Huida, desierto, montaña, zarza ardiente…
Hacía tiempo que Moisés había huido de Egipto. Era pastor del rebaño de su suegro Jetró. «Una vez llevó las ovejas más allá del desierto; y llegó hasta Horeb, la montaña de Dios. El Angel de Yahvé se le apareció en forma de llama de fuego en medio de una zarza» (Ex 3, 1-2).
Sólo con estos elementos que nos aporta el comienzo del riquísimo capítulo tercero del libro del Éxodo se podría hacer un comentario evocador: Moisés ha huido de Egipto, lugar donde Israel vive esclavo. Va más allá del desierto; Dios siempre se esconde tras el desierto, tras la desnudez y la ausencia de autosuficiencia. Llega a la montaña, símbolo de la presencia y del encuentro con Dios. Allí se le descubre, antes que el Nombre, un símbolo vivo de Dios: una zarza que arde sin consumirse; zarza que impone distancia, respeto y fuego que fascina, atrae, sobrecoge y no se deja asir.
Huida, desierto, montaña, zarza ardiente… Nos regala siempre el texto bíblico una profundidad y capacidad de evocación en sus símbolos viva a miles de años de distancia.
Este capítulo tercero del libro del Éxodo y toda la historia de intimidad entre Yahvé y Moisés sigue teniendo hoy un encanto especial para el que está tocado de Dios, un encanto que se esconde más allá del relato bíblico escrito.
Los elementos más característicos de la oración de Moisés: Adoración e Intercesión.
ADORACIÓN
Resulta llamativo y sobrecogedor que Dios se haya dejado percibir de una manera tan hermosa, sorprendente e incontrolable por Moisés, gratuitamente, sin méritos de su parte. La zarza ardiente matiza y relativiza nuestro lenguaje sobre Dios y lo traslada a lo poético – simbólico, que respeta más la intuición propia de la fe.
Este mismo símbolo indica al hombre una actitud de respeto profundo. Dios no puede ser fotografiado: el fuego es calor y distancia, atracción y respeto, es vivo, dinámico, alegre e indefinible, es bello e inapresable.
Dios dice a Moisés: «No te acerques aquí; quita las sandalias de tus pies, porque el lugar en que estás es tierra sagrada» (Ex 3, 5).
Esta es una de las actitudes más bellas del orante, descalzarse de todo poder, privilegio, autosuficiencia, dominio; desnudarse de toda insensibilidad e impermeabilización. El que se descalza se hace sensible al lenguaje de la tierra, siente el palpitar de la tierra, se hace próximo al barro del cual procede y comprende su limitación y su verdadera grandeza. Esta es la humildad en sentido etimológico y teresiano.
Comenzaremos nuestra oración como Moisés diciendo «heme aquí» (Ex 3, 4).
Dios mismo indica a Moisés la puerta para entrar en una verdadera actitud de adoración: no acercarse irrespetuosamente, y descalzarse. Respetar la grandeza de Dios y desenterrar constantemente la sencillez, la sensibilidad y la capacidad de asombro. Estas dos actitudes hacen posible la adoración.
Moisés se convertirá, a partir de aquí, en el adorador del misterio de Dios. En él se aunarán una intimidad, amistad y cercanía con Dios entrañables, junto al sobrecogimiento y adoración más respetuosos.
«Yahvé hablaba con Moisés cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (Ex 33, 7-11).
Uno de los pasajes culminantes de la vida de Moisés y de todo el Antiguo Testamento es la revelación del nombre de Dios. Esta revelación no constituye el final de un proceso de búsqueda, sino el principio de una misión.
«Yo soy el que soy» o «Yo seré quien seré».
De modo que el ser de Dios se define en su ser y actuar ahora y hacia el futuro. Queda expresado en aquellas palabras:
«Bien vista tengo la aflicción de mi pueblo en Egipto, y he escuchado el clamor que le arrancan sus capataces; pues yo conozco sus sufrimientos. He bajado para librarle…» (Ex 3, 7-8).
En el diálogo con Yahvé descubre Moisés su querer.
- Orar es abrirse a Diosque se manifiesta en este momento de la historia como liberación del pecado y de toda opresión,
- Orar es dejar que Dios pronuncie su Nombre sobre nosotros,
- Orar es dejarse mirar por Él y acoger en esa mirada nuestro propio nombre, nuestra misión.
Adorar, por tanto, nunca será una actitud pasiva, sino la más dinamizadora de las actitudes.
