«Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra»
Es conocida la insistencia de Teresa, sobre todo en los últimos días de su vida, en que ella le había pedido a Dios no permanecer inactiva en el cielo, sino volver a la tierra a trabajar por la Iglesia. Pero no sólo trabajar, sino también hacerse presente y dejarse sentir. Veamos lo que escribe a un misionero: «Le prometo hacerle saborear después de mi partida para la vida eterna la dicha que puede experimentar al sentir cerca de sí a un alma amiga… una conversación fraterna, que maravillará a los ángeles, una conversación, que las criaturas no podrán censurar, porque estará escondida para ellas» (C 261).
En este mismo sentido decía a otro misionero: «La distancia nunca podrá separar nuestras almas, y la muerte misma hará más íntima nuestra unión. Si voy pronto al cielo, pediré permiso a Jesús para ir a visitarlo» (C 193). También decía: «Cuando me haya ido, no creáis que me voy a conformar con miraros desde lo alto del cielo. No, ¡bajaré!» (UC 13,7,3).
Escribe su hermana Celina: «El otro día le leía yo a mi querida enferma un pasaje sobre la bienaventuranza del cielo, y me interrumpió para decirme: No es eso lo que me atrae. ¿Pues qué es? ¡El amor! Amar, ser amada y volver a la tierra para hacer amar al amor» (U.C /G 4,7).
Por su parte, la Madre Inés en el Cuaderno amarillo, recoge algo que también testifica sor María del sagrado Corazón en los Procesos. «A sor María del Sagrado Corazón que le decía»: «¡Qué tristes nos vamos a quedar cuando nos dejéis!». «No, ya veréis, será como una lluvia de rosas» (UC 9,63).
Teresa, desde siempre sintió pasión por la Iglesia, derivada de su amor único, Jesús. El amor a Jesús fue en ella un amor teologal, pero que copó tan profundamente su ser que resultó ser también humano. Ella como mujer estaba perdidamente enamorada de Jesús. Lo teologal y lo psicológico formaban un todo. Tal era el estado de apasionamiento que llegó a escribir en el muro de su habitación: «Sólo existe Jesús».
Su amor era tan intenso que ella y ese amor que la quemaba eran uno. Por eso cuando nos describe cómo buscaba su vocación en la Iglesia recorriendo los diversos lugares que le proponía san Pablo, nos revelará que no encontraba ninguno que la contentara, hasta que pensó que si la Iglesia es un cuerpo, como dice el Apóstol, tiene que tener un corazón. Y de repente le vino la luz y pensó que en ese corazón ella sería el amor (B 3v). Es curioso, a lo largo de la historia religiosa nadie ha sido definido como amor, si no es Dios (1Jn 4,8).
Su amor tenía todas las características del amor ágape. Para ella sólo existía el otro.Y las cosas que le preocuparan al otro, eran su propia preocupación. Por ello la pretensión única de Teresita era la Iglesia, los hombres, porque esas eran las de Jesús. Por eso diría que no descansaría hasta que el último día el ángel tocara la trompeta y pusiera fin a la creación. Refiriéndose a la noche de su conversión nos dirá que desde aquel día se olvidó de sí misma y fue completamente feliz (A 49v).
Esta pasión empezó fundamentalmente en aquel momento en que observó en una estampa cómo caía la sangre del Crucificado y nadie la recogía (A 45v). A partir de ahí empezó esa sed de almas que la devoraba. Más tarde le gustaría que la llamaran madre de los pecadores. El caso Pranzini fue el detonante (A 46v). A partir de aquí toda su vida no tenía otro sentido que entregarla por la salvación del mundo. Se sentía el amor del corazón de la Iglesia que ponía en movimiento todo. Mientras tanto la pasión por Jesús se desbordaba sin límites.
La entrega al amor misericordioso fue otro momento central de este desborde (A 84v). A partir de entonces, lo que venía sintiendo, ahora se convertía en fuego devorador, en llama consumidora. Ya el día de su profesión le había pedido al Señor la salvación de todos y la liberación de los que se hallaran en el purgatorio; pero ahora este ardor era mayor (A 76 v). La conciencia misionera que siempre había pervivido en su corazón se desata de forma incontrolable. Sólo así se explica todo el manuscrito B, que es como la Llama de amor viva de Juan de la Cruz prendida en la carne de una joven mujer. Todo arde en ella, es «el amor que consume y no da pena». Por eso poco antes de morir en medio de los terribles dolores que la aquejaban, diría: «no me explico tanto sufrimiento si no es por los deseos que he tenido de salvar almas». Y expiraría con la palabra amor. Mirando al crucifijo diría, «Dios mío, os amo». (UC 30,9).
