Memoria de los 453 años de la fundación teresiana del convento de San José de Ávila
De nuevo el día 24 de agosto viene a recordarnos una gesta «abulense» que se fraguó en el silencio, en la ignorancia de casi todos los que en aquel momento habitaban la Ciudad. Corría el año 1562. Sólo un pequeño grupo de amigas, de monjas de La Encarnación, pocos miembros del clero regular y secular y algunos seglares, estaban al corriente de que se estaba gestando un hecho insólito: el nacimiento de un monasterio de monjas en una pequeña ciudad sobrada de ellos. Sobreabundaban también los clérigos, los monjes y los frailes.
La promotora del proyecto trabajaba en la sombra, moviendo los hilos de la trama desde el anonimato, en el silencio orante de su corazón. De hecho, el Breve de fundación, la autorización romana para fundar el convento, lo han tramitado dos mujeres, la amiga Doña Guiomar de Ulloa y su madre, cuyos nombres aparecen en el documento, no el de Doña Teresa de Cepeda y Ahumada, ni el de los redactores del texto latino enviado a Roma.
Cuando al amanecer del 24 de agosto de 1562 sonó en los extrarradios de la ciudad de Ávila el sonido ronco de una campanita anunciando el nacimiento de una nueva fundación de monjas, el vecindario se alarmó. Ni las autoridades civiles ni las eclesiásticas, ni siquiera el Sr. obispo Don Álvaro de Mendoza, habían sido avisadas de lo que se tramaba en aquellas casuchas en reparación. Pensarían las fundadoras -Doña Teresa y sus amigas- que bastaba la autorización de Roma, y que ya avisarían al obispo para que aceptase los hechos consumados para cumplir lo que exigía el Breve: que el monasterio quedase bajo su jurisdicción.
Informado por el santo franciscano Pedro de Alcántara, por carta y en persona, no quiso saber nada de un monasterio de monjas fundado en pobreza absoluta sin su consentimiento previo y con harta osadía por parte de las fundadoras. Sólo la magia palabrera de Doña Teresa, con quien el obispo mantuvo una entrevista en el convento de La Encarnación, conducido por el santo alcantarino, logró convencerle de la bondad del proyecto. Actitud inteligente el mantener todo en silencio; osadía para ponerse bajo el amparo del obispo sin previo consentimiento, y sin contar con los superiores de su orden de carmelitas; y esperanza en que la Providencia divina calmaría el disgusto del prelado. Todo sucedió como la madre fundadora lo había calculado. Y las autoridades civiles terminaron aceptando también los hechos consumados.
Esta es la historia de San José reducida a síntesis. Pero queda pendiente su significación en la historia de la Iglesia, de la ciudad de Ávila y de la misma civilización occidental. Precisamente el Vº Centenario del nacimiento de la fundadora Teresa (1515-2015) está demostrando no sólo el valor inmenso de su personalidad, de su quehacer de fundadora y escritura, sino de una institución cuya simiente primordial es el convento de San José. Aquel diminuto y destartalado hábitat, que milagrosamente todavía se mantiene en pie apuntalado con sucesivas reformas y el cariño de tantas moradoras, se ha convertido en un árbol frondoso de cientos de ramas verdes en los cinco continentes. Y la primera cosecha de las cuatro novicias ha fructificado en miles de carmelitas descalzas que pueblan los Carmelos de todo el mundo.
San José representó en su tiempo una rebelión feminista, una voz en el desierto de las ideas petrificadas de la antigua tradición que impedía hablar a las mujeres en las asambleas de la Iglesia. La fundadora Teresa, como no podía «hablar» en pública asamblea, se dedicó a «dar voces» en el silencio de sus escritos que se han multiplicado en millones de ejemplares y hablan en todas las lenguas cultas del mundo. Y, además, enseñó a sus monjas una lección que aprendió ella en su propia experiencia: no pensar en salvarse (lo da por supuesto por la misericordia de Dios), sino en ayudar a «salvar» a los prójimos-hermanos. Esta será su misión en la Iglesia, su apostolado misionero, su manera peculiar de «dar voces» en el mundo.
Y lo cumplen las monjas no escritoras, la inmensa mayoría, no en un apostolado activo, exterior, sino mediante el lenguaje del amor, en el silencio orante y contemplativo de sus coros, sus claustros y sus celdas. Esa vocación en la soledad y el silencio tuvo y sigue teniendo un valor inmenso, como intuyó y escribió la gran Teresita de Lisieux: amar a todos en el corazón de la Iglesia.
El convento de San José tiene hoy sentido en cuanto es la simiente originaria de una fecunda sembradura en todo el mundo. Y sigue «dando voces», las mismas que dio la madre Teresa en su tiempo, y en el mismo tono y compás lo siguen dando todos los Carmelos de la tierra. Los hombres y mujeres de nuestro tiempo necesitan oír esa «voz» de espiritualidad en el desierto de nuestra grandiosa, genial civilización tecnológica; necesitamos oírla para equilibrar las «voces» de los humanismos ateos y el materialismo craso de nuestro tiempo.
El «espíritu», el «alma» del hombre contemporáneo necesita oír esa voz que viene de los claustros teresianos que nos habla palabras sabias de eternidad. Palabras de silencio para escucharlas también en medio de los ruidos artificiales que ha creado la moderna industria. Necesitamos que sus hijas de San José y de todos los Carmelos del mundo sigan gritando la experiencia fontal de la madre Fundadora: que Dios existe, que actúa en la vida (como en la suya), que dignifica, plenifica y hace vivir al hombre en libertad. Y que la moral cristiana no es peso, sino un yugo llevadero cuando se practica con amor.
DANIEL DE PABLO MAROTO, OCD.
«La Santa» – Ávila