Secundino Castro
La vida de Teresa de Lisieux transcurre entre 1873 y 1897 [1]. Muy corta en años, pero plena en experiencias humanas y religiosas. Podemos decir que fue una vida colmada de humanismo. Su existencia se desarrolló en una clausura religiosa desde los quince años. Lugar elegido por ella como consagración al Dios que la requería a su intimidad para servicio de los demás. Vivió su entrega al Dios que la llamaba en una comunidad teresiana. Esos espacios soñados por Teresa de Ávila en los que se combina el silencio con las relaciones personales, en un grupo en el que se pretende el establecimiento de lazos de fraternidad, de amistad, de familia y de alma. Ese va a ser el ámbito donde ella ejerza el amor (la caridad), el precepto central del cristianismo en su aspecto fraterno, con la máxima intensidad, hasta llegar a idolatrar al otro como lo hizo el Dios encarnado que lo amó hasta el extremo (Jn 13,1) hasta dar la vida, hasta desangrarse plenamente.
Un amor universal
Teresa se consumirá también por sus hermanas en un vivir día a día en obsequio de ellas. Pero su centro de irradiación no será solamente el monasterio, alcanzará el mundo entero, viviendo esa realidad de su fe que manifiesta que la vida entregada a Dios alcanza al universo. Ella tiene conciencia de que le entrega su vida por las misiones y muy en concreto por la fidelidad de los sacerdotes a su misión, que consiste en el servicio a los cristianos y a toda la humanidad, al ser humano (MA 69v, nota 308).
Modalidades en el amor
Pero veamos en concreto el modo en que se fue realizando este servicio a la caridad. Como es natural se efectuó al ritmo de su comprensión religiosa, motivo originante de toda la actividad de Teresa. Educada en una familia en la que se enseñaba el buen comportamiento con los demás y el afecto como actitud elemental derivada de la vivencia religiosa intensa, tal cual se vivía en aquella familia, la caridad se ejercía como forma normal de estar. Pero no por ello dejaba de ser muy viva. En este ámbito se desenvolvió la vida entera de Teresa niña.
La caridad en grado intenso.
Teresa considera la noche de Navidad de 1886 como un momento excepcional en su vida, En efecto, hasta entonces, debido a diversas causas familiares, su sensibilidad había quedado resentida, a flor de piel, por cualquier motivo lloraba. Su existencia resultaba muy difícil para ella y para los demás.
Esta situación vino a quebrarla un acontecimiento: la misa de media noche de Navidad del año referido. Después de esa celebración. se sintió inesperadamente cambiada. De una niña sumamente frágil surgió una joven de hierro. Merece la pena que escuchemos sus palabras: “Fue el 25 de diciembre de 1886 cuando recibí la gracia de salir de la niñez; en una palabra, la gracia de mi total conversión” (M A 45v). Teresita va a denominar, como acabamos de ver, a este acontecimiento, conversión. En realidad, se trata más bien de maduración, pero como va a estar envuelto en una serie de presencias religiosas, quizás ella está en lo cierto al denominarla así. Porque “aquella noche de luz comenzó el tercer período de mi vida, el más hermoso de todos, el más lleno de gracias del cielo…” (M A 45v).
Teresa va a sentir cómo la gracia se apodera de ella. Y pensará que Jesús más misericordioso con ella que con los apóstoles, cogió el mismo la red y la tiró. “Hizo de mí un pescador de almas y sentí un gran deseo de trabajar por la conversión de los pecadores” (MA 45v), deseo que no había sentido antes con tanta intensidad. Así se abre a la misión. Va a entender su existencia como servicio a la Palabra que busca al ser humano. Pero será la caridad en toda su expresión la que llegue hasta ella. Un amor desbordante que la traspasa y anega hasta convertirla en la caridad misma como veremos. Teresa afirma sencillamente hablando de este momento: “Sentí la necesidad de olvidarme de mí misma para dar gusto a los demás; y desde entonces fui feliz” (M A 45v).
En Teresa la ascensión a la caridad o amor tendrá dos momentos. En el primero va a prevalecer desde el punto de vista psicológico la persona de Jesús, Dios-hombre. De quien va a sentir tal amor que constituirá el centro de todas sus aspiraciones. El amor a los otros no se va a entender sin este punto de referencia. Por eso me voy a detener primeramente en el análisis de este aspecto.
El amor a Jesús raíz de todo.
La historia de Teresa de Lisieux sólo se entiende si se tiene presente su radical orientación a Dios desde siempre, desde que fue consciente. Enseguida percibió el mensaje central de la fe, que una de las personas divinas había aparecido en la tierra. A partir de esa percepción dicha persona fue el objeto central de su corazón y hacia él se proyectó rauda como una flecha. Ya de niña sintió su enamoramiento. Un momento especial de este tiempo fue su primera comunión. El encuentro con él en ese instante sagrado viene definido por ella como fusión. Fusión quiere decir transformación, identificación (MA35r).
“Yo seré el amor”
Este amor fue creciendo. Así nos lo revelará ella misma que llegará a decir que lo sentía por dentro. Incluso percibía que él era el que llenaba de luz su alma para guiarla en el camino de la vida. Mientras tanto amaba a su alrededor a sus hermanas viendo en ellas oculta la persona de Jesús, su Amado (MC 11r-12). Su amor era tan grande en ese sentido que se dio el caso de que la religiosa que psicológicamente más le desagradaba, llegó a pensar que Teresa la idolatraba (MC 13v-14v). Se comportaba con ella como si ella fuera Jesús, su amado. Esto nos puede hacer ver hasta qué punto amaba Teresa a los otros porque veía en ellos la presencia de Jesús .
