San Juan de la Cruz, o la libertad reconquistada

Convento de «La Santa» – Avila. La noche del 13 al 14 de diciembre de 1591, mientras soñaba la campana conventual de los descalzos convocando a maitines, moría en Úbeda (Jaén) un hombre desconocido entonces para la inmensa mayoría de españoles: Fray Juan de la Cruz. En el día de su fiesta, hago memoria de aquel humilde frailecico, uniéndome a la colonia fontivereña que, año tras año, se reúne en la iglesia de «La Santa» para celebrar una misa en su honor y colocar unos ramos de flores ante la imagen de este Santo semiolvidado en una plaza cercana. Juan de la Cruz es un genio, un poeta lírico excepcional, y un santo, místico de altísimas experiencias divinales. Sus contemporáneos, hermanos de hábito, lo tuvieron sólo por un fraile ejemplar, tardíamente lo reconocieron como «padre» de la Reforma del Carmen descalzo masculino, ignorando que, en tan frágiles apariencias físicas, se escondía una de las inteligencias más profundas, lúcidas y originales del Renacimiento español. Como poeta místico, inigualado hasta ahora; como prosista, creador de un lenguaje preciso, tallado a cincel, armónico, «sonoroso» y musical, que utiliza, como maestro de la lengua, para describir la misteriosa unión del alma con Dios. Sólo la madre Teresa, la reformadora del Carmelo, alma gemela a la suya en la experiencia mística, archivo de la lengua del pueblo, intuyó, primero, la grandeza espiritual de su alma y la canonizó; después, en el admirable «medio fraile», descubrió una inteligencia soberana, una sabiduría celestial. Aprovecho este aniversario de su muerte para repensar una lección del gran maestro cristiano, de este insigne humanista: su diseño del hombre libre. Como heredero de la tradición griega de Sócrates, Platón y Aristóteles, de los Evangelios de Jesús de Nazaret, de la teología mística de los grandes Padres de la Iglesia, reelaborada por santo Tomás de Aquino, Juan de la Cruz dibuja al hombre universal y libre del Humanismo renacentista. Pero, para hacerlo, aprovecha no sólo la filosofía de Grecia y Roma ni la teología tradicional y escolástica. Para psicoanalizar las interioridades del alma humana, para redimir al hombre de esclavitudes, es, más bien, compañero de camino de otros místicos cristianos del siglo XVI. Compañero sólo y aliado, no heredero. Él, hombre liberado de pesos muertos tradicionales, crea su propia doctrina y lenguaje, fundados en la razón natural y el sentido común, en la observación del hombre irredento, enriquecidos por la ética filosófica y teológica. Pero Juan de la Cruz lo recrea todo con la sabiduría que le da su experiencia espiritual y mística. Al trazar el «proyecto hombre», Juan de la Cruz describe el tránsito desde lo sensual y «carnal» a lo «espiritual», desde el «hombre viejo» al «hombre nuevo», terminología clásica cristianizada por Pablo de Tarso. Más que extenso, el proyecto sanjuanista es denso y profundo. El cambio de una a otra dimensión lo realizan una serie de purificaciones o «noches»: del sentido y del espíritu, de modo activo y humano, o de modo pasivo y divino. Solamente cuando interviene Dios mediante las purificaciones «pasivas», el hombre elimina los malos instintos y pasiones que lo dominan y encadenan quitándole su libertad. El paso de la servidumbre o cautiverio, palabras sanjuanistas, a la libertad plena, lo consigue el hombre en la unión con Dios mediante el amor y el conocimiento. En ese estadio, se trasciende a sí mismo, vive sólo para Dios y para los demás, en la excentración del yo egoísta. Todo lo recibido pasivamente constituye la experiencia mística, más allá de los fenómenos físicos o psíquicos que la acompañan, que tanto llaman la atención de muchos lectores, y son secundarios, epifenómenos. No es de extrañar que en el vocabulario sanjuaniego el término más usado sea Dios (4522 veces), seguido de cerca por alma (4464), al que, si añadimos espíritu (921) y hombre (303), lo supera. El concepto de libertad es también muy utilizado (66 veces), sobre todo se le adjuntamos otros homólogos, como libertar (8), librar (68), libre (72), señorío (18), etc. En ese campo semántico, los dichos de san Juan de la Cruz son abundantes, y algunos suenan como axiomas, principios de acción más que doctrina y teoría. Si los aplicásemos a la vida cotidiana, nos sentiríamos liberados de los poderes fácticos que nos oprimen. «El alma que se enamora de mayorías […] de las libertades de su apetito […] es tenido y tratado […] como esclavo y cautivo […], y por tanto, no podrá el alma llegar a la real liber-tad de espíritu […], la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres» (Subida del Monte Carmelo, I, 4, 6). Juan de la Cruz, el «hombre celestial y divino», creyente cristiano integral, propone como único camino de libertad plena la «unión con Dios» (ib.), idea que recordó, sin citar al Santo, el Concilio Vaticano II (GS, 17). La libertad verdadera no consiste en la capacidad de hacer lo que el hombre desea o quiere, sino lo coherente a su dignidad de ser racional, ni en el ejercicio de los derechos admi-tidos en las leyes de las democracias; sino, sobre todo, en el control de las malas apetencias -«apetitos», los llama Juan de la Cruz- que residen en el corazón humano. Así sentencia el gran maestro: «Hasta que los apetitos se adormezcan por la mortificación en la sensualidad, y la misma sensualidad esté ya sosegada de ellos, de manera que ninguna guerra haga al espíritu, no sale el alma a la verdadera libertad, a gozar de la unión de su Amado» (Ib., 15, 2). De lo contrario -escribe también san Juan de la Cruz- «Todo el señorío y libertad del mundo, comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia, y cautiverio» (Ib., 4, 6). El proceso de liberación total de apetencias y deseos malsanos, terminará en las purificaciones pasivas de la Noche oscura, en la experiencia mística. «¿Quién podrá -escribe el Santo- librar de los modos y términos bajos, si no le levantas tú a ti en pu-reza de amor, Dios mío?» («Oración de alma enamorada», en Dichos de luz y amor, 26). Viene bien hacer estas reflexiones con el gran maestro Juan de la Cruz en un momento en que, aun viviendo el hombre en una estructura social legalmente democrática, sabe que su libertad está disminuida o eliminada por infinidad de presiones interiores y exteriores. Por una parte, la propaganda de las grandes firmas comerciales, las ideologías de partidos que se imponen desde el poder político. Y, por otra, la servidumbre y cautiverio a que le someten sus propios instintos, sus necesidades innecesarias, cada día más numerosas y urgentes. Al final, el hombre real es un pobre diablo perdido en la maraña de los poderes conocidos y descono-idos. San Juan de la Cruz nos ofrece un camino para reconquistar nuestra libertad perdida.

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