Hace ya muchos años hice mi Primera Comunión… todavía recuerdo las catequesis con aquella monja, no me viene su nombre, también las catequesis a las que no fui porque prefería escaparme a jugar con mis amigos, y el diploma que daban al final, todo un orgullo… Leocadio se llamaba el cura, un hombre bueno.
Algún año después, todavía demasiado pequeño para alcanzar a encender el cirio pascual, entré de monaguillo en aquella misma iglesia gótica. Cuando eres monaguillo conoces lo que hay detrás de la cortina, la estructura de esa imagen debajo del ropaje, dónde se compra el vino de misa y quién hace las formas para la Eucaristía… descubres más de cerca el carácter de algunos sacerdotes y piensas en tus adentros si no custodia la Iglesia dioses de plata y oro, sin corazón, si no se custodia a sí misma en la repetición secular de ritos y plegarias… así piensa el monaguillo en su no entender inocente.
Hasta que un día, al mirar el pan de siempre y pisar el mismo suelo manchado de cera de siglos, se le revela una verdad escondida: una zarza que arde sin consumirse.Y el pan liso y opaco, de repente, tiene ojos y quema, y calma, y despierta una pasión hasta entonces desconocida, en la que se entiende la pasión silenciosa de aquellos que vivieron otro tiempo y ahora están allí como mudos en imagen… pero vivos.
De repente, aquel pan redondo, es como un abrazo a tu tristeza, y una invitación a vivir reconciliado, a reunir en tu pecho tanta decepción y acomplejamiento, y ponerte en pie. De repente aquel pan, que no sabía a nada, misteriosamente sabe a horizontes abiertos, a futuro deseado. Y atisba el niño adolescente tanto como hasta ese momento no había ni imaginado de lejos… Y hay Alguien humildemente despertando su vida en aquel trozo de pobreza, que él había traído en la cajita de metal.
Años después, se sigue iluminando aquel trozo de pan, y la Comunión, se le descubre no solo comunión con aquella mirada del Maestro, sino verdadera comunión con todas las miradas, con todas las lágrimas, fracasos y alegrías. De repente, al comulgar, siente que la misma redondez de la hostia es la redondez de este mundo cansado y esperanzado, y que cuando él comulga se arriesga a soñar, como soñó Jesús, que hay mañana, después de tanta noche, que hay sonrisa después de tanta amargura, que hay esperanza, ¡claro que sí!, después de tanta tristeza.
De repente, ves algo que no puedes explicar, y te quedas en silencio… ¿Para qué decir? ¿Acaso puede alguien creer que una zarza arda sin consumirse? YO SÍ.