Todas las noches, Leónidas, padre de Orígenes, acostumbraba besar el pecho de su hijo dormido por reverencia al Dios que estaba realmente presente en el tabernáculo vivo del corazón de su hijo.
«¿No saben que son templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en ustedes?» (1 Cor 3,16).
Dios está presente realmente en el tabernáculo de cada corazón humano; aquí podremos encontrarlo, pues, aquí habla, escucha, mora, vive y da vida. No es de extrañar que Leónidas reverenciase y «besase el pecho de su hijo», ya que creía que Dios vivía en él.
La presencia real de Dios en la persona exigirá del creyente el mantenerse alerta y «resistir a los apetitos carnales que asedian el alma» (1 P 2,11), evitando toda clase de pecado y no permitiendo que los afanes del mundo roben la paz que regala el Señor. Mas no consistirá la vida sólo en vivir alerta, en luchar contra el mal sino en pensar y atender «a cuanto hay de verdadero, de honorable, de justo, de puro, de amable, de laudable, de virtuoso, de digno de alabanza» (Fl. 4,8) en cada ser humano.
El que se abre a la amistad de Dios, quedará transformado por su fuerza y su presencia: Él invita a vivir en el amor y a permanecer en Él, ya que «el que vive en caridad permanece en Dios, y Dios en él» (1 Jn, 4.16).
Isabel de la Trinidad vivió en profundidad este misterio de la Trinidad, mediante una fe inquebrantable y una entrega total. Así rezaba: ¡Oh mis tres, mi Todo, mi Bienaventuranza, Soledad infinita e Inmensidad en quien me pierdo!, yo me entrego a Vos como una presa de amor; sumergíos en mí para que yo me sumerja en Vos, en tanto que llega el momento de ir a contemplar en vuestra luz el Abismo de vuestras grandezas».