«¡EN FIN, SEÑOR, SOY HIJA DE LA IGLESIA!».
Día 4 de octubre del año 1582, jueves, fiesta de san Francisco de Asís, entre las 9 y 10 de la noche, moría en Alba de Tormes (Salamanca) la madre Teresa de Jesús. Por carambola del destino, al día siguiente, el calendario oficial saltó del 5 al 15, y desde entonces celebramos ese día su fiesta litúrgica. Aunque la muerte centra las fiestas -día de nacimiento a la vida para la tradición cristiana-, quiero reflexionar sobre un horizonte más amplio: el antes y el después. Y, sobre el fondo del cuadro, la imagen del Cristo amado en su pasión, muerte y resurrección, ella que asumió el destino de Jesús, como enseña al final de su Castillo interior. No por casualidad, sino por curioso destino, murió el día de san Francisco de Asís, el pobre y crucificado fundador de los frailes menores.
PASIÓN. La pasión de Teresa comenzó el día 2 de enero del año 1582, cuando se puso en camino para la fundación de Burgos, en pleno invierno abulense y castellano. Llegaron el 26, «vejezuela» y enferma, después de muchas peripecias y con peligro de ahogarse toda la comitiva en el camino. En Burgos, desesperante espera hasta que, con la bendición del arzobispo -¡por fin!-, el 19 de abril pudo inaugurarse la fundación. Lo que no cuenta la cronista Teresa es que, poco después de inaugurada, se desbordó el río Arlanzón y anegó la casa con peligro de perecer ahogadas las monjas.
Pero la estancia burgalesa fue el primer compás de un camino sin retorno hacia la muerte; la verdadera «pasión» comenzó en el camino de vuelta a su querida comunidad de Ávila donde había sido nombrada priora «por pura hambre», como dice ella. Salió de Burgos el 26 de julio, sin la presencia protectora de su querido P. Gracián, que andaba lejos, en su Andalucía querida y que la había acompañado a la ida. Las escalas en Palencia, en Valladolid y Medina, fueron como las tres caídas de Cristo en el Vía Crucis camino del Calvario, que están bien documentadas en las fuentes históricas y narradas en cualquier biografía crítica.
Recibió malas noticias sobre P. Gracián en Palencia; tuvo problemas con la herencia de su hermano Lorenzo en Valladolid, soportando palabras agresivas de la suegra de su sobrino Francisco – «harto podrida me ha tenido y tiene», escribe-; cara larga de la priora de Valladolid, su querida sobrina María Bautista, que se atrevió a dar consejos a la Fundadora y ésta la llamó sabihonda con palabras ácidas y lamentos al P. Gracián; y, en Medina, otra escena dolorosa, de desafección por parte de la priora, Alberta Bautista, a quien había corregido algún fallo y que aceptó mal causandotal disgusto a la Madre que «no comió ni durmió sueño toda la noche»; y, a tanto llegó el disgusto, que -si nos atenemos a la crónica de Ana de San Bartolomé-, las echó de casa con violencia y sin víveres para el camino.
Con esa carga de cruces en el alma, quería encaminarse a su querida comunidad de Ávila. Pero allí mismo le llegó la voz de superior de turno: la esperaba la duquesa de Alba que estaba de parto y requería la presencia de Teresa como buen augurio. Llegó a Alba el 20 de septiembre.
MUERTE. La enferma llegó herida de muerte, pero todavía con fuerzas suficientes para mantenerse en pie durante diez días, resolviendo problemas de sus conventos y, quizá, soñando con la fundación de Madrid que no acababa de realizar; y de volver a su amada casita de San José de Ávila acompañada siempre de su querida enfermera Ana de San Bartolomé.
En los últimos momentos, poco a poco todo se desvanecía de su conciencia: el dolor de la ausencia lejana de su amado superior, el P. Gracián; los disgustos causados por sus queridas prioras que obraban con cierta independencia de su voluntad; las fundaciones que quedaban por hacer; las cartas de dirección espiritual a sus queridas hijas y hijos; las amistades innumerables, cercanas y lejanas, que se agolpaban en su memoria íntegra, los afanes y aventuras de deudos cercanos y lejanos, hasta su conventito de San José en Ávila.
