Miguel Márquez, ocd
«Padre mío, me pongo en tus manos;
Padre mío me abandono a ti,
me confío a ti;
Padre, Padre mío,
haz de mí lo que quieras;
sea lo que sea, te doy las gracias;
te agradezco todo, estoy dispuesto a todo;
lo acepto todo; te agradezco todo;
con tal que tu voluntad se cumpla en mí,
Dios mío;
con tal que tu voluntad se cumpla
en todas tus criaturas,
en todos tus hijos,
en todos aquellos que tu corazón ama,
no deseo nada más, Dios mío;
en tus manos entrego mi alma;
te la doy, Dios mío,
con todo el amor de mi corazón,
porque te amo
y porque esto es para mí
una necesidad de amor:
darme, entregarme en tus manos
sin medida;
me entrego en tus manos
con infinita confianza,
pues tú eres mi Padre».
Es la más famosa oración de Carlos de Foucauld, que rezan (algo recortada) todas las noches los Hermanitos de Jesús antes de acostarse. La escribe Carlos a propósito del versículo de Lucas 23,46: «Padre mío, a tus manos encomiendo mi espíritu». (Escritos Espirituales).
Termina el día en Tamanrasset, el 1 de diciembre de 1916, y Carlos de Foucauld, protegido en su fortín, después de haber escrito al viejo amigo general Laperrine y a su hermana María de Blic, ahora, sentado ante una caja que le servía de mesa, a la luz anémica de una vela, terminaba de escribir a su prima María de Bondy palabras que definen toda una vida:
«… nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tenemos para unirnos a Jesús y hacer bien a las almas. Es lo que San Juan de la Cruz repite casi a cada línea. Cuando se puede sufrir y amar se puede mucho, se puede lo más que es posible en este mundo».
Caía la noche fría cuando oyó llamar a la puerta del fortín. Atravesó el patio y, asomado al corredor oscuro, gritó: -«¿Quién es?». -«El correo», respondió desde fuera la voz bien conocida de El Madani, un haratino al que Carlos había dado de comer muchas veces. Carlos enfiló corredor adelante, para abrir la puerta… Al hacerlo fiado de que le traía el correo, se lanzaron sobre él.
Todo sucedió en media hora… De rodillas, atado con los codos detrás de la espalda, era custodiado por un joven tuareg, Sermi Ag Tohra, de quince años. Alguien gritó: «vienen los árabes», (los militares del fuerte Motylisnki), se creó un momento de confusión, y sonó una descarga. «El tuareg que estaba al lado del morabito le puso el cañón de su fusil junto a la cabeza e hizo fuego. El morabito ni se movió, ni gritó. Yo no le creía herido. Solo minutos después vi correr la sangre, y que todo el cuerpo del morabito, inclinándose lentamente, caía hacia un lado. Estaba muerto». (Testimonio de primera mano de un testigo de excepción, Paul Embarek, que durante mucho tiempo fue su compañero y ayudante).
La muerte del Carlos de Foucauld es el final lógico de una vida entregada, abandonada en manos de Dios, expuesta hasta el extremo. Es la muerte que le asemeja de forma definitiva a su Maestro, al que siempre quiso parecerse en todo. Se cumple otra vez la historia de los que aman hasta dar la vida, porque nunca se protegieron tanto que estuvieran a salvo. Al fin sólo queda la confianza, el abandono en manos del Padre.
Hermano universal: una caridad sin medida ni fronteras. Un canto a la amistad
Se hace prójimo de los que están más lejos de toda presencia cristiana. Cuando más adelante no puede ir a Marruecos, se inclinará por bajar al sur, y vivir entre los tuareg. «Yo no estoy aquí para convertir a los tuareg, sino para tratar de comprenderlos». Los árabes pusieron a Carlos el sobrenombre de «hermano universal».
Nos enseña Carlos que la verdadera evangelización no nace como una imposición desde arriba, como ofrecimiento de seguridades incuestionables, como ayuda compasiva que llega desde el lado de los que ostentan el poder. La verdadera evangelización consiste en lograr entrar en el alma de las gentes y escuchar ahí quieto, hacerse hermano de todos, para compartir de igual a igual las riquezas de las que cada uno es portador.
Carlos no puede dejar de hacerse presente como aquel que está cautivado por Jesús de Nazaret, y todo lo que su vida irradia y tiene de fuerza es un reflejo de su Bien Amado Jesús. Situándose a su nivel, tendrá acceso al corazón de estas gentes y aunque no lleguen a abrazar la fe, sin embargo, sabrán que Jesús estuvo entre ellos y su presencia era amor, no recelo, sonrisa, no juicio, mano tendida, no amenaza.
Si leyéramos su vida en términos de obras eficaces tal vez nos llevaríamos una gran decepción. A un siglo de su muerte, lo que nos impacta de este aventurero es la fuerza de su entrega, la pasión de su amor por Cristo y por el último lugar, más que el resultado de sus empresas. Crece en nosotros el pánico a «ponernos en camino», a quedarnos sin nada, a fiarnos de Otro, a explorar nuevas formas de hacernos cercanos al «otro», para conquistar de esa forma la única posible paz duradera: «hacerse todo a todos», «hacerse uno con los más pobres».
Crece la amenaza de fundamentalismos (de todos los signos, políticos y religiosos) que arraigan a la persona en verdades incuestionables, evitando la incertidumbre del pensamiento propio y el vaivén de lo inseguro. Afirmando con cincel sagrado lo que divide frente a lo que une, nombrando lo diferente como lo erróneo, lo de fuera como lo peligroso, creciendo la dificultad para el diálogo y la empatía. Todo acercamiento al «otro» está bajo sospecha de traición de lo «propio y auténtico».
Nuestro tiempo es tiempo de paradojas y contradicciones puestas al descubierto cuando se nos acerca la figura desamparada y sin brillo del amigo de los tuareg, ahondando el drama de nuestro alejamiento de los más míseros. En su vida retorna el reto de la mística, el riesgo de creer en un Dios que ha fascinado a muchos que lo dejaron todo y se perdieron en territorios lejanos con la sola brújula ardiente de Su mirada. Retorna el reto del acercamiento entre todos los pueblos de la Tierra.
Son muchas las palabras que nos sugiere la mirada de Carlos, el marabut de las manos caídas, indefenso de palabras grandes, armado de gestos silenciosos que no convirtieron a muchos, pero fueron misteriosa semilla depositada como un sueño del mañana en la tierra común de todos, hasta que la humanidad despierte de su división y su desgarro.
Carlos de Jesús descansa silencioso en El Golea, junto a la iglesia de los Padres Blancos, sin hacer ruido, tal como vivió. Las letras de la inscripción de la losa están algo gastadas, pero los vientos del desierto no borrarán la memoria del amigo de los tuareg. El desierto mantiene erguida la memoria de los que han sabido vivir y marcharse entregando la vida. Nunca borrará sus huellas.