Secundino Castro
La aparición a María de Jesús Resucitado, como recuerda san Ignacio de Loyola en sus Ejercicios, no se halla en la Sagrada Escritura, pero «se tiene por dicho en decir que apareció a tantos otros». La idea se remonta a la patrística griega y hace algunos años fue objeto de un curioso debate. En una revelación de Jesucristo a santa Teresa éste le comunica «que en resucitando había visto a nuestra Señora, porque estaba ya con gran necesidad, que la pena la tenía tan absorta y traspasada» (CC 13,12).
¿Por qué los evangelistas no han consignado la aparición a María, dado que no parece posible que ella no haya gozado de la experiencia pascual? La respuesta es bien sencilla. La experiencia del Resucitado, tal como la abordan los evangelistas, al contemplarla en las diversas figuras, supone por parte de éstas una fe imperfecta en el misterio y persona de Jesús. Al no situar a María en ese contexto, quieren significar que su adhesión a Jesús siempre se realizó en forma plena. A ella no la turbó la duda como a los otros personajes protagonistas de los sucesos pascuales. María estaba firme en la fe de Jesús. Pero la experiencia pascual es un salto inaudito en esa fe.
El mejor procedimiento para aproximarnos a la experiencia mariana del Resucitado es seguir el ritmo teológico-literario de cada uno de los evangelios. En otras palabras: intento brevemente descubrir qué sentimientos hubieran resaltado en ella cada uno de los evangelistas, de habernos narrado tan luminoso y dulce encuentro.
Según Marcos, sería la sorpresa lo que más la impactó. Fue como un éxtasis. Como aquel que puso punto y final a la vida de Teresa de Lisieux. Jesús aparece ante María como lo nunca imaginado. Marcos representa el salto de la vida ordinaria a la vida trascendente. Sorpresa envuelta en un cierto terror: «con gran temblor y espanto»(Mc 16,8). El miedo se produce por la majestad de lo sagrado que supera todo conocimiento. El ángel de la Encarnación (Lc 1,26-38) en comparación con la presencia de Jesús resucitado supone una distancia casi infinita. La resurrección supera toda figuración según Marcos, que por eso no nos narra ninguna aparición de Jesús (téngase en cuenta que Mc 16,9-20, aunque es un texto inspirado no pertenece al Marcos auténtico). Para María como para Jesús la experiencia pascual es un paso en el novum, en lo incognoscible de Dios, en lo tremendo de su ternura. «Y no dijeron nada a nadie porque tenían miedo» (Mc 16,8), dice Marcos de las mujeres que oyeron el mensaje del ángel, un joven vestido de blanco, símbolo de la trascendencia y de una nueva humanidad. Los ojos de María quedaron deslumbrados por tanta luz, tanta novedad.
Siguiendo a Mateo, María experimentaría el mundo escatológico y nuevo que ella había leído en las Sagradas Escrituras. Las promesas del Antiguo Testamento se cumplen ahora en Jesús. Todo queda desbordado por la realidad presente. Las rocas que se abrieron cuando muere Jesús (Mt 27,51) eran el presagio de que el mundo antiguo se desmoronaba y comenzaba una realidad nueva. Ella se siente el verdadero Israel, eternamente fecundo (Mt 1,22-23). Ahora María comprende cómo las Escrituras alcanzan su cumplimiento. Experimenta a su pueblo, y se experimenta a sí misma como lo más íntimo y bello de ese pueblo (Mt 2,11). Al ver a su Hijo, entendió cómo todo había sido una promesa que ahora se convertía en cumplimiento nunca soñado. El sentido de Israel se explicitaba en su apertura al mundo (Mt 28,19). El horizonte de su querido Israel eran las naciones.
Desde la perspectiva de Lucas la experiencia mariana se transfigura en humanidad y ternura. Ella es aquella jovencita, en la que Lucas veía encarnada la Sión de los profetas, la que pedía que germinara en ella hasta desbordarla la palabra de Yahvé (Lc 1,26-38).
Luego Lucas la ha contemplado como el arca en camino (Lc 1,39-45) hacia Jerusalén (la visitación). Por otra parte, este evangelista ha magnificado la figura del camino (Lc 9,51-19,28), que inició Marcos (Mc 8,27-10,52), añadiendo también la idea de cenáculo, donde Jesús aparece finalmente ante sus discípulos: el camino de Emaús termina en el cenáculo (Lc 24,13-49).
Cuando ahora María se encuentra con el Señor, descubre ante todo que es su Hijo. No olvidemos que las experiencias de ternura y de compasión están muy presentes en Lucas. Ante la luz del Resucitado ella también palpa cómo para llegar hasta aquí ha necesitado recorrer igual que los de Emaús un largo camino. Posiblemente ahora se da cuenta de que en muchos de los tramos de ese camino, donde quizás experimentó un cierto abandono en la prueba de la fe, sentía que dentro de ella también algunas veces ardía su corazón. Era su Hijo que la acompañaba invisible, aun en los días de su Pasión.
