El día 14 de diciembre de 1591 moría en Úbeda Fray Juan de la Cruz, menospreciado por algunos, querido por la mayoría, llorado por muchos, las monjas de la Madre Teresa, miembros del clero y tantos amigos y amigas. Hoy, aniversario lejano de aquel acontecimiento, hacemos memoria de este genio de la humanidad, uno de los pensadores más originales y profundos que han escrito sobre Dios, sobre el hombre y su capacidad de experimentar lo divino; sobre la nada y miseria en que se convierte el ser humano si se deja dominar por sus bajos instintos, los «apetitos», y la grandeza que conquista si se somete a las «noches»purificativas. En ellas ve Juan de la Cruz la mano providente de Dios que limpia la escoria del hombre deficiente y le hace vivir en la libertad.
Su producción literaria es muy limitada, cabe toda ella en un pequeño volumen; pero son toda sustancia, pura creatividad. Los versos de Juan de la Cruz son un prodigio de palabra y sonoridad, de lírica y pasión, algo que hizo pensar a un alma cándida si no tendrían origen divino, como un decir de ángeles. Él la sacó de dudas y le dijo que algunas palabras se le ocurrían a él, otras se las ponía Dios en la memoria y en el corazón. Su prosa es limpia, admirable, y corre siempre tranquila sobre el papel, sin esquinas ni tropiezos, como trabajada a cincel. Juan de la Cruz no sabía que estaba enriqueciendo una lengua que en él se hacía «clásica», y, al describir las interioridades más profundas del hombre, se convertía en filósofo, en teólogo, en místico, en psicólogo del profundo, en un sabio del Renacimiento.
Santa Teresa le tuvo por un hombre inspirado, «medio fraile», «chico» de cuerpo pero «grande en los ojos de Dios», «celestial y divino». Casi recién estrenado el hábito de fraile descalzo en Duruelo (noviembre de 1568), siendo rector del colegio de Alcalá (abril de 1571), la Santa le hizo venir a Avila como confesor de las monjas de La Encarnación(mayo-junio de 1572) donde ella había sido elegida priora. Aquí ejerció su ministerio hasta que lo secuestraron los frailes calzados en diciembre de 1577. Teresa y Juan de la Cruz fueron almas gemelas por su profunda experiencia religiosa, muy diferentes en la psique y en la capacidad de liderazgo y de relaciones humanas. Ella lo consideró un Séneca, -«mi Senequita» decía-, por su modo conciso de hablar, en sentencias breves y sustanciales. Pues bien, Fray Juan ejerció este oficio de filósofo y pensador cristiano escribiendo unos Dichos de luz y amor (Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1976). Son parte de sus enseñanzas orales, que él anotaba en papeles sueltos y entregaba a sus oyentes y que recopiló en un breve cuadernillo que ha llegado hasta nosotros en su caligrafía original. Son con como síntesis breves de sus grandes obras, que todavía pueden iluminar y calentar a sus lectores de nuestro tiempo.
Juan de la Cruz, «alma enamorada» de Dios y de todas sus criaturas, ha descrito de manera precisa esa hermosa condición de la persona sumida en el trance psicológico del enamoramiento y su transfiguración moral. «El alma enamorada -escribe- es alma blanda, mansa, humilde y paciente«. (n. 28). «Alma enamorada» es la que entona las canciones del Cántico Espiritual hasta culminar el proceso del encuentro con el Amado Cristo-Dios; que se abrasa en el fuego del Dios Uno y Trino en la Llama de amor; que sale en busca del Amado en la Noche oscura mientras asciende por los senderos del Monte Carmelo. Es la misma alma que, puesta en oración, pide a Dios que, «si todavía se acuerda de sus pecados», ejercite la bondad y misericordia para que sea conocido en ellos. (n. 26).
Dice más este Séneca teresiano. Como pensador cristiano, sabe que la dignidad del hombre, su grandeza, está en amar a Dios «con todo el corazón, con toda el alma, con toda su fortaleza» (Deuteronomio, 6, 5). Amar «con toda la «fortaleza» exige controlar todas las «pasiones y apetitos». Para ayudar al hombre frágil a esta empresa, le propone purificar la voluntad mediante el ejercicio de la caridad-amor (Subida del Monte Carmelo, III, caps. 16-47), el entendimiento mediante la fe en Dios(libro I), y la memoria con la esperanza, que olvida el pasado y mira al futuro(libro II). Cuando culmine todo el proceso de purificación, el hombre se sentirá de verdad libre, no esclavizado por sus apetencias, placeres, caprichos y todas las necesidades innecesarias que van aumentando al ritmo de la economía. De ese hombre nuevo, un ser purificado, brotarán las ideas, los sentimientos, los deseos y las obras. Y, sobre todo, los «pensamientos». Conociendo el místico castellano todo ese entramado psicológico y ético, ha podido concluir que «Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, solo Dios es digno de él» (n. 34).
Ese «hombre nuevo», reconstruido desde sus cimientos, es el que proyecta sobre el mundo para que cumpla un destino. Los quehaceres y trabajos del hombre cristianizado pueden ser socialmente y laboralmente idénticos a los de los ateos, indiferentes y agnósticos; pero para él tienen un significado trascendente porque están realizados en fe, esperanza y, sobre todo, la caridad. Juan de la Cruz sabe y escribe que, en el juicio último de la historia y de Cristo Juez universal, «a la tarde te examinarán en el amor» (n. 59).
No podía faltar en las enseñanzas del Séneca abulense una visión tranquilizadora sobre la marcha de la historia, sobre el presente y el futuro, construidos sobre el pasado cercano y remoto. Él nos dio un apunte sabio para la reflexión en tiempos turbulentos y de tribulación, momentos en los que no hay que hacer mudanza, como aconsejaba otro gran genio místico del siglo XVI, Ignacio de Loyola. «Siempre el Señor descubrió los tesoros de sabiduría y espíritu a los mortales; mas ahora que la malicia va descubriendo más su cara, mucho los descubre» (n. 1).
¿Qué es lo que pretende este sabio abulense en sus Dichos de luz y amor?Que el hombre se deje dirigir por los dictámenes de la razón, no de los caprichos, gustos y placeres. Con frecuencia aparece en este breve escrito lleno de sabiduría la apelación a vivir razonablemente, previo a toda connotación de fe religiosa. He aquí una pequeña selección. «Para obrar virtud no esperes al gusto, que bástate la razón y entendimiento» (n. 36). «Guárdate de querer caminar por espíritu de sabor, porque no serás constante; mas escoge para ti un espíritu robusto, no asido a nada» (n. 41). «Bienaventurado el que, dejado aparte su gusto e inclinación, mira las cosas en razón y justicia para hacerlas» (n. 44). «El que obra razón es como el que come sustancia, y el que se mueve por el gusto de su voluntad como el que come fruta floja» (n. 45). Se trasparenta en esta breves y jugosas sentencias todo un programa de vida vivida en armonía, en la paz interior. Su propuesta es un triunfo de la racionalidad, que vale para creyentes y ateos.