El Espíritu Santo se regala a aquellos a quienes él quiere y como él quiere.
Ven, Espíritu Santo… alma de la Iglesia, alegría de todo ser viviente, descanso y luz, alumbrador incansable de una nueva creación, música de Dios, gemido inefable que anuncia la victoria de Dios en la pobreza de nuestro barro…
Ven, Espíritu, que soplas sin cadenas a favor de quien quieres y renuevas la Vida según tu sabiduría infinita…Haznos libres delante de ti, rinde nuestra vida a tu proyecto salvador, despójanos y revístenos de ti…
Es un atrevimiento grande pretender decir algo con sentido del Espíritu Santo. ¿Cómo podemos contener el aire? ¿Cómo podemos aquietar el agua? ¿Cómo podemos fotografiar el fuego? ¿Cómo atisbar detrás de cualquier celosía, el amor imprevisible y gratuito de Dios? En las palabras de Jesús, se nos abre uno de los misterios más fascinantes del cristianismo: la libertad gratuita, inaferrable del Espíritu Santo, que es esencialmente libertad de donación y de actuación; libre y fuerte es el amor como la muerte, que no se deja encadenar, ni comprar, ni chantajear.
Dice el Papa en Evangelii Gaudium, 22: La Palabra tiene en sí una potencialidad que no podemos predecir. El Evangelio habla de una semilla que, una vez sembrada, crece por sí sola también cuando el agricultor duerme (cf. Mc 4,26-29). La Iglesia debe aceptar esa libertad inaferrable de la Palabra, que es eficaz a su manera, y de formas muy diversas que suelen superar nuestras previsiones y romper nuestros esquemas.
Emplea el Papa tres palabras que definen la actuación del Espíritu: impredecible, inaferrable, imprevisible; rompe nuestros esquemas… Nos toca ponernos, como Elías, a la puerta de la cueva, en espera sobrecogida, desnudos de lo que conocíamos de Él (intelectual y experiencialmente), para abrirnos a lo que de Él mismo nos llega recién nacido, como una revelación que nos empuja a recrear la vida.
Los sonidos inefables del Espíritu no están contenidos en nuestros registros canonizados ni se someten a nuestros filtros de comprensión. La admiración, el agradecimiento y la adoración son la actitud adecuada por la que se deja abrazar y cuidar la ruah de Dios. El Espíritu sopla donde quiere, sin que le marcamos nosotros el paso, ni le sometamos a nuestros deseos o preferencias… Descalzos ante la zarza ardiente que vio Moisés, entendemos también que el Espíritu Santo se regala a aquellos a quienes él quiere y como él quiere.
En tiempos de fundamentalismos religiosos y de amenazas de muerte para los que no creen en el Dios de la propia fe, de la propia ideología religiosa, que pretende apresar a Dios y adueñarse de la verdad, domesticar lo divino y hacerle valedor de inseguridades, cegueras e intereses particulares.
Cuando este breve escrito salga a la luz habré cumplido 25 años de ministerio sacerdotal. Si hay algo de lo que he sido testigo durante todo este tiempo de gracia es de la libertad del Espíritu para hacerse presente de las formasen que yo jamás hubiera sospechado y en donde no imaginaba. Tengo que rendirme a la evidencia de la sorpresa de Dios que se salta todos los protocolos, los prejuicios y las condiciones que nosotros creíamos indispensables, como carta previa de presentación del mismo Espíritu.
Se me hace presente con verdad deslumbrante que el Espíritu Santo recrea la historia según modos y caminos que sólo Él conoce y que sobrepasan las previsiones de los sabios de este mundo, cuyo entendimiento nunca llega a prever la Vida Nueva que aguarda en la entraña rocosa y oscura del presente. Son tiempos privilegiados para la fe, para estrenar la confianza en el Dios de Jesús, que nos pide fidelidad a Él, contra toda esperanza, contra todo desaliento.
No obstante, al hablar de la libertad del Espíritu, necesitamos urgentemente criterios de discernimiento, claves de comprensión. Hay ciertas señales que indican la libertad del Espíritu, la libertad de los hijos de Dios, algunos «dejos» (como decía Teresa), entre otros que podríamos mencionar, que nos suenan a autenticidad: la obediencia, la humildad, la audacia y la comunión.
El rastro del Espíritu es obediencia al querer de Dios, deseo ardiente y primero de hacer su voluntad, por encima del propio anhelo. Si es Espíritu de Dios, deja humildad, señal inconfundible de su paso. La experiencia de Dios nos hace conscientes de nuestra verdad, nunca en lucha con la verdad de otro. Cuando es el Señor nos abre al riesgo de la confianza, y no nos deja anclados en nuestros miedos. Nos lleva más allá de lo que asegura nuestra vida en la costumbre y la comodidad. Y, finalmente, si es Dios, es comunión. Cuando queremos, en la Iglesia, distinguir qué proyectos han nacido de una escucha auténtica de Dios, lo descubrimos en que su fruto es la comunión, la inclusión, la unión.
El Espíritu de Dios crea familia y comunidad.
Ven, Espíritu Santo… según tú quieras, y regálanos la libertad de los hijos de Dios.