Daniel de Pablo Maroto, carmelita descalzo.
La «Educación para la ciudadanía», de la que tanto se habla y debate, me sugiere una reflexión al recordar la muerte de santa Teresa de Jesús el 15 de octubre, celebrada en Ávila con mucha pompa y solemnidad. ¡Ser buenos ciudadanos! ¡Qué hermoso proyecto educativo para niños, jóvenes y adultos! En realidad, la formación integral, que se imparte en las escuelas, colegios, universidades, debería incluir la educación en los valores que respeten los derechos humanos e impongan las obligaciones de una convivencia ciudadana.
Esa «educación» es la que debería perfeccionar los buenos instintos naturales, como el ser responsables en el ejercicio de nuestra profesión, no engañar al prójimo con mentiras, no cometer injusticias, ser libres y responsables, no molestar al vecino, ser tolerantes con el pensamiento ajeno y con las inevitables molestias que mutuamente nos causamos, cuidar el medio ambiente y los bienes comunes, sembrar la paz y no la discordia, y un sinfín de normas de buena educación y comportamiento. Por desgracia no siempre la cultura garantiza el correcto comportamiento en la vida ciudadana, con el ser «buenas personas». Este hermoso proyecto humanista puede ser pervertido si se manipula y se impone como indoctrinamiento sectario y se convierte en ideología de partido.
Al recordar esa serie de comportamientos de buen civismo, descubro que el cristianismo, el fundado en el Evangelio de Jesús que no siempre coincide con su desarrollo histórico, y del que se quiere ahora renunciar en la «educación» oficial, defiende unos valores que ayudan a ser buenas personas y excelentes «ciudadanos». Y descubro que uno de los prototipos ideales, que encarnó en su vida y enseñó en sus obras esos valores, es Teresa de Jesús, que sigue enseñando a sus lectores a ser buenos ciudadanos.
¿Qué «valores» vivió y transmitió santa Teresa de Jesús en su vida y escritos que pueden constituir un programa ideal de «educación para la ciudadanía»? Entre tantos otros, escojo aquellos que me parecen fundamentales y que pueden aceptar los creyentes en un Dios trascendente, los ateos y antiteístas, los indiferentes y agnósticos. Son capítulos esenciales de una «moral de gentes», radicados en la racionalidad y la dignidad del ser personas humanas. Lo propongo como programa de vida social sana, aun sabiendo que a Teresa no se la puede comprender en su personalidad integral si se prescinde de la clave religiosa y mística cristiana, del Dios de Jesucristo que da sentido a su vida y toda la inmensa obra literaria y social que realizó.
En el principio está la verdad. La noción de «verdad» en la vida y obras de santa Teresa supera el ámbito de la conciencia moral, el sentido teológico (cristiano) del pecado, mortal o venial, y viene a ser un concepto y una realidad de orden ontológico, metafísico. Toca las raíces del ser o no ser hombres. Y la mentira es la renuncia a ser personalidades consistentes; es como una traición a ser lo que se es: seres humanos.
Teresa de Jesús alude también a la «verdad» con su carga de moralidad al referirse a su opuesto: el decir mentiras; pero ella es tan verdadera, como su padre, hombre «de gran verdad» (Vida, 1, 2), como sus monjas a quien inicialmente dirige sus escritos, que lo descarta de su reflexión: «No digo sólo que no digamos mentira, que en eso, ¡gloria a Dios!, ya veo que traéis gran cuenta en estas casas con no decirla por ninguna cosa» (Moradas VI, 6, 10).
Pero lo que le preocupa es la dimensión honda: ser verdaderos en su sentido integral. Quiere que el hombre se sitúe correctamente ante su propio yo, ante el mundo y ante los demás, no absolutizando ninguna de esas realidades. Y concluye, desde su óptica creyente, que al aceptar a Dios como Absoluto, todo lo demás queda relativizado. (Ver el planteamiento y desarrollo en Vida, 40, 1-4; Moradas VI, 10, 6-7).
Además, Teresa vivió y propuso, como fundamento de la convivencia social y comunitaria, otra dimensión del ser humano: El amor. Ella, «alma enamorada», dotada de una excepcional capacidad afectiva, compartió su amistad con miles de personas amigas. No tuvo nunca enemigos, al menos por su parte, sólo adversarios, que, al final, ella, con su mágica y seductora conversación, convertía en amigos. Gentes interesadas, no conocedores de toda la obra literaria y todos los entresijos de su alma, han tergiversado, pocas veces y sin éxito, sus amores y amistades convirtiéndolos en «amoríos» y perversiones. Sin embargo, la verdad es que ella exaltó el «amor puro espiritual», aborreció de corazón «esotras aficiones bajas» que han «usurpado el nombre» al verdadero amor (Camino 5, 7), y rechazó «esos quereres de por acá desastrados» (Camino 7, 1).
El amor que defiende Teresa es el que crea unión, comunidad, sociedad en paz porque evita los «bandos» y crea igualdad de clases, como lo ensayó ella en su Reforma del Carmelo. El amor auténtico es libertad, fundamento de la convivencia ciudadana. (Todo el tema en los capítulos 4-7 del Camino de perfección).
Ayudaría mucho a un buen comportamiento ciudadano, el ensimismamiento, palabra y acción de resonancias polisémicas. No se trata de evadirte de la realidad circunstante refugiándote en tu sentimiento egoísta; sino de valorar el encuentro con nosotros mismos, la reflexión interiorizada para no vivir en la periferia del ser, en lo inmediato y apetecible, en la dispersión del pensamiento y los sentidos.
Los grandes pensadores y creadores han sentido la necesidad de la reflexión interiorizada, el descubrimiento de su propio quehacer y su destino. Esto requiere silencio, soledad, «recogimiento», y Teresa de Jesús es en todo ello una maestra consumada. El gran filósofo y científico Leibnitz tomó como norma de acción creadora un pensamiento de santa Teresa: «Lo más que hemos de procurar al principio es sólo tener cuidado de sí sola y hacer cuenta que no hay en la tierra sino Dios y ella; y esto es lo que le conviene mucho» (Vida, 13, 9).
Faltan todavía muchos pensamientos teresianos que ayudan a construir al hombre bueno que haga una ejemplar ciudadanía, por ejemplo, la búsqueda y el ejercicio de la libertad, la construcción de la paz, tener y alimentar los buenos deseos y cumplir los realizables, la «determinada determinación» para seguir la obra comenzada, y un largo etcétera que encontrará el lector de sus obras.
Si todo esto lo cumples, como diría Rudyard Kipling, «serás un hombre, hijo mío». Serás un buen cristiano y un buen ciudadano.