La discusión

En este final del curso estamos algo agobiados, tensos, cansados, y muchas veces nos traicionan los nervios. En tantas ocasiones la responsabilidad nos ahoga la espontaneidad. Con frecuencia lo pagamos con los que tenemos más cerca. Tal vez es inevitable.

Pensando en la facilidad con que algunas personas se enfadan y discuten, se me ocurrió el otro día este relato, este diálogo entre dos monjes, como una invitación a serenarnos y a dejar correr el viento, a pasar la página, para poder vivir:

– ¡Vamos a discutir!, dijo un monje a otro… estoy aburrido.

– No, dijo el otro, hoy es un día demasiado hermoso para discutir.

– ¡Vamos a discutir! dijo el monje otro día… está nublado y tengo el alma decaída.

– No, dijo el otro, hoy es un día lleno de misterio y encanto, a propósito para estar a solas y mirar la vida tal cual llega.

– Vamos a discutir!, dijo nuevamente el monje a su compañero un día en que las tareas les habían crispado y agotado a los dos y las fuerzas faltaban.

– No, replicó el pacífico, hoy es un mal día para discutir, porque sin paz no se puede discutir bien.

– ¡Vamos a discutir!, dijo el inconforme. Hoy el abad se equivocó y tú no hiciste ni dijiste nada.

– No. Yo pretendo ser también abad de mi propia alma y de mi vida y me equivoco a cada paso, sin que mi alma se vaya o se rebele contra mí. Si no se equivocara el abad, no serviría para padre.

– ¡Ah, por fin has entablado una discusión conmigo! ¡Por fin te he hecho defender tu opinión distinta. No has sabido esquivarme esta vez!

El monje tranquilo respondió:

– Sí.

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