24 de agosto es fiesta en el Carmelo Teresiano
El día 24 de agosto es fiesta en el Carmelo Teresiano desde que la fundadora Teresa escribiera en su Autobiografía: «Fue el Señor servido que, día de San Bartolomé, tomaron el hábito algunas [… ] y con toda autoridad y fuerza quedó hecho nuestro monasterio» (Vida, 36, 5). El acta notarial de la madre Teresa es limpia crónica histórica, sin tantos protocolos que adornan la cansina e insoportable prosa administrativa del tiempo.
Hagamos memoria del convento de San José, diminuta simiente sembrada por Doña Teresa de Ahumada en un descampado de la ciudad de Ávila. Situémonos en el tiempo y confrontemos el proyecto teresiano con lo que acontecía a su alrededor.
Por dos motivos fundamentales se llenaban los conventos en el siglo XVI. El primero, para asegurar la salvación eterna que peligraba en el mundo y así evitar el purgatorio o el infierno, sospecha sembrada por el terrorismo espiritual de predicadores y escritores. La vocación de Doña Teresa y su ingreso en La Encarnación no estuvo exenta del todo de ese motivo si nos atenemos a lo que ella misma confiesa. Y el segundo -como dice irónicamente la Santa- para «remediarse». Había un excedente de cupo de mujeres casaderas, solteras y viudas, porque los varones morían en los campos de batalla en Europa o en la conquista del Nuevo Mundo. ¿Dos motivaciones egoístas?
En consecuencia, los beaterios, beguinatos, y ciertos conventos femeninos, fundados por nobles y para gente noble, hacían un servicio social no despreciable, además de religioso. En estos hábitats encontramos la mayor concentración de mujeres con dudosa vocación que los utilizaban como lugares de pasatiempo mundano y evasiones devocionales. Un caso extremo y clamoroso lo tenemos en la princesa de Eboli, Doña Ana de Mendoza, fundadora del convento teresiano de Pastrana, su feudo familiar, y, a la muerte de su marido, se hizo monja en «su» convento donde estableció su pequeña corte y manejaba a las monjas como sirvientas y a su antojo. La madre Teresa, cansada de sus caprichos e ingerencias en la comunidad, le dejó a ella el convento y trasladó a sus monjas a la fundación de Segovia. La de Éboli se vengó de la osada plebeya denunciando el libro de la Vida a la Inquisición.
Volvamos al conventito de San José. No era el mejor hábitat para monjas sin vocación ni el mejor lugar para «remediarse», ni un refugio para gozar privilegios la gente noble que también comenzó a llegar; ni un lugar de pasatiempos ni vanidades, sino una escuela de oración, un taller donde trabajar, un gimnasio para dominar el cuerpo y someterlo al alma, una familia para amar y una vivencia de fe para compartir con las hermanas. La madre Fundadora seleccionaba las vocaciones con rigor y discernimiento: buscaba jóvenes que tuviesen una clara vocación contemplativa y un deseo de entrega a Jesucristo y a su Iglesia; que fuese gente de talento, de buen natural, dotadas de prudencia; lo de la «dote» no siempre lo consideró una condición indispensable y, de hecho, admitió a muchas sin ella.
Y, sobre todo, sus conventos eran ciudadelas fortificadas para el combate espiritual. La Reforma Teresiana tiene mucho de epopeya bélica, como la Fundadora expone al comienzo del Camino de perfección. El convento de San José será una ciudad amurallada defendida por «gente escogida» -monjas en clausura y laicos amigos en el mundo- defendida por capitanes santos y «letrados». Ese pequeño «resto» de cristianos lucharán contra los enemigos de la Iglesia no con armas, sino con el ejemplo de una vida evangélica: la oración contemplativa, la fraternidad, la pobreza absoluta y la fe inquebrantable en la Providencia, la austeridad de vida, el desasimiento del yo y de los apellidos de nobleza, dolor añadido para algunas candidatas.
Y todo este montaje ¿Para qué? Me parece la pregunta fundamental para entender la existencia del convento de San José y que necesita una respuesta. La verdadera finalidad de la Reforma Teresiana es la misión ad gentes, la dimensión apostólica de las comunidades de la Madre Teresa, tanto de monjas como de frailes. No sé si es la primera vez que una institución de mujeres enclaustradas se abría tan claramente, tan intuitivamente, a la universalidad.
Las monjas de San José olvidarán el proyecto -¿egoísta? de asegurar «su» propia salvación poniéndolo en manos de Dios y se abrirán al horizonte infinito de ayudar a Cristo y predicar el Reino a su manera.El proyecto teresiano en sus orígenes era «salvar» a losherejes de Europa, restañar los efectos de la enorme herida abierta por los «luteranos». Pero un lenguaraz franciscano, Alonso Maldonado, le abrió a las necesidades espirituales del inmenso Nuevo Mundo y de todas las regiones de la tierra.
A Teresa se le quedaba pequeño el hábitat de San José y de todas sus fundaciones en la ciudades de Castilla y Andalucía. Ella soñaba siempre en un más allá de las geografías conocidas, como las tierras de misión, pero eligió el quedarse atrincherada en la retaguardia de sus clausuras. Pero sus deseos eran libres, le hacían volar al corazón de Cristo para que remediase tanto mal. Isabel de Santo Domingo, testigo en los Procesos de canonización, dice que Teresa lloraba de pena -ella tan «varonil»- no por «cosas temporales», sino porque «estaba sujeta a las necesidades del cuerpo»; y, sobre todo, no poder ir a enseñar a tierra de herejes por ser mujer«. Es esta una magnífica lección para pensar en un día de San Bartolomé.
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita Descalzo. «La Santa»