeda (Jaén) en 1591, nos trae a la memoria esta genial figura que sigue admirando a los lectores -teólogos, historiadores, poetas, espirituales, etc., sino que se acrecienta con el tiempo y el mayor conocimiento que tenemos de su vida. Creo que los cronistas de su tiempo pintaron con crespones demasiado negros los últimos momentos de su vida, cuando, en general, fue un hombre muy estimado como fraile santo, quizá sin sospechar que era un sabio y original escritor en prosa y un eminentísimo poeta como lo demuestra su breve y original obra escrita.
En esta breve relación de su vida intentaré hacer un dibujo lejano traduciendo en lengua vulgar el retrato personal que nos dejó, sin pretenderlo, en unos breves apuntes, los Dichos de Luz y Amor, al parecer el único documento autógrafo del Santo que se ha conservado (cf. edición en Madrid, EDE, 1976, 74 pp.). Me han parecido pensamientos tan profundos, tan acertados que me he atrevido a aplicar algunos de sus contenidos al autor de los mismos como si fuesen su propio autorretrato, quizá sin pretenderlo, respetando otras posibles interpretaciones.
1 – Juan de la Cruz, “alma enamorada” de Dios y de todo lo creado.
Es uno de los aspectos que evidencian algunos de los “Dichos” leídos en profundidad y que aplico al autor esperando no traicionar demasiado sus intenciones originales. Primero, la descripción del “alma enamorada” configurada no sólo por unas condiciones psicológicas, sino morales y espirituales: “El alma enamorada -dice- es alma blanda, mansa, humilde y paciente” (n. 28); me parece que no coinciden con las condiciones “naturales” del protagonista, sino que son fruto maduro de una operación divina que perfila y domina la natural “dureza” del ser humano, una especie de milagro psicológico y moral: “Si Tú en tu amor -dice el autor- ¡Oh, buen Jesús!, no suavizas el alma, siempre perseverará en su natural dureza” (¡!) (n. 30). Ese personaje divinizado, transfigurado en su natural, cuando se dedique a “pensar” o “escribir”, concluirá que un solo “pensamiento” suyo valdrá “más que todo el mundo” (n. 34). ¡No es el pensamiento, sino el ser, lo que dignifica al hombre! Su pensamiento es divino porque procede del ser divinizado.
Esta “alma enamorada”, cuando “ore en su interior”, lo hará con conciencia de pecadora pedirá a Dios que Él sea reconocido no en sus virtudes, sino en los mismos pecados (¡!) (n. 26) porque en esa acción Dios ejercita su misericordia; parece una propuesta alógica, pero, pensando en profundidad, el perdón de Dios al pecador es tan propio de Él lo mismo que cuando premia al santo. Y si espera a las “obras” virtuosas -sigue diciendo- tiene que obrarlas también el bondadoso Dios para que toda la operación divina en el hombre sea “gracia”. Ese don divino del perdón es tan rico y poderoso que hace que todo lo creado sea “posesión” del pecador perdonado y salvado como exclama gozoso el autor. “Míos son los cielos y mía es la tierra […]. Los ángeles son míos y la Madre de Dios y todas las cosas son mías y el mismo Dios es mío…” (n. 26-bis). Pero en la obra de Dios en el hombre santo no todo es gracia, sino que él debe colaborar con una obra de ínfimo valor, el “cornadillo”, la moneda de ínfimo valor en su tiempo: significa la “nada” que aporta el hombre para ser cristiano. Y quedaría el final consumado de la vida de “alma enamorada”: “A la tarde, te examinarán en el amor” (n. 59): al final de cada acción buena o mala y, es de suponer, que “al final de la vida” con mucha más razón
2 – Intérprete, profeta y teólogo de la historia de su tiempo.
En uno de los Dichos (n. 1) recuerda el autor que Dios interviene en el devenir de la humanidad respondiendo a sus necesidades en dos momentos históricos: “Siempre” ha revelado a los hombres “los tesoros de su sabiduría” (A. y N. Testamento y en toda la historia) guiándoles hacia su destino final; pero “Ahora”, en las peculiares circunstancias que vive la humanidad en el siglo XVI, especialmente Europa, cuando los malos han demostrado su malicia (herejías, guerras, escritos…,) “mucho los descubre”. Juan de la Cruz no propone a los posibles lectores las acciones a emprender para contrarrestar las acciones de los malos. No especifica el autor la tormentosa historia que le tocó vivir en tiempos de herejías y guerras de religión, pero la conocemos lo suficiente para comprender la acción se la Iglesia en el caos de doctrinas heréticas que asolaron Europa y de la que todavía no se ha repuesto.
Lo que sí conoció fue el florecimiento del bien paralelo y sobreabundante al mal con las Reformas de la Iglesia y las ciencias (teología, moral, biblia, historia, espiritualidad); y, sobre todo, la presencia de tantos santos y santas. Recordemos algunos de los “grandes” del momento: el papa san Pío V, y los santos Francisco Javier, Ignacio de Loyola, Pedro de Alcántara, Tomás Moro, Francisco de Borja, Juan de Ávila, etc. Y, entre ellos, dos eminentes figuras: Juan de la Cruz y Teresa de Jesús. No es momento de cuestionar si es el siglo XVI es el más “luminoso” de toda su historia, pero sí es uno de los gloriosos.
3 – Contraste con la actuación de santa Teresa ante las herejías de su tiempo.
Lo que no ha propuesto explícitamente Juan de la Cruz es cómo combatir a los herejes. Sin embargo -y con ello concluyo este filón de historia- me complace recordar a santa Teresa de Jesús, compañera de camino de Juan de la Cruz que ha explicitado con más detalles los “males” de su tiempo, las herejías de Lutero y otros heresiarcas y ha movilizado las fuerzas vivas del catolicismo para combatir las herejías. Aludo brevemente al hecho y sus consecuencias. En principio, está en contra de las guerras entre hermanos en la fe con ejércitos, armas, guerras, etc., como consta del siguiente texto: “Viendo tan grandes males que fuerzas humanas no bastan para atajar este fuego de esos herejes (con que se ha pretendido hacer gente para, si pudieran a fuerza de armas remediar tan gran mal que va tan adelante…)” (CaminoV, 3, 1). El censor tachó lo escrito porque era una crítica en un texto privado a las guerras de Carlos V y Felipe II contra los herejes, especialmente los “luteranos”.
Como solución evangélica, Teresa propuso a la cristiandad -católicos y herejes- una guerra pacífica (¡!), sin armas ni ejércitos; guerra de competición entre “cristianos de veras”, entre católicos y protestantes, viviendo la humildad-verdad, la caridad y el desasimiento de todo lo creado, etc. (CaminoV, 4, 4). Resumo su estrategia bélica: el señor de un estado se refugia en una pequeña ciudad con “gente escogida”, “buenos cristianos”, conducidos por los “capitanes”, que son los “predicadores y teólogos”; ellos, sin armas, sólo las espirituales, vencerán a los enemigos por su santidad de vida (CaminoV, 3, 1-2). En la retaguardia, Teresa colocó a sus monjas descalzas del convento de San José en Ávila que ayudarán a los buenos cristianos con su oración y sacrificios. (cf. el contexto en CaminoV, 1. 1-2). Este es un retazo de la historia española y europea que propongo a los lectores mientras recordamos a Juan de la Cruz, testigo y actor de la historia de su tiempo disfrazado en algunos de sus Dichos de luz y de amor.