Al paso de la oración, debemos reencontrar el hombre o la mujer unificados e integrados que podemos llegar a ser. De mirada única, de presencia entera, de atención centrada. «Aquí estoy» es el mejor modo de iniciar la oración, con el deseo de que todo yo, toda mi persona esté allí, en la presencia de Dios. «Aquí estoy ante ti, con todo lo que soy, tengo y siento». Con mucha frecuencia no estamos donde estamos, anclados en el pasado o angustiados por el futuro, descentrados por tanta luz intermitente de colores, ajenos a nosotros mismos… Se nos olvida el presente hondo, vivo, real, que es nuestra única verdad. No escuchamos, no vemos, no sentimos lo que pasa ante nosotros, porque vivimos descentrados, al amor de muchas realidades que dispersan la vida.
Siempre conviene comenzar a orar reconciliándonos: con nosotros, con Dios, con el entorno. Recuperar la atención interior, tan derramada hacia afuera. Comenzar a amar a Dios es recuperarse a sí mismo.
Decir «Aquí estoy» supone que acepto mi debilidad, mi limitación, mi pobreza. Esto es el comienzo de toda sabiduría. «Aquí estoy, desnudo ante ti». Implica confiarse a El, que nos conoce bien y cuida siempre nuestros caminos. Esta será la actitud de Abraham, la que le hará «nuestro padre en la fe». «Heme aquí», es su respuesta a la llamada de Yahvé (Gn 22, 1).
Si confiar en alguien despierta su capacidad creadora, su originalidad, confiar en Dios nos abre al descubrimiento de algo nuevo y sorprendente en Él.
Abraham creyó contra toda esperanza. Su fe aparece como insensata desde fuera: ¿por qué salir de su tierra? ¿por qué interceder por un pueblo despreciable? ¿por qué sacrificar a su único hijo?
La confianza de Abraham sólo se entiende desde la clave del amor. Su confianza habla de algo misterioso sucedido entre él y Yahvé. Toda la historia de Abraham se entiende desde la fascinación que este misterioso Dios ejerció sobre él.
Recordamos tres actitudes en el vivir y obrar de Abraham:
- Salir
- Confiar en la noche
- Interceder
SALIR
«Sal de tu tierra y de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré… Marchó, pues, Abram, como se lo había dicho Yahvé» (Gn 12, 1. 4a).
Nómada, peregrino, errante… buscando la patria, el hogar prometido por Dios, Abram sale de su casa y se pone en camino hacia un lugar desconocido, fiado en Dios.
El orante, el creyente ha de ser, por definición, un buscador, un peregrino. ORAR es, ante todo, buscar la voluntad de Dios sobre la propia vida. La fe es una aventura, una peregrinación, un riesgo.
La oración de Abraham no es de palabras, sino de gestos y acciones en las que demuestra su fe. Su valor está en lo desconocido de Dios. Desconoce a Dios, al que denomina «El Shaddai», Dios de las montañas. Se convierte en descubridor de Dios por su fe. Estaba solo. La historia de la fe en Yahvé comienza prácticamente con él.
Dios es para él terreno no desbrozado, no andado y, por eso mismo, su vida se convierte también en algo insospechado, arriesgado. Todo el futuro de Abraham pende de un acto absoluto de fe. La fecundidad de su vida y de su posteridad arrancan de su fe y se asientan en la promesa y fidelidad de Dios.
La fe cambia toda su vida y consiste en poner toda su historia en manos de Dios. Cuando la fe es dar a Dios lo que sobra, algo superfluo, unas migajas de obligado cumplimiento, cuando la vida está a salvo y Dios se mantiene en la raya fronteriza que le hemos marcado, cuando Dios es un recurso de emergencia y la fe no roza la vida, no cambia la vida, no cuesta vida, esa fe no nos llevará, como a Abraham, a descubrir el rostro fascinante de Dios, a comer amigablemente con la Trinidad.
Abraham nos enseña que tener fe es atreverse a salir fiados sólo en Él. No es conocer o recitar verdades, sino jugarse la vida por aquél o aquellos a quienes se ama, fe es una manera de vivir, un estilo de estar en la vida. Y crece cuando en los momentos cruciales nos atrevemos a SALIR de nuestra tierra, de la casa paterna, esto es, de nuestras seguridades paralizantes, para anclarnos en la única seguridad que será capaz de llevarnos a alta mar, la de los pobres de Yahvé que sólo esperan en Él la salud y la plenitud.
Salir es responder a la llamada de Dios. La iniciativa la tiene Él. Salimos no caprichosamente, sino tocados por Él. Ponerse en camino es ir al paso de Dios. Y Dios llama siempre enamorando la vida.
Salir obliga a soltar lastre, a desembarazar lo que ata, a dejar lo superfluo. El nómada no puede llevar muchas cosas, sólo se es peregrino del Absoluto, ligero de equipaje.
Al abandonar nuestros nidos de seguridad y echar a volar lo hacemos fiados en su Palabra: «No temas, yo estaré contigo». Su fidelidad y su promesa son la única seguridad.
Santa Teresa decía que «oración y regalo no se compadecen»; añadimos que oración y pereza, oración y asentamiento no se sufren. Orar supone estar abierto a Dios hasta el punto de poder cambiar, no sólo de sitio, sino de actitud, de ideas, de costumbres… «Verdaderamente, amigos, a quien el suelo no le queme en los pies hasta el punto de desear gustosamente cambiarse de sitio, nada tengo que decirle» (Buda).
