Cuidar la vida

Me encuentro con él al bajar las escaleras y me dice con algo de melancolía: «hay que cuidar la vida», la vida que se va sin darnos cuenta. Viene del hospital…

En un hospital de la ciudad se muere una joven… lentamente, en silencio. Su conciencia es suficiente como para llorar sus errores y lamentar la crueldad de la vida, y las encrucijadas en las que no eligió bien. Muere de sida, terrible desolación.

¿Dónde está Dios? ¿El Dios cercano y amigo que tantas veces nos han predicado? ¿Dónde está Él, que dice que los pobres son sus preferidos? ¿Dónde está?

Está a ambos lados de la cama, en dos enviados (si es adecuado hablar así), una joven y un joven que no paran de hacerle caricias y agarrarle la mano para que no se sienta sola, para que se abrigue por dentro con la cercanía de quienes no piden nada por estar ahí ayudándole a tragar, y a dejarse llevar a la otra orilla.

Hay que cuidar la única vida que tenemos.

En un piso de mi ciudad, algunas jóvenes se reinsertan, se adaptan a la vida normal con la cercanía de personas que emplean parte de su tiempo estando con ellas. Hay quien va una vez por semana y prepara con ellas la comida, y charlan amigablemente y ríen y discuten.

Dios, otra vez, con cara de gente normal, acercando ternura a quienes más necesitan, cuidando la vida en los detalles, en el tiempo compartido.

En una casa de un barrio de nuestra ciudad, una anciana malhumorada y atada a su cama, reclama el cariño y la atención de gente a la que luego paga con exigencias y reproches. Y ella, otra mujer, menor en años, pero ya de edad, sin paga, sin esperar nada, una y otra vez acercándose y cuidando la vida de quien no le dirá nunca gracias.

Me contaron que sucedió: Un grupo de violentos hizo explotar una bomba en un edificio comercial. A esa hora una familia dormía, y el padre se levantó sobresaltado mientras la madre descansaba plácidamente. Se asomó a la ventana, puso la radio. Imaginaba que habría sido algo gordo y estaba inquieto, pero allí seguía la mujer, dormida, feliz. En éstas, el niño más pequeño, por el alboroto, empezó a gemir levemente, ni siquiera a llorar aún, y la madre se despertó sobresaltada y se levantó para ver qué le pasaba. No la despertó la bomba, sin embargo el débil gemido del hijo hizo que el corazón se le sobresaltase. El padre se quedó pasmado. Y contaba esto a los alumnos días después.

Hay gente que cuida la vida con un cariño que no es noticia, que pasa desapercibido. Hay gente ahí, muy cerca de nosotros que da sentido a este mundo hambriento de ternura. Por ellos, por esos que se dan sin esperar, pondré hoy mi vida también en juego, a caminar.

Miguel Márquez Calle, ocd

Amar no es acertar

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