El convento de san José como semilla evolutiva

Daniel de Pablo Maroto. Carmelita descalzo. «La Santa»

Puede ser que a algún lector le extrañe el título, pero que siga leyendo y lo entenderá. Si no está de acuerdo con la explicación, que busque otra interpretación del manantial espiritual que surgió en la ciudad de Ávila un 24 de agosto del año 1562. Era lunes aquel año y, entonces como ahora, día de San Bartolomé. La fundadora, Doña Teresa de Cepeda y Ahumada, levantó acta de la inauguración del nuevo monasterio, en una prosa limpia e inteligible, sin los retruécanos verbales de la prosa administrativa de las actas notariales del tiempo.

«Pues todo concertado, fue el Señor servido que, día de San Bartolomé, tomaron el hábito algunas y se puso el Santísimo Sacramento, y con toda autoridad y fuerza quedó hecho nuestro monasterio del gloriosísimo padre nuestro San José, año de mil y quinientos y sesenta y dos» (Vida, >36. 5).

Podía haber añadido lo del toque de la campanilla al amanecer para que el pueblo se enterase de que había brillado una nueva estrella en el cielo de Ávila y que todavía sigue iluminando toda la tierra. Lo que intento explicar es que aquel proyecto originario de la fundadora Teresa en 1562, fue madurando con el tiempo, y que, al salir del recinto de la ciudad amurallada, evolucionó a fronteras en principio insospechadas por ella misma. Recordemos la historia que ella tiene en cuenta y lo narra en sus obras.

Acto primero. Cuando fundó el convento de San José, el horizonte humano, cercano y conocido, a quien ayudar con la Reforma del Carmelo, era la Europa dividida por la «desventurada secta» de los «luteranos», combatidos con las armas del emperador Carlos y del rey Don Felipe II. A ella le dolía esa guerra entre hermanos y no creía en su eficacia y sí en la poderosa intercesión de la oración contemplativa, de la vida evangélica, el consagrar su vida a Cristo y a la Iglesia mediante la ascesis, la soledad, el silencio y la pobreza absoluta en un acto de imitación y seguimiento radical de Jesucristo. Y supongo, aunque es mucho suponer, que pensaría en la eficacia eclesial de la vida santa con efectos retroactivos. Es decir, que si la Iglesia institución hubiera sido santa en sus cabezas y en sus miembros, no hubieran surgidos los «reformadores» protestantes ni las demás iglesias divididas de Romapor innecesarios.

Aunque también es verdad que la «reforma» y la protesta de Lutero iba mucho más allá de la corrección de las costumbres porque creía poco en los «méritos» de las obras buenas. Su propuesta de reforma tocaba las raíces de algunos dogmas que la Iglesia católica seguía defendiendo por respeto a la Palabra de Dios, la interpretación de los Santos Padres, a la Tradición como fuente de la teología, que incluía el magisterio de la Iglesia jerárquica, el papa, los obispos y los concilios.

Quiere decir que el horizonte salvacionista de la madre Teresa en aquellos primeros compases de su Reforma era limitado a un territorio cerrado y cercano, Europa y sus nacionalidades, muy pobremente conocida por ella. Le bastaba saber que era una Europa dividida por la herejía y la separación de Roma y combativa contra lo católico y romano.

Acto segundo. En un día y año indeterminado, pero posiblemente en 1567, Teresa y sus monjas de San José descubrieron América por boca de un lenguaraz misionero franciscano, Alonso Maldonado. Era un predicador fogoso, de la escuela de Bartolomé de Las Casas, que les abrió los ojos de la realidad social y religiosa de los «indios», sometidos a los conquistadores españoles, todavía muchos millones sin evangelizar y bautizar. Según la concepción eclesial de entonces, eran carne de infierno al morir sin ser bautizados. En ese momento, Teresa se planteó qué hacer en lo sucesivo ella y sus monjas de San José.

