LOS «CAMBIOS» IMPUESTOS NO HAN SIDO BUENOS PARA LOS TIEMPOS SUCESIVOS
Daniel de Pablo Maroto
Carmelita Descalzo. «La Santa»
Llevo días oyendo, con motivo de las próximas elecciones, palabras sonoras, esperanzadoras, ilusionantes, como «cambio», «progreso», «progresismo». Suenan bien a los oídos, pero, oídas tan repetidamente, termina uno por aborrecerlas como un timo o engaño verbal para mover los sentimientos no racionalizados. Pero ¿qué significan en el fondo, qué esconden detrás de su aparente magia que seduce a los molestos con el presente, a los ahogados en su penuria actual y espera o sueñan con un futuro mejor?
Cambiar las cosas existentes, las costumbres, la praxis actual debería ser para mejorarlas, y esa debe ser el proyecto, no sólo la propuesta, de los políticos a sus seguidores y votantes. Pero eso no se consigue con buenos deseos ni con palabras edulcoradas, ni con críticas a los otros. Además, la palabra en sí no significa que todo cambio sea a mejor. El «cambio» atmosférico, por ejemplo, no siempre es bueno, si se pasa de la sequía a la tormenta y a la gota fría; el «cambio» de la salud a la enfermedad, nunca es bueno; el «cambio» de humor en el ciclotímico no es buen síntoma. Ejemplos los hay a cientos. Luego, el mágico «cambio» queda devaluado y es insignificante por su polivalencia semántica. No lo usen más, por favor, que nos aburren y suena a truco para engañar a despistados mentales.
Si leemos la historia, sucede lo mismo. ¡Cuántos «cambios» han existido en tantos siglos desde que el hombre tiene conciencia de existir y pensar y dejar de viva voz o por escrito «lo que sucedió», que es la esencia de la historia! Por referirme a nuestro Occidente cultural, pensemos en lo que supuso la difusión de la ideología de la ley antigua asumida por el judaísmo del «ojo por ojo y diente por diente», del apedrear a las mujeres adúlteras (no a los hombres), hasta llegar a la versión cristiana del «amarás a tu prójimo como a ti mismo», o al «amarás a tus enemigos»; y las palabras de Cristo a la adúltera a quien querían apedrear los de la Ley antigua: «Mujer, ¿nadie te ha condenado? Nadie, Señor. Pues yo tampoco te condeno».
Pensemos en el imperio romano y su grandiosa y genial civilización, que soportó un «cambio» tan profundo y sustancial con la invasión de los pueblos «bárbaros» educados lentamente por el cristianismo. De ese magma cultural y religioso, convulso primero y poco a poco en sosiego, vivió Europa. Son sus raíces profundas: cultura greco-romana, el cristianismo y el germanismo. Y desde la alta edad media, la cultura árabe difundida por el Islam. Esto no significa una apología cerrada de las religiones, ni siquiera del cristianismo, porque también en ellas se encuentran deficiencias incomprensibles, no por los fundadores, sino por sus intérpretes y practicantes.
Existen en la historia otros «cambios» culturales, políticos, económicos, sociales, etc. El Renacimiento fue un movimiento de una significación inmensa para la evolución de la cultura occidental. Supuso un «cambio» el paso del teocentrismo medieval al antropocentrismo; la emergencia del yo y del subjetivismo, sobre los valores objetivos; la potenciación de los estados cada vez más soberanos sobre el feudalismo. Finalmente, vinieron las grandes «revoluciones» de los tiempos modernos, promovidas por gentes con buenos deseos de cambio de la sociedad dirigida por las monarquías absolutas (el Ancien Régime, de Tocqueville), como la Revolución francesa, del siglo XVIII, y laRevolución rusa del comienzo del siglo XX.
Viendo los acontecimientos desde una perspectiva que nos da el paso del tiempo, podemos decir que los «cambios» impuestos no han sido buenos para los tiempos sucesivos ni siquiera para evitar las injusticias del liberalismo y el capitalismo. La revolución francesa, que promocionó el eslogan de «igualdad, libertad, fraternidad», terminó eliminando a los disidentes con la guillotina y haciendo la guerra a sus vecinos para anexionarlos a su territorio. Y la revolución comunista en Rusia no sólo acabó con la familia de los Zares, sino imponiendo una dictadura del proletariado sobre los proletarios y los capitalistas, que duró demasiado y todavía sigue coleando en algunos países sometidos a regímenes totalitarios.
Termino recordando que el deseo del «cambio» está sugerido por la esperanza de un mundo mejor, más justo, más racional y humano. Pero recuerdo también que las esperanzas excesivas se convierten en inalcanzables por irrealizables. Y eso, en nuestra memoria histórica, se llama «utopía», sueño vano, ou topos,en ningún lugar. No obstante, queda siempre como aliciente para seguir soñando, vivir la ilusión del «cambio», conseguir el «progreso» con el cambio a mejor. No está mal, en estas circunstancias, leer o releer el original libro del mártir de la libertad, Tomás Moro, que escribió De optimo Reipuplicae statu, deque nova insula Utopia (1516). Está sugerida por el descubrimiento de América, pero es una idea genial de filosofía política, teniendo en cuenta la cultura judeocristiana y grecorromana.
Dos ideas fundamentales rigen la ínsula Utopía: el igualitarismo por la comunidad de bienes, y la tolerancia de ideas y religiones. Si el «cambio» del que hablan nuestros políticos supone un «progreso» en el sentido de buscar la igualdad (es imposible que sea absoluta)y la tolerancia, también de las ideas religiosas cristianas, sea bienvenido. Si es para echar a los otros para ponerme yo e imponer mis ideas y ideales, es posible que venga el conflicto. El pueblo no quiere más revoluciones ni dictaduras. Sólo desea vivir en paz y con lo suficiente, sin mentiras ni injusticias