«Si pudiéramos atender con plenitud a la vida, nada nos sería rutinario y tedioso» (M. García-Baró).
«Dondequiera que nos detengamos un momento a escuchar con cuidado en silencio, oiremos el susurro de nuestra naturaleza más profunda y los misterios de la profundidad, la llamada del interior» (K. Wilber).
Hay un silencio por dentro, un silencio poco cultivado hoy, y que es raíz de personas sabias, personas con palabra (no con palabrería), un silencio respetuoso de la vida, que no se impone, no vence.
Hoy que el ruido de palabras nacidas desde arriba aplastan voces humildes, se vuelve a renovar el nacimiento de Dios en las palabras silenciosas, escondidas de los que aguardan y viven sin levantar la voz. No tiene más razón quien da más voces, no vence quien gana una guerra, quien alcanza el éxito.No es dueño de casi nada el que más tiene, por el hecho solo de tener; no llega antes quien más corre… No es más feliz quien más se ríe.
Hay un silencio en este ambiente surcado del silbido de misiles, que es respeto de la vida… ¡Cuánta falta nos hace ese silencio! Para descubrir dónde la vida nace y de dónde se aleja.
Y ese silencio nos permitirá descubrir que hay un fuego escondido dentro de las cosas, y que no percibimos por miedo a quemarnos.
Y, aunque María Zambrano diga tan bellamente que «hace tiempo, sí, que las gentes se han vuelto opacas y mudas, como residuo solidificado del fuego que las forjara y que fue su entraña»[1], sin embargo, hoy prefiero las palabras de Eduardo Galeano, invitándonos a considerar la vida de cada hombre y mujer como un fuego invisible:
«Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo.
A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.
– El mundo es eso -reveló-. Un montón de gente, un mar de fueguitos.
Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás. No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende».[2]
[1] María ZAMBRANO, San Juan de la Cruz. De la noche oscura a la más clara mística.
[2] E. Galeano, El libro de los abrazos, Madrid, Siglo veintiuno de España editores 2002, p. 1.