«Los místicos han solido ser los más formidables técnicos de la palabra, los más exactos escritores»
El P. Ismael Bengoechea, carmelita descalzo, en su obra Las gentes y Teresa, Madrid, Editorial de Espiritualidad, 1982, recoge los elogios de muchos escritores antiguos y modernos, y en ella no aparece José Ortega y Gasset. Pues bien, recorriendo la inmensa sembradura del filósofo español encuentro una referencia a los místicos, entre ellos a santa Teresa y san Juan de la Cruz, que puede interesar a los lectores y escritores de nuestro tiempo. Como se sabe, Ortega no parecía muy interesado por la teología, la religión y la espiritualidad cristiana y él se declaraba no católico. Pero, como hombre culto y lector apasionado por la ciencia, hizo alguna incursión en el apasionante mundo de los místicos y el relato de sus experiencias.
Entre tantas materias tratadas por él, encuentro una «Defensa del teólogo frente al místico», una curiosidad en su polifacético quehacer como escritor y conferenciante (Obras completas, vol. V, Madrid, Revista de Occidente, 1947, pp. 451-455). Me resulta extraño su interés por el misticismo y su preferencia de los teólogos a los místicos, aunque no fue el primero ni será el último defensor de esa opinión, pensando sobre todo en los teólogos e inquisidores españoles del siglo XVI.
La elección preferencial del filósofo racionalista que es Ortega por los teólogos es evidente porque en ellos ve la «claridad», la luz de la verdad que propone el cristianismo en sus dogmas, el predominio de la inteligencia sobre los sentimientos y la experiencia religiosa que se expresa en los «fenómenos» místicos. La teología -escribe-, «me parece transmitirnos mucha más cantidad de Dios, más atisbos y nociones sobre la divinidad, que todos los éxtasis juntos, que todos los místicos juntos» (¡!). Y piensa que la Iglesia católica y sus teólogos sentirán «desdén» hacia el místico y hacia «la monja iluminada» (p. 452).
Ortega supone que el místico, compañero de camino en la búsqueda de Dios, en un cierto momento nos abandona para adentrarse en la hondura de la experiencia mística y, cuando vuelve, te dice -según Ortega- que no puede contar nada de lo visto porque es «incontable, indecible, inefable». Y, si te cuenta algo -escribe- «nos comunica del trasmundo noticias tan triviales, tan poco interesantes, que más bien desprestigian al más allá […]. El místico de su travesía no trae nada o apenas que contar. Hemos perdido nuestro tiempo. El clásico del lenguaje se hace especialista del silencio» (p. 455). También dice que lo que cuenta «es de una trivialidad y de una monotonía insuperables«. Supone que el decir de los místicos «no es una doctrina sobre la realidad trascendente, sino sobre el plano de un camino para llegar a esa realidad» (p. 455).
«Mi objeción al misticismo -termina diciendo-, es que de la visión mística no redunda beneficio alguno intelectual«. Hace excepción de algunos que han sido «geniales pensadores», entre ellos, Eckhart y Bergson (¿?) (p. 451). Pero antes ha dicho que «sería, pues, un error desdeñar lo que ve el místico porque solo puede verlo él» (ib.); y también le parece una «pedantería estudiar a los místicos como casos de clínica psiquiátrica» (p. 455). ¡Menos mal!
Redime su animosidad contra los místicos y su silencio por la inefabilidad de la experiencia admirando la expresión literaria de sus escritos, y eso que cuentan poco -según él-de sus experiencias. «Los místicos -escribe- han solido ser los más formidables técnicos de la palabra, los más exactos escritores. Es curioso -y como veremos- paradójico que en todos los lugares del mundo los clásicos del idioma, del verbo, hayan sido los místicos. Además de portentosos decidores, los místicos han tenido siempre un gran talento dramático» (p. 454).
Y la razón es porque, al dividir el camino cristiano en un crecimiento por etapas, «por pasos sucesivos», el lector espera siempre con ansia el más allá de cada una de ellas y crea en él un drama interior. Recuerda el ejemplo de santa Teresa y su «castillo dividido en moradas inclusas unas en otras, como esas cajas japonesas que tienen siempre dentro otras cajas más» (p. 454). La imagen me parece exacta: se trata de un castillo esférico que se recorre en dirección vertical, en círculos concéntricos y cada vez más profundos hasta llegar al núcleo donde reside Dios. Esto no lo dice Ortega, sino santa Teresa. También recuerda otros ejemplos: san Juan de la Cruz y la Subida al monte; san Juan Clímaco con su Escala espiritual (ib.).
La explicación del maestro filósofo, no obstante su aparente obviedad y brillantez, me parece poco fundada en la lectura de los escritores místicos, no obstante la defensa de su estilo literario. El místico franciscano Francisco de Osuna, y la misma santa Teresa, entre otros, distinguen bien los tres estadios de las gracias llamadas «místicas»: primero, tener la experiencia de Dios, que inicialmente es inefable; segundo, distinguir de qué experiencia se trata, acompañada de algún «fenómeno» místico; y, finalmente, la gracia de la «efabilidad» o la posibilidad de comunicar la experiencia. Precisamente, por haber tenido esta tercera gracia, cuentan lo que han experimentado sobre Dios, que sigue siendo un misterio para ellos (Cf. Santa Teresa, Vida, 12, 6 y 17, 5. Y Osuna, Tercer Abecedario, tratado 5, cap. 3; tratado 3, cap. 2).
Supongo, y quizá sea mucho suponer, que si hubiera leído más la Autobiografía de la Santa sin prejuicios ideológicos, y si hubiese estado al día de las interpretaciones de los historiadores y teólogos teresianistas, sus juicios estarían más ajustados a la verdad objetiva. De todas las maneras, Ortega y Gasset escribía estas cosas cuando todavía el estudio de los místicos estaba iniciándose. No era ciencia, sino devoción, espiritualidad.
Si no hubiera sido por pasar a este tercer estadio, ¿cómo podría santa Teresa haber escrito tantas páginas sobre sus experiencias místicas? ¿Cómo podría haber iluminado los dogmas del cristianismo que hoy, como entonces, admiraron los teólogos de su tiempo, sobre todo después de ella muerta? Sobre el «contenido» espiritual y teológico de sus experiencias místicas, el lector sabrá juzgar si nos ayuda a discernir las verdades dogmáticas del cristianismo o nos atenemos a lo que piensa un filósofo racionalista como Ortega y Gasset.
No olvide el lector que Ortega escribe impregnado de la cultura de la «modernidad», racionalista y positivista que, como toda cultura profunda, se convierte en una ideología, en una fe: «la fe en la razón», como dice él, aunque lleva dentro la duda, definida por él como «la hermana bizca que tiene la ciencia» (Cf. «Artículos – 1940-1941». En Obras completas, V. Madrid, Revista de Occidente, 1947, pp. 499 y 497). Me parece interesante lo que expone en su estudio sobre «Vives» (pp. 489-503).
Espero que esta página del maestro Ortega y Gasset no solo sea un recuerdo de su personalidad científica, de su curiosidad intelectual, sino de su pensamiento sobre un tema vital para el cristianismo y la cultura occidental que no podemos olvidar y que debemos repensar y confrontar con otras ideologías. Es una de nuestras «creencias», riqueza del pueblo, en las que incluye Ortega también las «religiosas» y cristianas (ib., pp. 496-500)
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita Descalzo
«La Santa» -AVILA