REFLEXIÓN PARA EL DOMINGO DE PENTECOSTÉS
Una escena del Fausto de Goethe me sirve de pórtico para una reflexión sobre santa Teresa y su relación con el Espíritu Santo que celebramos este domingo en la Iglesia católica. Ella es hija de esta tierra como mujer, pero es discípula del Espíritu Santo como fundadora y escritora. Sin esa fuerza interior, misteriosa, que actúa como el motor de su vida, incomprensible para la razón en muchas de sus creaciones, Teresa no hubiera sido Santa.
Vuelvo al Dr. Fausto, el curioso personaje de ficción que quiere saber todo, que todo lo indaga sin saciarse y busca en el más allá de lo conocido y se alía con la magia y el mismísimo demonio para que le alumbre el camino del saber. En su «gabinete de estudio», mientras increpa a su perro ladrador para que deje en quietud su mente y así indagar la verdad de las cosas, abre el Evangelio de san Juan y lee: «En el principio era la Palabra-Verbo». No le contenta el sentido que se le da al texto evangélico. Y sigue buscando en el vocabulario germánico: das Sinn (sentido-mente-razón), die Kraft (la fuerza) y tampoco le convencen, hasta que encuentra el sustantivo buscado, exacto: Im Anfang war die Tat. En el principio fue la acción.
El cristianismo de cuya herencia se alimenta Teresa, cree que en el principio era el Espíritu,el peuma divino que aleteaba sobre el caos informe de la nada, del no tiempo, y con su acción la nada si pobló de multitud de creaturas, y el no tiempo se hizo cronología, y el reloj de la historia inició una carrera todavía inconclusa. Al hombre, el Espíritu lo colocó como director de esa hermosa orquesta que había creado de la nada.
Y bajo la fuerza sabia del Pneuma-Espíritu surgieron los profetas, que hablaron en su nombre anunciando la venida del Mesías. Iluminados por él, poetas, historiadores y rapsodas escribieron el Antiguo Testamento. Finalmente, el Pneuma divino del A. Testamento, reconvertido en el Espíritu Santo a la luz de la predicación de Jesús de Nazaret, el Espíritu de la Verdad, nos conduce a la verdad plena. Ese Espíritu que aleteó en forma de paloma en el bautismo de Jesús en el Jordán es el mismo que apareció en el Cenáculo de Jerusalén como llamaradas de fuego sobre la cabeza de María y los apóstoles y como una Pneuma-viento. Obedeciendo al «id y predicad», se puso en marcha la Iglesia.
Desde entonces, el Espíritu Santo se encarnó en la historia, en las comunidades creyentes en el Hijo redentor y su predicación. Y sigue ilustrando a los predicadores para que repitan el slogan de Juan del Bautista: «convertíos y creed en el Evangelio». Y ese Espíritu es el que lo crea todo en la Iglesia, de modo invisible, pero real. A unos les da la fortaleza para ser mártires venciendo al imperio romano y a las fuerzas del mal; a otros, la ejemplaridad de vida y la elocuencia de la palabra para convertir a los invasores del imperio, los bárbaros, creando una nueva civilización; a otros les da sabiduría y bondad para construir abadías, catedrales, ciudades y caminos, hospitales y escuelas. Y así nació la civilización occidental fundada en la cultura grecorromana, el germanismo y el cristianismo.
En ese entorno de la cultura cristiana nació Teresa de Jesús, se alimentó de ella y la transmitió en su vida, en sus escritos y en sus fundaciones. Pero eso es lo visible, lo que el historiador constata, la periferia de su personalidad, lo que sólo ve el que no cree en el Dios actuante en la historia humana. El creyente en la acción del Espíritu Santo sabe que todo el quehacer de la madre Teresa de Jesús procede de un cambio de vida que realizó en ella el Espíritu Santo. Fue en torno al año 1556, estando ella, posiblemente, no en el convento de La Encarnación, sino en casa de su amiga Doña Guiomar de Ulloa, cuando sucedió lo que podemos llamar la «definitiva» conversión de Teresa de Jesús. Y acaecióen un día ya lejano en el tiempo, pero en torno a la fiesta de Pentecostés, que hoy recordamos y celebramos.
Todo sucedió mientras recitaba el himno litúrgico Veni, Creator Spiritus, ven, Espíritu creador, por consejo e imposición del joven confesor jesuita Juan de Prádanos, viendo que sus consejos a la monja Teresa no lograban ningún efecto positivo. Ella seguía con sus apegos afectivos a los amigos que la visitaban en el convento. No eran pecado según los manuales de moral, pero impedían el amor entero debido a su Esposo Cristo. Lo sentía como una traición al amor prometido en la profesión religiosa, estar jugando a dos barajas. Los llantos ante el «Cristo llagado» (Vida, cap. 9) y sus proyectos y promesas de cambio quedaban atrás, en el semiolvido de su conciencia y buenos deseos. Pero la tensión afectiva continuaba.
Sin terminar de recitar el himno, le vino, dice ella, «un arrebatamiento tan súbito que casi me sacó de mí, cosa que yo no pude dudar […]. Entendí estas palabras: Ya no quiero que tengas conversación con hombres, sino con ángeles […]. Ello se ha cumplido bien, que nunca más yo he podido asentar en amistad ni tener consolación ni amor particular, sino a personas que entiendo le tienen a Dios y le procuran servir […]. Ya aquí me dio el Señor libertad y fuerza para ponerlo por obra. Así lo dije al confesor, y lo dejé todo conforme a como me lo mandó. Hizo harto provecho a quien yo trataba ver en mí esta determinación» (Vida, 24, 5-7).
Este fue el milagro moral de su conversión «definitiva» que hoy he querido recordar a los lectores. Fue un momento estelar en la historia de la espiritualidad española del siglo XVI.
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita descalzo. «La Santa»