En otro momento (Gn 22), Yahvé pide a Abraham el sacrificio de su único hijo; y vuelve a demostrar una fe absoluta, poniendo en manos de Dios lo más amado para él. El mismo Dios que le ha prometido una descendencia como las estrellas del cielo, le pide ahora la vida del que puede hacer realidad esa promesa, su único hijo. Ante esta actitud («levantóse de madrugada… se puso en marcha hacia el lugar que le había dicho Dios» (Gn 22, 3), se dispuso a ejecutar la orden de Dios, pero, Él mismo se lo impide…). El Ángel de Yahvé se deshace en bendiciones; parece que la fe de Abraham hubiera tocado lo más hondo del corazón de Dios; la confianza en Él lo vence.
Sin entrar en un comentario amplio de este relato, se nos muestra que el SALIR, del capítulo 12 («Sal de tu tierra…»), no se refiere sólo a una acción puntual, sino a una actitud vital. La fe no vive de rentas, hay que salir constantemente al encuentro de Dios, eso es amor. La leña de ayer, los gestos y detalles de ayer no mantendrán el fuego de mañana. La vida de Abraham fue salir al encuentro de su Amigo, el Dios de las montañas, de Él se fio hasta la locura y la insensatez, movido por amor. Cada vez que Dios le había buscado, allí estaba Abraham abierto a la escucha, dispuesto siempre a obedecer y a caminar en la presencia de su Dios con absoluta integridad.
CONFIAR EN LA NOCHE
La confianza ilumina siempre el incierto camino de Abraham hacia la nueva tierra. Esta confianza, la fe «contra toda esperanza», pasa por la prueba más fuerte cuando se hace la tiniebla.
«Cuando estaba el sol ya para ponerse cayó un sopor sobre Abraham, y fue presa de un gran terror y le envolvió densa tiniebla» (Gn 15, 12).
El sopor, el terror y la tiniebla dibujan la noche de Abraham, es otro momento clave en la vida del creyente. El orante habrá de aprender a «esperar en desnudez y vacío la llegada de su Bien» (San Juan de la Cruz). Este momento es inevitable, es la gran tentación de los orantes, muchos aún no curtidos en la contradicción. Dios desconcierta la vida, y nos despoja de lo accidental de nuestra fe.
«Así como sube hasta vuestras copas y acaricia vuestras más frágiles ramas que tiemblan al sol, también penetrará hasta vuestras raíces y las sacudirá de su arraigo a la tierra. Como gavillas de trigo os aprieta contra su corazón. Os apalea para desnudaros. Os trilla para liberaros de vuestra paja. Os muele hasta dejaros blancos. Os amasa hasta dejaros livianos; y luego, os mete en su fuego sagrado, y os transforma en pan místico para el banquete divino. Todas estas cosas hará el amor por vosotros para que podáis conocer los secretos de vuestro corazón, y con este conocimiento os convirtáis en el pan místico del banquete divino» (Jalil GIBRAN).
Tras sufrir la noche, Dios puede sellar su pacto con Abraham: «Aquel día firmó Yahvé una alianza con Abraham…», por la cual daba la tierra a su descendencia.
INTERCEDER
Interceder es una forma de orar muy bella, por la que alguien se planta ante Dios con humildad para suplicarle en favor de otro. En este caso, Abraham intercede por Sodoma y Gomorra, aduciendo que no es justo que mueran los justos porpecadores.
Interceder es arriesgarse a ser rechazado, es ir ante Dios en nombre de otro que, en este caso, ha caído en desgracia culpablemente. Abraham, desinteresadamente – no pide nada para sí- mantiene con Dios un diálogo en favor de esos pueblos, diálogo familiar, confiado, muy «humano», en el que Dios va cediendo gustosamente a las sugerencias de su amigo.
Hay en Abraham una actitud que le hace digno de dialogar así con Dios: su humildad, la verdadera puerta para abrir el corazón de Dios (Gn 18,27). Así como la arrogancia nos hace incapaces de Él.
No se trata de cambiar la opinión de Dios, sino de gritar para que se haga lo que, en verdad, Él quiere: que el pueblo se salve. Para ello reclama nuestra fidelidad y colaboración.
Dios busca intercesores; se complace en aquellos que claman en favor de otros contra la injusticia, el dolor, la oscuridad, el pecado… para que sean liberados. Dios quiere que intercedamos porque ama a su pueblo.
En Jeremías se afirma que un solo justo habría bastado (Jer 5, 1), y en Ezequiel Dios se queja de que no hay quien interceda: «He buscado entre ellos alguno que construyera un muro y se mantuviera de pie en la brecha ante mí, para proteger la tierra e impedir que yo la destruyera, y no he encontrado a nadie» (Ez 22, 30).
Se intercede porque se ama. El que desprecia al otro no intercede por él. Hoy hacen falta intercesores, y no tanto acusica. Hay que renovar la fe en el ser humano. La intercesión es muestra de madurez, porque logra separarse del ámbito puramente egocéntrico. Es una oración limpia la que nos brinda Abraham en este episodio.
Se intercede plenamente desde dentro del pecador, desde dentro del mal, la oscuridad y el vacío que viven los hombres, no como quien se sabe a salvo, libre, con las manos limpias, sino desde el NOSOTROS. Sólo así la oración de intercesión es un grito, un clamor sincero, y no una fórmula bella.
Estos son algunos de los rasgos de la oración y actitud de Abraham, nuestro padre en la fe. El nos obtenga de Dios una fe ardiente y viva, capaz de testimoniar esperanza; una amistad que crezca en confianza atrevida; para poder ver su rostro.