Teresa, de momento, llorar en el secreto de una ermita de su clausura la perdición de tantos millones de seres humanos, y las monjas, acompañarla en el dolor. Y después, esperar la voz del Señor que le llegó pronto: «Espera un poco y verás grandes cosas». Y las cosas que vio fue la extensión de su Reforma del Carmelo ese mismo año de 1567 con la fundación de Medina del Campo. Sin preverlo ella, siguió una sucesión de fundaciones pobladas de orantes contemplativas preocupadas ya no sólo por la suerte de los luteranos y otros disidentes europeos, sino de todos los gentiles de este mundo, los indios de las Américas, los paganos del lejano Oriente y los ateos, agnósticos o indiferentes que ya comenzaban a cuestionar al Dios Yahvé y a su enviado Jesucristo.

Acto tercero. Faltaba la culminación del proyecto salvacionista de la Reforma de santa Teresa que se realizó con el encuentro de otra alma que vibraba al unísono con ella en el proyecto de «salvar almas», como se decía entonces. Sucedió en el convento de monjas descalzas de Beas en 1575. Allí se encontró por primera vez, cara a cara, con el Padre Jerónimo Gracián, un eminente predicador y escritor, que llegó al Carmelo descalzo ya ordenado sacerdote, con dos títulos universitarios por Alcalá, hombre brillantísimo, humanista de pro y cristiano con madera de santo. Teresa quedó pasmada ante esa figura de hombre intelectual, de alma cándida, buena y transparente, tan distinto a los candidatos que se iban agregando al gremio de los descalzos, muchos venidos como ermitaños de Castilla y Andalucía.

Para ella era el carmelita cabal, letrado y bueno, el hombre providencial que podría salvar la rama masculina de su Reforma. Gracián, que contaba con treinta años de edad, quedó también seducido por aquella monja que le doblaba exactamente la edad, pero en la que conoció las inmensas riquezas de una vida mística e intuyó un amor apasionado a las almas por redimir, que era uno de sus ideales de fraile descalzo: misionar para «salvar almas».

Por fin, el acto cuarto: el proceso histórico de su Reforma. Ella implantó en San José de Ávila un ideal evangélico altísimo no sólo de oración y vida ascética, sino vivir en pobreza absoluta, sin «rentas» de un capital acumulado, fiadas las monjas de la Providencia. Y, en sus fundaciones iba improvisando sobre la marcha soluciones algo distintas al fundar no sólo en grandes urbes, como era su intención, sino en pequeños poblados, como Malagón, Pastrana, Villanueva de la Jara, Caravaca de la Cruz, etc. Ni sólo en Castilla, sino también en Andalucía. Total, que la utopía de los orígenes fue cayendo y se impuso el realismo. Casi cercana a su muerte, las monjas de San José la eligieron priora «por pura hambre» (carta a María de San José, 8-XI-1581, 2), para que solucionara una economía en ruinas. Y la comunidad escandalizó a la Fundadora porque pedían hasta comer carne, contra el precepto de la Regla, y otras pedían tener «algo en sus celdas para comer». Y concluye: «Harta pena me ha dado ver cuán estragada está aquella casa» (carta a Gracián, 27-II-81, 2-3). Y sucumbió también en el ideal de vivir la pobreza absoluta y por eso sugirió al P. Gracián que en las próximas Constituciones a publicar el año 1581, eliminen ese punto para que no se escandalicen las nuevas candidatas viendo que la mayor parte de los conventos no cumplen el ideal primero (carta a Gracián, 21-II-81, 7).

Por esos y muchos «cambios» que la Fundadora fue introduciendo en su Reforma, se puede hablar de que la semilla «originante» de San José fue evolucionando al compás de la maduración de la madre Teresa que proponía soluciones sobre la marcha dependiendo de las necesidades del momento. Ella, como persona racional además de espiritual y mística, o quizá por eso mismo, nunca se consideró norma absoluta. Los ejemplos que confirman este dicho son muchos que no caben en un pequeño recuerdo del convento de San José en el día de su aniversario.

EL CONVENTO DE SAN JOSÉ COMO SEMILLA EVOLUTIVA

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