De este amor a Jesús nació la vocación misionera. Jesús, su amor, había muerto por todos, también ella quería hacer otro tanto. El deseo misionero tenía por objeto darle lo mejor al otro. Olvidarse de sí para dar gusto a los demás como había sentido en la primavera de su vida, la famosa noche de Navidad.
El amor a Jesús llega a límites insospechados, de tal forma que desea ofrecerse como ofrenda de amor a él. Dios quiere descargar su amor por la humanidad y no encuentra quien desee recibirlo. Ella se ofrece a acoger ese fuego, que siente irrumpe sobre su persona. Es el momento en que percibe que le gustaría tener todas las posibles vocaciones que señala la Biblia (MB), las vocaciones de su Iglesia, que tienen por objeto el servicio total al ser humano. Y es aquí en esta universalidad de servicio, cuando Teresa llega al culmen del amor, al quererse convertir ella misma en puro amor, en llama viva: “En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor” (MB3v). Nadie a lo largo de la historia se ha atrevido a proclamar una identificación semejante.
Amar al otro hasta el extremo.
A pesar de este amor ardiente por su prójimo, Teresa al final de su existencia reconoce que se le va a revelar más plenamente el misterio de la caridad fraterna o amor al otro. En efecto, Teresa nos dirá que su objeto directo de amor hasta ahora había sido el Señor. Reconoce que su amor al otro era como mera derivación del que tenía a Jesús.
Sentía que apenas se había fijado directamente en el prójimo y no había caído en las palabras del Señor: “El segundo mandamiento es semejante al primero, amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39 ). Quizás Teresita lo que quiere insinuar aquí es que no es suficiente con amar al prójimo porque así lo quiere Dios, sino que es un mandamiento, y que ese amor debe recaer en el prójimo como si fuera un sujeto autónomo. El prójimo tiene entidad, aunque esa entidad se nutra de su filiación divina. Pongamos un ejemplo. ¿Qué diríamos si hubiera una madre que ama a sus hijos porque Dios lo quiere? Nos parecería extraño, y tendríamos la sensación de que los niños apenas gozarían de significación. O que un joven amara a su prometida porque Dios lo quiere.
Teresita descubrió que había otro mandamiento muy semejante al primero. Es evidente que cumpliendo bien el primero se vive el segundo, pero como que este segundo exige realizarse con cierta autonomía. Es otro mandamiento, muy semejante al primero, pero otro.
Amor, como el de la última cena
Mas lo que le golpeó a Teresita fue lo acontecido en la última cena de Jesús, cuando este promulga el mandamiento nuevo (MC 11r-13r). Su mandamiento, que consiste en que sus discípulos se amen entre sí como él los ha amado (Jn 13,35). Y aquí se le abre a Teresa un nuevo horizonte, amar al otro, a la altura de Jesús. Ella comprende que es una empresa imposible, si Jesús mismo no ama en nosotros o deposita en nuestro corazón su propio amor. Es más, piensa que nos reveló su mandamiento para podernos conceder esa gracia. Tal forma de amar es la que nos va a distinguir del resto de los humanos, va a ser nuestra identificación.
A partir de este descubrimiento, es decir, que el amor al prójimo es un mandamiento similar al primero y sobre todo que debemos amar al otro como Jesús le ha amado, Teresita comprendió que se le había revelado la naturaleza más íntima de la caridad (MC 11v). Comienza una relación especial con las hermanas, como si ella fuera Jesús. Ya no sólo acepta aquellos defectos que aparecen en algunas de ellas, sino que las comprende a fondo. Parte del hecho de que Jesús las ama e intenta actuar como actuaría él. Sabe que el verdadero amor sólo se expresa dando la vida. Y es cuanto hace nuestra carmelita. En Teresa resuenan también aquellas palabras del evangelio: “Amad a vuestros enemigos y haced bien a quienes os calumnian y persiguen” (Mt 5, 44). En el Carmelo no hay enemigos, pero sí hay simpatías. Por eso ella buscaría a aquellas religiosas que le resultaban menos agradables, llegando a verdaderos extremos en la delicadeza.
Morir de amor también por los otros
Teresa descubre la caridad en su realidad más honda al final de su existencia. También Jesús la manifestó al mundo los últimos días de su vida, en la última cena cuando se disponía a dar la vida por los demás. El amor sólo lo es de verdad cuando supera a la vida. Teresa deseaba morir de amor. Esa muerte de amor era por Dios. Pero una vez que descubrió el misterio hondo de la caridad, en que el hermano cobra identidad y no se pierde en la única realidad, sino que en ella toma autonomía, percibió que su amor recaía también directamente en el hermano. Su vida también se inmola por él. Por ello cuando pocos antes de morir, sus dolores se hacían irresistible y después de que toda la vida los había deseado para mostrar su amor a Dios, ahora también los sentirá por amor a los otros: Dirá ¡Nunca: “¡Nunca hubiera creído que fuese posible sufrir tanto! ¡Nunca! ¡Nunca! No puedo explicármelo, a no ser por los ardientes deseos que he tenido de salvar almas” (CA, 30 de septiembre).
[1] Cito los textos de nuestra autora por Teresa de Lisieux. Obras completas. Traducción de Manuel Ordóñez Villarreal, OCD., Burgos, Monte Carmelo, 1996.