San Juan de la Cruz realizo genialmente, su misión de orante y apóstol con la palabra y con sus escritos
Apagadas las luces de todos los escenarios del mundo en los que ha estado en cuerpo y alma glorificados santa Teresa de Jesús, retorna a la memoria la fiesta de san Juan de la Cruz (14 diciembre). Aunque fue un hombre de silencio en su vida e hizo poco ruido durante varios siglos, desde las primeras décadas del siglo XX su estrella fue en ascenso entre los literatos, los filósofos y los teólogos. Los últimos fueron los historiadores quienes redujeron a ciencia histórica las antiguas hagiografías. Hoy sigue en ascenso silencioso su figura que se agranda conforme pasa el tiempo porque los maestros de la fe, los teólogos, han cedido la palabra a los místicos, testigos de lo divino.
En este día aniversario de su muerte en Úbeda, 1591, a la edad de sólo 49 años, recuerdo una lección que dejó escrita en sus obras para los lectores de su tiempo y que llega a nosotros íntegra en su valor primigenio. Me refiero a la necesidad de evangelizar al pueblo con la vida y las enseñanzas de Cristo. La madre Teresa expuso con mucho ardor místico el deseo de «salvar almas», sobre todo de los herejes «luteranos» de Europa, y de misionar entre los «indios» de América que le atormentaban el alma cuando un lenguaraz franciscano de paso por Ávila en torno al año 1567, le contó la verdad de su estatus social y religioso.
San Juan de la Cruz es menos explícito en su ardor salvífico de los extraeclesiales y creo que su misión en la Iglesia de su tiempo y del nuestro fue y sigue siendo no el salvar a los ateos y agnósticos, ni siquiera a los gentiles, sino de perfeccionar a los ya convertidos a Cristo, de conducirlos a la cima del monte Carmelo, cantando de camino el Cántico espiritual en medio de la Noche oscura de la fe hasta consumar su vida en la Llama de amor viva. En la meta de su transformación, el místico goza de la plena libertad porque «para el justo no hay ley y él mismo se es ley», como escribe Juan de la Cruz. El hombre frágil y mortal, siguiendo la senda ascendente de Juan de la Cruz, se transforma en un «hombre nuevo».
El «hombre nuevo» está llamado a dar testimonio de lo que ha visto y vivido, a enseñar a los demás el camino de la dignidad de ser hombres implícita en el proceso cristiano de la santidad. Y en eso consiste principalmente su quehacer como evangelizador: caminar junto a otros caminantes a quienes entrega, además del ejemplo de su vida, el sendero escrito trazado a pico hasta la cima del monte Carmelo. Seguro que la escalada es dura, pero el premio es la libertad. En este proceso de ser apóstoles de la nueva evangelización, sobran las palabras y los discursos: es suficiente el espejo de la vida, la felicidad de haberla encontrado.
Pero en la tarea de la «nueva evangelización» de la que hablan los últimos papas, puede acechar una tentación al novel y aun al experimentado evangelizador: lo que podemos llamar el «complejo mesiánico». ¿Que en qué consiste? Lo explico en pocas palabras. Es posible que alguna vez hayamos pensado que la salvación del mundo y de la Iglesia, o al menos una parte importante de ella, descansaba sobre nuestros poderosas espaldas, sobre nuestro talento y, quizás, hasta nuestra buena vida y mejores intenciones. No es ésta una tentación nueva, sino muy antigua, y puede ilusionar a muchos de los jóvenes obreros de la viña del Señor.
Hace mucho tiempo recuerdo que leí la misma tentación sufrida por Carlo Carretto implicado en el apostolado de la Acción católica italiana. Llegó a pensar, en el tiempo de su mocedad, que el edificio de la Iglesia descansaba sobre sus hombros; que sus muchas y alocadas actividades como miembro de la Acción católica sostenían la misión evangelizadora de la Iglesia. Ya en la madurez de su vida, dejó el mundo y la acción desbordada y se refugió en la familia de Carlos de Foucauld, los Hermanitos de Jesús.