Descubre, pues, a Jesucristo como el final de los largos caminos de la Escritura. Ella que era tan amante de la palabra, conocía bien esos caminos, que sólo, ahora en estos momentos, se le manifiestan como ráfagas de luz hacia el misterio.
María ve en su Hijo resucitado aquello que en la última cena había anunciado y celebrado: que su persona podía injertarse en el discípulo. Descubre el sentido de la Eucaristía y de la comunidad. La Resurrección ha permitido que su Hijo esté ya siempre vivo y presente en el grupo. Caminos y Eucaristía son lo más esencial de la experiencia pascual lucana. Su ternura materna encuentra aquí su cenit.
A María Magdalena la prohibirá Jesús que lo continúe agarrando (Jn 20,17), porque quería retenerlo al modo de antes de la Resurrección, pero para su madre no existirá esa prohibición porque ella ha comprendido el misterio: pues sabe que su Hijo en adelante estará en el Espíritu, en la Eucaristía, en la comunidad, en los labios y en el corazón (Rm 10,8) del cristiano; aquella forma carnal de relación de la vida pública ha dado paso a otra más intensa, más viva, más fruto del Espíritu Santo, que desde la Encarnación reposa con plenitud en ella: La llena de gracia.
Ante la visión de su Hijo también experimentó, como consta por los Hechos de los Apóstoles (Hch 1,12-14; 2,1-13), que la percepción plena del misterio sólo tendría lugar con la llegada del Espíritu Santo, aquel que un día la había envuelto como la nube del Éxodo, de la tienda y del templo, y que había depositado en su interior (corazón y cuerpo) al verbo de Dios. Ahora también al Espíritu le incumbe abrir el alma y el corazón de los creyentes para hacerles posible el sentido de Cristo Resucitado (Lc 24,45).
En Juan se descubren principalmente tres vertientes en relación con la resurrección: nupcial, nueva creación y misión.
El aspecto nupcial se detecta fácilmente en el encuentro de Jesús y de María Magdalena en el huerto (Jn 20,11-18). La figura de María en el evangelio de Juan no es ajena a este aspecto, piénsese en las bodas de Caná (2,1-12) y en el pasaje de la cruz (Jn 19,25-27). Si Juan hubiera narrado ese encuentro pascual indudablemente le hubiera envuelto en tono nupcial. Jesús para Juan, ante todo, es el novio (3,29).
Ya hemos dicho que los evangelistas no han relatado este suceso porque implicaría algo negativo para María. Como vemos en el caso de la Magdalena, va en tinieblas y busca a Cristo (Jn 20,1); en María esto no era posible. Ella es la novia ideal, nunca infiel. Desde esa perspectiva es posible percibir el encuentro con Jesús. Con toda seguridad por la mente de María pasaría el Cantar de los Cantares. Tantas cosas se cruzarían por su corazón; su consagración virginal como deseo de no ser nada, ni siquiera aspirar a lo que todo el mundo aspiraba, ser la madre del Mesías; porque la virginidad de María hay que situarla más en relación con la humildad que con la sexualidad: anhelo de no ser nada, sino sólo amar y buscar la voluntad de Dios como únicoideal.
El segundo aspecto joánico es el de nueva creación. En efecto, en el relato del cenáculo se pone de relieve la nueva realidad. Jesús insufla (Jn 20,22; cf. Gn 2,7) como el nuevo Yahvé, sobre sus discípulos para hacer surgir la nueva creación. Esta nueva creación está en relación con el Espíritu. Entonces María, al contemplar a Jesús Resucitado, percibe que los tiempos nuevos, soñados por los profetas, han llegado. La nueva era del Espíritu ha comenzado y toda la realidad va a quedar revestida de esa luz, que emana de Cristo, que se revela así, como el novio de la alianza (Jn 3,29). Un aura de nupcialidad y belleza lo aroma todo.
Finalmente, el capítulo 21 de Juan sitúa la Resurrección dentro de la misión. Los 153 peces grandes (Jn 21,11), capturados, sin que se rompa la red, como es obvio, no son peces, sino hombres de todas las razas. En la red de Cristo (Iglesia) caben todos los pueblos. Ese es el pensamiento del evangelista. En la percepción mariana del Misterio indudablemente se encontraba también el hecho de la universalidad de la Iglesia. Ese ser que ella contemplaba vivo, su Hijo, era el deseado de las naciones. Estaba destinado a todos los pueblos. Desde su resurrección, los apóstoles se sentirían reconfortados para contagiar la verdad de su mensaje a los hombres perdidos en los mares del mundo. María captó lo difícil de la misión o, mejor, la imposibilidad de llevarla a cabo si él no estuviera presente en medio de los suyos (Jn 15,5). También en medio de esta misión Jesús confiere a Pedro la dignidad del primado.
Y ahora María comprendía de verdad lo que pasaba por su corazón aquel tiempo, en que Jesús estuvo ocultó en ella. Unos versos de Juan de la Cruz se lo esclarecían:
¡Cuán manso y amoroso
recuerdas en mi seno,
donde secretamente solo moras,
y en tu aspirar sabroso,
de bien y gloria lleno,
cuán delicadamente me enamoras!