Adorar es dejar que Dios nos contagie sus sentimientos, su prisa por liberar, su querer. Él nos lanza a la misión enamorándonos de ella y de Él. «Una sed de Dios se apoderó de Moisés: en medio de sus trabajos (…) Moisés está perpetuamente entregado a la búsqueda del rostro de Dios, del Dios en el que ha hallado gracia y que le conoce por su nombre» [1].
Los cristianos, enfrascados en el ajetreo cotidiano, tenemos poco tiempo y disposición para poder adorar, tendremos que replantear con valor y coraje los elementos que a Moisés le acercaron al misterio gratuito de la zarza ardiente: huida («me hice perdidiza y fui ganada» dirá San Juan de la Cruz; ¿somos imprescindibles?); desierto (que nuestras seguridades sean puestas en crisis); montaña (escalar decididamente al encuentro con Dios, confiados sólo en Él); zarza ardiente (por más que comprendamos de Él, siempre lo tenemos todo por descubrir, sólo cabe adorar, nunca querer dominar el misterio).
Indudablemente este programa requerirá de nuestra parte, si no queremos caer en piadosas reflexiones y buenas intenciones, tiempos y espacios concretos de dedicación. Sólo orando se aprende a orar, sólo descalzándose se hace uno sensible…
INTERCESIÓN
La adoración convierte a Moisés en siervo de Dios y de sus hermanos. La adoración se traduce en servicio y disponibilidad. Conoce a Dios y se le hace patente la necesidad que tienen sus hermanos. Participa del sentimiento de Dios al escuchar el clamor de su pueblo y dolerse de su sufrimiento. Dios bajará a librarlos en la persona de Moisés. Todo el que de verdad se encuentra con Dios no puede dejar de oír el clamor del pueblo hoy. Es un dato para discernir nuestra oración. El que llegue a adorar de verdad será el mejor capacitado para ser libre y liberar, porque participa de Dios en su voluntad de seguir salvando lo débil y caído.
«Ahora, pues, ve; yo te envío a Faraón, para que saques a mi pueblo, los hijos de Israel, de Egipto» (Ex 3, 10).
Dios le dinamiza, le empuja a la liberación de los suyos, superando sus complejos y aparente incapacidad (tartamudez). Esa incapacidad es la prueba de que Dios es el protagonista y no el profeta.
La intercesión cobra el carácter de pregunta cuando se recrudecen las cargas del Faraón contra los israelitas por culpa de Moisés: ¿Por qué, Señor? (Ex 5, 22-23). El profeta se pone también en el lugar del pueblo cuando no entiende, hace de voz e intercesor del pueblo ante Dios. Estos «por qués» dan a nuestra oración una tonalidad real y sincera. Hoy hay muchos «por qués» latiendo de forma interrogativa en el corazón de mucha gente sencilla, «por qués» que no hay que disfrazar, esquivar o anular con respuestas prefabricadas de teología rancia.
La oración será un lugar privilegiado para encarar sin miedo preguntas mordientes de difícil respuesta, sin ánimo de solución inmediata.
La intercesión de Moisés en favor del pueblo adquiere su expresión más clara en Ex 32, 11-14, con motivo del becerro de oro. «¿Por qué, oh Yahvé, ha de encenderse tu ira contra tu pueblo (…) Acuérdate de Abraham, de Isaac y de Israel…»
¡Cómo se diferencia esta oración de la de algunos profetas de calamidades actuales que desearían ver el mundo castigado hace tiempo por la «cólera divina». Tales psicologías religiosas, en muchos casos, evidencian una alarmante falta de verdadero espíritu cristiano: com-pasión, ternura, bondad, intercesión… y se hacen necesitados, ellos sobre todo, de la piedad de Dios que no alcanzarán con sus «obras impecables»!. ¿Por qué se hace de Dios tantas veces un justificador de nuestras intransigencias?
Una determinada justicia religiosa habría actuado «lógicamente» la destrucción del pueblo, pero la posición de Moisés como «dentro», incluido, no francotirando a su pueblo, por amor a él, marca la diferencia y, lo que es más, arranca a Dios la piedad y el perdón.
Cuando Moisés consigue que se aplaque Yahvé, baja del monte y les habla y reprende sin miramientos, les desenmascara y enfrenta con la verdad. Dios nos hace valientes para expresar la verdad.
[1] LOEW,o. c., pp. 58-59.