Y, en el desierto africano, en un escenario de dunas, en la soledad y el silencio contemplativo, repensó su historia pasada, también la experiencia narrada, y llegó a la siguiente conclusión: sobre él y su acción enloquecida no descansaba absolutamente nada: ni la Iglesia ni el mundo. Nada. Mentalmente retiró sus hombros de las bóvedas que creía sostener, y constató con asombro que aquella pesada nave no se venía abajo, que él no era columna ni muro de sostén. Intuyó que la Iglesia necesitaba más su silencio, su oración contemplativa, su ausencia de los escenarios del mundo, su encerramiento en el desierto arenoso. El ocultamiento kenótico.
Aquella página ha seguido viva en mi memoria y creo que me ha hecho mucho bien. ¿Por qué recuerdo esta aleccionadora historia? Porque, ya desde el noviciado, leí y memoricé una página de san Juan de la Cruz que cobra una impresionante actualidad. Observo que a veces corremos el riesgo de creemos necesarios, bastante necesarios, muy necesarios. Por eso corremos de acá para allá, nos movemos de un sitio a otro, atendemos a toda persona o grupo que requiere nuestra atención y ayuda sin suficiente discernimiento, aceptamos toda invitación a cualquier evento civil o religioso, nos reunimos con demasiada frecuencia para solucionar los problemas, etc. Pregunto: ¿todo esto es necesario, o, más bien, una necesidad más que estamos creando, una especie de adicción que está naciendo y de la que ya no podemos prescindir? ¿No puede ser una manifestación más del «complejo mesiánico?
Desde este recuento de experiencias, podemos convencernos de ser los mesías y redentores de la humanidad, de la Iglesia o de la vida religiosa. ¿Qué sucede si nos dejamos llevar de ese «complejo»? Pues que, ante esa avalancha de quehaceres, decimos y nos lamentamos: «no tengo tiempo», «tengo cien cosas que hacer», etc. En realidad, para «tener tiempo» no hay más que un camino: poner orden en la vida, la mente y el corazón; cumplir las obligaciones que necesariamente tenemos que hacer; seleccionar las actividades y los quehaceres que nos encomiendan; rechazar lo que no podemos hacer, creyendo que nuestro trabajo no redime la historia, no salva al cristianismo.
La fiesta de san Juan de la Cruz nos recuerda que él siempre tuvo tiempo para realizar bien, genialmente, su misión de orante y apóstol con la palabra y con sus escritos. Cuando él murió en 1591, en un lugar oscuro de la luminosa Andalucía, nadie podía sospechar que aquellos versos suyos, muchos concebidos en una cárcel conventual; que aquellos avisos a monjas discípulas, aquellas páginas que él no vio impresas, iban a servir para iluminar mentes y calentar voluntades. Ni que una página de sus obras serviría para poner el equilibrio necesario, el contrapeso a nuestras andanzas espirituales de quijotes a lo divino.
«Adviertan, pues, aquí los que son muy activos, que piensan ceñir al mundo con sus predicaciones y obras exteriores, que mucho más provecho harían a la Iglesia y mucho más agradarían a Dios, dejado aparte el buen ejemplo que de sí darían, si gastasen siquiera la mitad de ese tiempo en estarse con Dios en oración […]. Cierto, entonces, harían más y con menos trabajo con una obra que con mil, mereciéndolo su oración, y habiendo cobrado fuerzas espirituales en ella; porque de otra manera todo es martillar y hacer poco más que nada, y a veces nada, y aun a veces daño» (Cántico B, 29, 3).
Como complemento, recuerdo otra página de un místico franciscano.
«Un documento muy provechoso se da en este capítulo a los activos y es que se refrenen en las ocupaciones, aunque sean predicar, confesar, y con tal tiento las hagan que no pierdan por ellas el entrañable amor de Dios por que no mueran sin aprovechar en sus almas. Porque el alma que, dejando el estudio entrañal, se aparta de Dios es hecha oscura y mil maneras de bestias despedazan la interior armonía de los deseos en que los devotos aparejan templo a su Dios, el cual, por palabra y por obra, nos enseña desechar de él todas las cosas exteriores y vacar a las interiores» (BERNABÉ DE PALMA, Via Spiritus, Preparación, cap. 6. Madrid, BAC, 1998, pp. 13-14).
Daniel de Pablo Maroto, OCD.
«La Santa» – Ávila