DANIEL DE PABLO MAROTO. Carmelita Descalzo. «La Santa»
Hay en Ávila un lugar, calle arriba del Duque de Alba desde el Mercado Grande (Plaza de Santa Teresa) hasta la confluencia con la calle del P. Silverio, que desemboca en una placita recoleta. Allí está el convento de «Las Madres», primera fundación de la Reforma del Carmelo de la madre Teresa, eslabón primero de una cadena que, con el tiempo, abrazó el mundo. Allí sigue todavía en pie aquel enjambre de casuchas que la madre Fundadora convirtió en convento para una pequeña comunidad de monjas carmelitas descalzas. Fue un 24 de agosto de 1562 cuando comenzó su andadura y nunca se ha interrumpido desde entonces la vida carmelitana. Las monjas que hoy lo habitan sueñan con celebrar el 450 aniversario de la fundación en el 2012, en pleno torbellino del V centenario del nacimiento de la Fundadora en 2015. Para conmemorar el evento, hago una meditación histórica en tres tiempos.
San José, un lugar con historia. La madre Teresa fundó el convento fuera de las murallas, pero cerca de la Ciudad. Su movimiento reformador asentaba sobre el abandono y «desprecio» del mundo, en el sentido medieval del término. En ese clima de extrañamiento de lo temporal intentó vivir mejor la soledad y el silencio, la pobreza, la clausura, la fraternidad compartida en el pequeño grupo, en contraste con lo vivido en La Encarnación. En la estrecha geografía de aquel hábitat conventual, su espíritu se miraba en el espejo lejano de los orígenes ermitaños de su orden en el Monte Carmelo en Palestina. Pero el movimiento iniciado en San José, como el de su Reforma, no tenía carácter eremítico, ni siquiera rural, sino urbanícola, como el de los frailes mendicantes en el siglo XIII, entre ellos los Carmelitas. La ciudad con sus riquezas eran el cobijo de las monjas para vivir de limosnas y del trabajo, en pobreza absoluta, dependiendo más de la Providencia y de fe que de las «rentas» del capital. Las fundaciones en los pueblos no eran mucho de su agrado.
Aunque aquella casa primera era «muy chica», ella se ingenió para convertirla en «monasterio cabal», aunque «todo tosco y sin labrar» (Vida, 33, 12). Lo importante para ella era comenzar, inaugurar la fundación a toque de campanilla que anunciaba al pueblo la existencia de un lugar para adorar a Cristo en el Sacramento, y una capilla dedicada a san José. Como el mejor escribano del mundo, como el cronista más minucioso, la madre Teresa levantó acta de aquel momento histórico: «Pues todo concertado, fue el Señor servido que, día de San Bartolomé [24 de agosto], tomaron el hábito algunas y se puso el Santísimo Sacramento, y con toda autoridad y fuerza quedó hecho nuestro monasterio del gloriosísimo padre nuestro San José, año de mil y quinientos y sesenta y dos. Estuve yo a darles el hábito […]» (Vida, 36, 5).
Extramuros de la Ciudad, un lugar entonces semidespoblado, las monjas podían recrearse en las hermosas vistas al campo desde la rinconera de su pequeña huerta. En la estrechura del espacio, la madre Fundadora oteaba los horizontes lejanos, primero de Europa, y, finalmente, del Nuevo Mundo a través de los ojos de los frailes descalzos, concebidos y dados a luz entre dolores y gozos en la soledad y la clausura de San José.
San José, una luz para el mundo. Los comienzos de la Reforma teresiana están tejidos con intervenciones de la Providencia puestas en evidencia por la cronista de los acontecimientos (leer los capítulos 32-36 de la Vida). No todo lo que ella considera milagros lo aceptamos como tales; pero en la fundación de San José sucedieron cosas muy extrañas que desafían toda lógica racional. Entre ellas retengo como profecía cumplida lo que Teresa llama una «visión» de Cristo acompañada de un «habla». «Mandóme mucho Su Majestad -escribe- lo procurase [fundar San José] con todas mis fuerzas, haciéndome grandes promesas». Entre ellas, le dijo «que no se dejaría de hacer el monasterio», y, sobre todo, «que sería una estrella que diese de sí gran resplandor«. Y, como era un proyecto divino, se consolidó aun en contra de las autoridades municipales de aquel año y las contradicciones de las monjas de La Encarnación, y de muchos consejeros sensatos y amigos.
Pero la profecía no se refería sólo al monasterio de San José, sino a la institución que nacería de él, la Reforma del Carmelo. Aquel conventito, nacido tan en precario, era como una imperceptible simiente arrojada al surco de la historia de la que nacería una secuencia de fundaciones teresianas en tiempo de la Fundadora y las que han nacido posteriormente; era una rama verde crecida en el añoso y semiseco tronco del Carmelo. La savia que lo alimentaba era el corazón enamorado y el alma carismática de la fundadora Teresa.
San José, una esperanza. La vida religiosa está pasando unos tiempos críticos, no sólo por la falta de vocaciones en el mundo occidental, que amenaza también al mundo pobre, sino por la carencia de un radicalismo evangélico realmente significante de trascendencia en muchas de las actuales instituciones. La crisis no es moral, sino existencial, situaciones que inciden negativamente en la vida religiosa. Por ejemplo, lo material y lo efímero rebajan las ansias de eternidad del alma humana; la capacidad de movimientos que ofrece la economía y la técnica modernas, son una tentación para la quietud y la clausura; los ruidos de las megápolis actuales impiden la soledad y el silencio, alimento del espíritu: la masiva acumulación de informaciones diarias invitan a vivir en la periferia del ser e impiden la oración contemplativa y profunda. Y, finalmente, la abundancia de bienes tientan al hombre de nuestro tiempo a gozar los placeres que embotan el alma cristiana. Son situaciones contrarias al espíritu que implantó la madre Teresa en su conventito de San José. Por eso, necesitamos lugares como éstos que eleven nuestra alma a los valores trascendentes que alimentan el espíritu.