¡MIRAD AL CRUCIFICADO! ¡MIRAD AL RESUCITADO!

SEMANA SANTA

DANIEL DE PABLO MAROTO.  
Carmelita Descalzo. “La Santa” – Ávila

Vuelve la Semana Santa a recordarnos los grandes misterios del cristianismo: Pasión, Muerte y Resurrección de Jesucristo. Celebrados en sus orígenes en la intimidad de las comunidades cristianas, hace tiempo que la civilización moderna ha convertido las calles de ciertas naciones en escenarios para recreo de creyentes e increyentes. Aun respetando la praxis moderna, qué mal me suena eso de que la Semana Santa de tal o cual lugar ha sido declarada “de interés turístico”local, regional, nacional o internacional, dependiendo de la belleza de los “Pasos” de la Pasión y la atracción que causa en los asistentes el espectáculo callejero. ¡Ojalá que la teatralización de los “Pasos” de la pasión suscite en los videntes y oyentes la pasión religiosa que no logran los repetidos ritos de la liturgia en las iglesias. La Semana Santa, con esplendor o sin él, debe ser el centro de la vida religiosa de los cristianos no una mera exhibición de creaciones artísticas.

              Más allá de estas consideraciones, profundicemos en el sentimiento religioso que la Semana Santa debe excitar en los cristianos verdaderamente devotos. Como pórtico de estas reflexiones, recuerdo el lamento de los pastoralistas y liturgistas que, para gran parte del pueblo cristiano, la Semana Santa concluye el Viernes Santo, con la muerte del Señor y sus procesiones correspondientes. De hecho, los que buscan en esos días el esplendor de las imágenes, el dramatismo de los “Pasos” de la “Pasión” y “Muerte” del Señor hecho arte, es lógico: se acabó el espectáculo sangriento que impresiona mucho más que el Resucitado. Pero la fiesta no puede concluir en un fracaso, sino en un triunfo, el del silencio orante y expectante del Sábado y el hecho de la Resurrección de Cristo.

              Volvamos los ojos al Crucificado Jesús y al Resucitado. No quisiera equivocarme al decir que el Cristo crucificado ha dominado más el escenario de la historia que el mismo Cristo Resucitado, como si los humanos se sintiesen más cercanos a lo trágico que a lo festivo, a la enfermedad y la muerte que a la vida. Es la Cruz, quizá más que el Cristo crucificado, la que ha tenido más éxito por su más fácil representatividad. Ella ha dominado todas las geografías de la tierra y sigue presidiendo los escenarios de la vida,.

              Recuerdo un solo detalle entre tantos: la inmensa mayoría de catedrales e iglesias desde antiguo, excluidas muchas modernas, tienen forma de cruz. Hay montes coronados por la cruz: está presente en los cruces de caminos, sobre las tumbas de los muertos, en las celdas recoletas de personas consagradas a Dios, en despachos de gente trabajadora, en las aulas de estudio, en las sedes donde administra justicia, etc. Es verdad que la indiferencia religiosa va prescindiendo de este símbolo de paz, de perdón y misericordia, de redención. Pero, en cualquier caso, el que da sentido a la cruz es el Crucificado Jesús.

              Por otra parte, los Cristos Crucificados que ha diseñado el arte universal, curiosamente, reflejan con frecuencia la situación cultural, religiosa y aun social de la humanidad. Cristos como en un trono de gloria en épocas pacíficas y de triunfo del cristianismo, Es el tiempo del Pantokrátor, superación de las primitivas imágenes del Cristo el Buen Pastor, etc. Es el Cristo dueño y dominador de la historia. Cristos contorsionados, sufrientes y doloridos en la agonía más cruel en tiempos cólera y tragedias sociales como la peste, la guerra o en con presagios apocalípticos del fin del mundo. Cristos sin especial significación en tiempos tranquilos y gozosos. Y, en tiempos modernos, la gran revolución artística en la que cada uno dibuja “su” propio Cristo.

              Descendamos desde estas consideraciones históricas a otras más prácticas y funcionales sobre el modo de vivir la Pasión y la Resurrección de nuestro Salvador. Entre tantos autores antiguos y modernos que nos enseñan a vivir esos días santos, escojo a los dos grandes místicos del Carmelo, enamorados del Cristo crucificado y resucitado.

