Daniel de Pablo Maroto, Carmelita Descalzo de «La Santa» – Ávila.
El día 14 de diciembre celebramos el aniversario de la muerte de san Juan de la Cruz en Úbeda (Jaén). Murió al amanecer de ese día, sábado de 1591, cuando Fray Juan había cumplido 49 años. Murió -como decía él- de «unas calenturillas», en realidad, de una erisipela en el empeine del pie derecho que se fue extendiendo por la pierna. Recordando aquel acontecimiento, aprovecho para proponer una de las más hondas, pero sencillas lecciones, de su magisterio: el camino que conduce al hombre desde su innata o conquistada libertad en las sociedades modernas hasta la esclavitud y, al mismo tiempo, la senda del retorno a la libertad, reconquistada mediante el control ascético de los deseos y los instintos.
Tomemos como punto de partida de nuestra reflexión la conquista de las libertades en las sociedades modernas y bien organizadas. La libertad es un derecho objetivado, una condición natural que tiene el ser humano por el hecho de ser hombre/ mujer, es decir, ser racional, distinto de los otros vivientes y animales irracionales. Y lo que hace la sociedad evolucionada a través de sus instituciones de gobierno es reconocerlo, protegerlo en las Constituciones, en la Declaración universal de los derechos del hombre (1948), estableciendo los campos de acción, la manera de ejercerla y los límites de su ejercicio.
Eso es lo que distingue a las sociedades democráticas de las dictaduras y de los gobernantes tiranos. Tanto repugna a lo constitutivo del ser racional un gobierno tiránico, que los filósofos de Grecia y Roma, y los mismos teólogos y moralistas desde el Renacimiento en adelante, admitieron la licitud del tiranicidio en ciertos casos, no siempre con una sentencia unánime. Por eso mismo se puede concluir este discurso diciendo que no sólo estamoslibres, sino que somos libres, al menos en teoría. Pero puede quedarse en un simple supuesto, una utopía, si del derecho pasamos a la historia real. El ejercicio de la libertad como derecho no ha existido siempre en la historia de la humanidad, no sólo porque los poderes constituidos la oprimen, la limitan o la eliminan, sino porque, en la vida real, el hombre es un ser encadenado a sus sueños utópicos, a sus instintos, a sus vicios y costumbres de los que se siente «dependiente».
Y es aquí donde entra la propuesta doctrinal de san Juan de la Cruz. A la que aludo con una brevedad que traiciona necesariamente su pensamiento. Por lo menos espero que la idea abra el apetito de los lectores para seguir leyéndola en sus Obras completas.
Según el místico de Fontiveros, el hombre se encuentra en la vida ante dos caminos, uno que le conduce a la auténtica «libertad», a sentirse libre de sí mismo y de cuanto le rodea, y otro a la «servidumbre». ¡Con qué vigor utiliza el santo estos dos términos! Son de tal manera antitéticos, contrarios, que en tanto el hombre no supere la servidumbre de sus pasiones y apetencias o deseos desordenados no será de verdad libre, vivirá «encadenado» a sí mismo, a sus dependencias, a sus necesidades reales o supuestas. «Y todo el señorío y libertad del mundo -escribe- comparado con la libertad y señorío del espíritu de Dios, es suma servidumbre, y angustia, y cautiverio». «La servidumbre -sigue diciendo- ninguna parte puede tener con la libertad, la cual no puede morar en el corazón sujeto a quereres, porque éste es corazón de esclavo, sino en el libre, porque es corazón de hijo» (Subida del Monte Carmelo, I, 4, 6).
San Juan de la Cruz plantea el problema de la libertad y de la servidumbre reflexionando sobre el comportamiento del hombre en relación con los «apetitos», o sea, los apegos a las cosas temporales, como las personas, los honores, los cargos, la hacienda, etc.; y veces hasta los mismos bienes espirituales, que pueden ser las prácticas religiosas, las devociones, los lugares sagrados, etc.
Los «apetitos» son las tendencias, los impulsos interiores del hombre que piden ser satisfechos. Si el objeto de la acción es éticamente malo, en un comportamiento moral e inteligente tiene que ser rechazado como inconveniente. Pero hay objetos de nuestras acciones que son éticamente buenos o indiferentes, pero por su capacidad de seducción, porque crean hábito o dependencia, pueden ser considerados como dañinos para la salud moral, mental o física. Se convierten en una «droga» en el sentido plenario de la palabra, aunque sean diferentes a las drogas de composición química. Encadenan al hombre a su consumo del que no es fácil liberarse. El ser humano se ha convertido en un esclavo de sí mismo y sus necesidades. El hombre se cree libre, pero está, de hecho, «encadenado».
San Juan de la Cruz ha descrito esa situación penosa en que se encuentra el hombre, creyente a no, sujeto a esas pasiones, tendencias o deseos, y ha descrito los «daños» que causan a su físico, a su psique y a su espíritu. Algunos «apetitos» privan al hombre «del espíritu de Dios» (lo sentirán sólo los creyentes en él); pero otros los sufrirán todos los seres humanos en quienes han hecho su asiento. Dice Fray Juan de la Cruz que a la persona «la cansan, atormentan, oscurecen, ensucian y enflaquecen«. Ante este panorama humano, Juan de la Cruz propone el camino de la purificación, las «noches» del sentido y del espíritu para conseguir la libertad e evitar el encadenamiento. El que no ve que los vicios eliminan o disminuyen la libertad es que tiene la mente y el corazón «encadenados». Aunque socialmente viva en democracia… para ir a votar o escribir artículos como éste.