Sin duda, le hubiese gustado conocer los versos de Juan de la Cruz para repetirlos y gustarlos mientras perdía la memoria de todo. «Quedéme y olvidéme /. El rostro recliné sobre el Amado /. Cesó todo y dejeme /, dejando mi cuidado / entre las azucenas olvidado».
Y poco a poco, mientras se borraban de su memoria los intereses materiales de este mundo, quedaban en su horizonte mental y afectivo las dos grandes verdades de su vida: el TODO de Dios y la NADA de su ser de creatura. Y como una corte de angelitos revoloteaban en su alma los cuatro amores de su fe católica:
Primero, el Dios padre lleno de «misericordia» y de perdón, siempre fiel a sus promesas con ella y con la humanidad pecadora y santa.
Segundo, su amado Esposo Cristo; en ese momento, de cara ya a la eternidad, no alude a sus «méritos» personales, al «premio» de sus fatigas y trabajos, sino solo a la salvación «por los méritos de Cristo», por su misericordia.
Tercero, el sentimiento de pertenencia a la Iglesia católica, como afirman los testigos presenciales en los Procesos de beatificación y canonización: «¡EN FIN, SEÑOR, SOY HIJA DE LA IGLESIA!». Ella, que vivió de la Iglesia y sufrió a veces por su causa, mejor, por sus doctores y jerarcas, se reconcilió con ellos en la hora de su muerte.
Cuarto, la «sed de almas», el deseo de salvar a las más posibles, la de los herejes luteranos en primer lugar, y después la de los gentiles de la lejana América y del Extremo Oriente. No consta en esos momentos el recuerdo de otros amores entrañables de su vida: el de la Virgen María, su querida madre y patrona de su Reformay el de su protector san José.
Al mismo tiempo, renacía, y se cumplía, el deseo infantil de «ver a Dios», convertido ahora en la certeza de un encuentro en plenitud y «para siempre». Con este bagaje espiritual, podía morir tranquila y decir a su Esposo Cristo: «Señor mío, ya es tiempo de caminar. Sea muy enhorabuena y cúmplase vuestra voluntad».
Para revivir nosotros el drama de su muerte, recordemos los sentimientos que embargaron a su fiel servidora Ana de San Bartolomé, testigo excepcional que recogió su último suspiro e inició el coro de sollozos de las monjas de la comunidad de Alba.
«Y cuando murió la Santa, esto sentía como si le cortaran la vida, por el desamparo que le quedaba sin aquella compañía, y parecíame que más sentía yo su muerte que si yo muriera«. «Y, a la hora de morir, «me mostró tanta gracia y amor -escribe también Ana- que me tomó con sus manos y puso en mis brazos su cabeza; y allí la tuve abrazada hasta que expiró, estando yo más muerta que la misma Santa, que ella estaba tan encendida en el amor de su Esposo, que parecía no veía la hora de salir del cuerpo para gozarle».
RESURRECCIÓN. Después de su muerte, quedó su cuerpo incorrupto, como glorioso vestigio de una persona resucitada y viviente. Pasaban los meses y los años y seguían los devotos frailes cortando reliquias de aquel cuerpo todavía sangrante, como si no quisiera morir del todo: el brazo, la mano, el corazón, el pie, etc.
Pero quedaron otros signos de «resurrección» del cuerpo muerto. Quedó vivo el cariño de su extensa familia en milagrosa expansión, sus hijas e hijos, sus amigas y amigos; todos la sentían cercana, como viviente entre ellos, más allá del fenómeno místico de las «visiones» físicas o imaginarias. Queda su caligrafía en muchos cientos de páginas, osamenta de sus enseñanzas, memoria viva de su persona, espejo de su alma, su principal reliquia. Queda su doctrina de maestra y doctora de la Iglesia, traducida en lenguas innumerables. Quedan sus discípulos que han difundido su vida y su saber. Queda la Iglesia que sigue pregonando su santidad. Y, finalmente, quedan los lectores de sus obras, meros curiosos de su portentosa personalidad y su obra escrita; y, la mayoría, «engolosinados» por la arcana ciencia de su vida mística o seducidos por el evangelismo y el humanismo de sus enseñanzas y el prodigio de su decir del castellano viejo.
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita Descalzo. «La Santa»