Teresa de Jesús es conocida en Avila y el mundo entero; sus glorias están vinculadas definitivamente a la Ciudad hasta el punto de que para muchos, especialmente en el extranjero, es Teresa de Avila. Pero no lo olvidemos: Teresa es famosa no por haber nacido en esta Ciudad -podía haber visto la luz en cualquier lugar de Castilla-, sino por ser cristiana, católica y una escritora singular como mujer, fundadora de una reforma de monjas y frailes, y, sobre todo, por ser mística.
Muy importante debe ser eso de la «mística», que configura y engrandece a una mujer nacida en el siglo XVI, castellana universal, y cuya memoria perdura. No ju-guemos alegremente con el término. Místico/a -como sustantivo- es aquel ser humano que tiene experiencia de un ser Tras-cendente, que los filósofos o psicólogos de la religión llaman lo Absolutamente Otro y los creyentes Dios, ser personal, existente y actuante en la historia y con el que el místico entra en relación vital, existencial y amorosa. El creyente normal descubre a Dios por vías de racionalidad.
La mente humana descubre que todo efecto postula una causa, que un motor en movimiento sugiere que un mecánico lo puso en marcha, que es difícil explicar el universo, con sus infinitas y ordenadas criaturas, sin pensar en un ser creador. Todas estas elucubraciones y montañas de argumentos racionales se encuentran en las Sumas Teológicas de la Escolástica medieval. Los alumnos de las universidades europeas desde el siglo XII las escucharon a los mejores profesores, predicadores y profetas apocalípticos.
Pero ninguna vía racional convence al místico de raza. Él conoce por propia experiencia que Dios es mucho más que todo eso. Sabe -y habría que recordar el profundo sentido del «saber» y «gustar» en sentido espiritual y místico- que Dios no solamente es un Ser existente, creador universal, ni siquiera el salvador del hombre con la Encarnación y la muerte del crucificado Jesús de Nazaret. Sabe, además, que Dios actúa, se introduce en las entretelas más recónditas del hombre, en los meandros de su psique, en las vías más llanas y conocidas o en las inhóspitas e ignotas.
Cuando el ser humano menos lo espera, distraído o ignorante, en la despreocupación o el desprecio de todo lo religioso, en la indiferencia, el agnosticismo o el mismo ateísmo práctico, puede recibir la visitación de Dios y transformar la vida rota e inmoral en santidad. Los conversos abundan en la historia del cristianismo y del catolicismo. Teresa fue una de esas personas atrapadas por el misterioso Dios, que le salió al encuentro en medio del despiste general de una vida anodina y lánguida, en el sinsentido del paso de las horas y los días en el convento de La Encarnación de Avila, en la afectividad desbordada y loca. En el trajín afectivo cotidiano de los días y las horas muertas, Cristo se le hizo presente ensangrentado, atado a la columna.
Derramó ante él lágrimas de compunción como mujer adúltera, que traiciona el amor de un esposo siempre amoroso y fiel. Era la primera visitación mística de un Cristo Hombre, que sufrió por nosotros (Autobiografía, 9, 1). Después vendría la conversión «definitiva», la que realiza el Espíritu Santo cambiando el corazón de piedra de Teresa en corazón de carne, según las profecías de Jeremías (31, 33) y de Ezequiel (36, 25-27), dándole la libertad para amar no sólo a los amigos, sino a todos los seres humanos, a las grandes causas de la Iglesia y la humanidad. Libre para volar como un águila real, pero sin perder el contacto con la tierra, con el mundo y sus problemas (Autobiografía, 24, 5-8).
Ese apego a Dios y su misterio, El Dios Uno y Trino, el Cristo, Dios y Hombre, a la Iglesia santa, no obstante la corrupción y el pecado; al cielo y el más allá, pero, al mismo tiempo, a la tierra y todo lo que acontece. Ese conjunto de actitudes simultáneas, es lo que da realismo a la «mística» de Teresa de Avila, lo que la libera de todo supuesta enfermedad mental, psíquica o metapsíquica. Esta es la experiencia «mística» de Teresa de Avila.
Y esa mística es la que podemos convertir ahora en moneda barata de cambio, en mística «bribónica» y parda, mística devaluada y superficial, periférica al ser, por la insignificancia y la polivalencia de las palabras, por la traición a los lexemas castellanos originarios, amasados de griego y latín, ahora lenguas ignorados y «muertas», según dicen algunos ignorantes o nescientes. Renace el Nominalismo histórico de los siglos XIV y XV, sostenido por eminentes filósofos escolásticos medievales, y ahora por mediocres charlatanes. Ahora parece que todo es «mística», que cualquiera puede convertirse en místico, enseñar a los demás qué es la mística o cómo se hace un místico.
Tarea inútil. Los místicos los fabrica Dios, Cristo Dios y Hombre, el Espíritu y los regala a la humanidad a cuentagotas, porque son de tal creatividad y fuerza que conmueven al mundo. Y ahora, para concluir, lo de las «baratijas». Santa Teresa de Avila lo usa una sola vez y es de una extraordinaria expresividad. Covarrubias, filólogo del siglo XVII, lo define como «cosas menudas y de poco valor, que todas juntas y a montón se suelen dar en poco precio». Utilizándola, Teresa advierte que mística y «baratijas» en el corazón del hombre no hacen buena vecindad.
La coexistencia significaría la contrafacción de la mística auténtica. «Pues si el palacio [el alma y corazón del hombre] henchimos de gente baja y de baratijas, ¿cómo ha de caber el Señor con su corte»? (Camino de perfección, 28, 12). O lo que es lo mismo: en el corazón ocupado, no purificado por la ascesis y las noches, difícilmente cabe la mística expe-riencia de Dios. Sería un milagro. Pues eso.
DANIEL DE PABLO MAROTO, OCD. Profesor y escritor de Historia de la espiritualidad