              El que ha intuido la grandeza de la acción de un Cristo crucificado y muerto ha sido san Juan de la Cruz que ha escrito todo un tratado para explicar que Cristo, muriendo en la cruz, en soledad absoluta, “desamparado” de las fuerzas naturales en la pasión y muerte; de la buena reputación de las criaturas, el abandono de sus apóstoles y seguidores, de las cosas terrenales y -lo más terrible: del Padre- “hizo la mayor obra que en toda su vida […] que fue reconciliar al género humano por gracia con Dios” (Subida, II, 7, 11). Y lo más fecundo de esta dramática situación es que funciona en el cristianismo como norma selectiva de los que Dios elige para hacer grandes cosas en su Iglesia. No es norma absoluta, pero sí frecuente, que los santos en la historia de la Iglesia han pasado por grandes cruces y, a veces, una muerte sin consuelo y en la “noche” oscura de la fe llegando a dudar de la misma existencia de Dios.

              El caso de santa Teresa es, aparentemente distinto, pero se cumple inexorablemente la norma: fue elegida para realizar obras grandiosas con un cuerpo enfermizo y fue sometido a la cruz del crucificado Jesús. Se lamentó de que Cristo tratase tan mal a sus amigos y le respondió: “por eso tienes tan pocos”. Dios paga en esta vida con deleites celestiales y con obras sobrehumanas hechas en beneficio de la Iglesia y de la humanidad y en la otra con la glorificación eterna que se celebra en iglesia.

              Teresa tenía poca capacidad para “representar” en su imaginación a Jesucristo como Dios, al menos en los comienzos de su vida orante; y por eso ha escrito una hermosa afirmación teológica: “Yo solo podía pensar en Cristo como hombre” (¡!) (Vida, 7, 6), ¡Ecce Homo! Era el comienzo de sus encuentros con el Maestro interior. Su evolución espiritual hará que lo represente como Dios, Salvador, Amigo, Esposo, compañero en sus trabajos, etc.

              Un momento de plenitud de experiencia religiosa, todavía en el ámbito de la oración ascética, es su encuentro con el “Cristo muy llagado” en el oratorio de La Encarnación que provocó su primera conversión a una vida más profundamente cristiana (Vida, 91, 1). Fue el principio del fin de una vida disipada cuando ella contaba con 39 años de vida. A partir de entonces sus encuentros con Cristo resucitado y glorioso fueron cada vez más frecuentes y profundos en una esplendorosa experiencia mística rica en matices que no se pueden resumir en pocas líneas.

              Prefiero acercar al lector a una vivencia de Cristo que se puede revivir en la meditación de cada día pensando en los grandes misterios que recordamos en la Semana Santa. Es sabido que la madre Teresa enseñaba a practicar una oración meditativa en un encuentro amoroso con el Cristo que el orante hacía presente afectivamente con el recuerdo o la representación imaginaria. Y sobre todo “mirando” a Cristo y “dejándose mirar por Cristo”, aparcando los grandes “conceptos” y “consideraciones” sobre Él. Acompañar a Cristo en sus sentimientos interiores, especialmente en los momentos de su pasión y muerte. Termino esta reflexión en la Semana Santa copiando uno de los párrafos para mí más emocionados que escribió la maestra Teresa.

              “Si estáis alegres, miradle resucitado; que solo imaginar cómo salió del sepulcro os alegrará […]. Si estáis con trabajos o triste, miradle camino del huerto. ¡Qué aflicción tan grande llevaba en su alma” […]. O miradle a la columna, lleno de dolores, todas sus carnes hechas pedazos por lo mucho que os ama: tanto padecer, perseguido de unos, escupido de otros, negados de sus amigos, desamparado de ellos, sin nadie que vuelva por él, helado de frío, puesto en tanta soledad, que el uno con el otro os podéis consolar. O cargado con la cruz, que aun no le dejaban hartar de huelgo [ni respirar]. Miraros ha él con unos ojos tan hermosos y piadosos, llenos de lágrima y olvidará sus dolores por consolar los vuestros, solo porque os vais vos con Él a consolar” (CaminoV, 26. 3-6).

              Textos como éstos abundan en los escritos teresianos en los que ella se presenta como protagonista activa en la pasión de su amado Señor a quien quisiera limpiarle el sudor de sangre en el Huerto de los Olivos o acompañarle en el camino hacia el Calvario. Esa actitud amorosa de la madre Teresa es la que podemos aceptar nosotros, lectores del siglo XXI, al recordar los acontecimientos de la primera Semana Santa. Revestirnos del personaje que quisiéramos haber representado en la primera pasión del Señor: María al pie de la cruz, una de las santas mujeres, Simón Cireneo, Nicodemo. Cualquiera menos uno de los cobardes apóstoles y discípulos.

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