Pero comprenderá que el amor no es un mero sentimiento, aunque sea muy profundo; el amor es entrega, donación a la persona amada. Esa entrega, ya lo hemos dicho, tiene como objeto a Jesucristo. Y Teresita se decide con la misma intensidad a amar lo que el ama: el mundo, la humanidad. Esto está tan incrustado en ella que no comprende que su actividad tenga que cesar con la muerte.
Tampoco es frecuente oír hablar a los santos de esto. Es cierto que en las vidas de algunos se lee que dicen a aquellos que se afligen con su partida a la eternidad que les van a ayudar desde el cielo más que desde aquí, pero en general la entienden como una ayuda que les va a llegar por su intercesión. De modo que podemos decir que el caso de Teresita es único. Es una auténtica vocación.
Pero antes de proseguir conviene que detenernos unos instantes en considerar en qué consiste la intercesión de los santos. Desde los primeros momentos de la Iglesia ésta tuvo conciencia de que formaba una comunidad en el Espíritu. Aquella intercomunicación de que hablan Pablo y Juan, la comunidad comprendió que no se limitaba a este mundo. Nació así la idea de la comunión de los santos, que llegó a introducirse en la profesión de fe. Los santos en el cielo interceden por nosotros.
¿Se refería Teresita sólo a eso? No. Ella habla de una presencia más próxima con los que estamos en el exilio.Veamos algunas de sus afirmaciones:
«Tengo la confianza de que no voy a estar inactiva en el cielo. Mi deseo es seguir trabajando por la Iglesia y por las almas. Así se lo he pedido a Dios y estoy segura de que me va a escuchar» (C 254).
«Presiento que mi misión va a comenzar, mi misión de hacer amar a Dios como yo lo amo, de enseñar mi caminito a las almas» (JEV,85).
«Quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra» (JEV).
Los santos se hallan presentes en nuestra vida a través de Dios que se encuentra en todas partes e inhabitan trinitariamente en nuestro corazón. Los santos, entonces están junto a nosotros e interceden. ¿Su intercesión no se realizará en la línea del carisma al que Dios los llamó?
¿Cómo veía las cosas Teresita? Ella se imaginaba que los santos en el gozo y la contemplación de Dios intercedían por nosotros, pero como sin dejar aquella beatitud. Ella dirá que le pedirá permiso a nuestro Señor para bajar a la tierra. Y dice que no es incompatible estar en la visión beatífica y descender. Ella pensaba que era compatible la Bienaventuranza con su acción misionera aquí abajo. La idea de volver era algo que la obsesionaba los días previos a su muerte.
Pero parece que en los deseos de Teresa, que se confunden con su vocación, se da además la pretensión de dejarse sentir a las personas a las que les hace el bien, aunque en lo oculto, como Jesús, que sólo mostraba lo humano. Esta presencia activa la han notado muchos. Se podían citar en este sentido los famosos siete volúmenes de gracias que se recogieron en los años previos a su canonización. Esa presencia se percibió en el mundo más al principio, pero también hoy acaece. Es como su estilo; es como si no se la pudiera invocar sin que se la sienta. Eso es lo que ella prometió al P. Bellière, como hemos visto, a otro misionero y a religiosas de su comunidad.
Desde este punto de vista se enriquece considerablemente el sentido de misión en Teresa. Su ardor misionero es tan grande que no se sacia con la entrada en la eternidad, continua allí y desde allí revierte y quiere tornar a la tierra para desde esa nueva faceta continuar. Jesús en el evangelio de Juan recibe el título de Enviado. El Padre lo envía desde su seno al mundo y por medio del Espíritu Jesús continúa en la misión. De esto participa Teresita de forma singular. Nadie pudo infundir en el corazón de esta joven tales sentimientos si no fuera el Espíritu Santo. Lo más constitutivo de Teresa de Lisieux es el amor y su efecto más inmediato es la misión, que no se [JCPV1] termina con su ida al Padre, y que hace que de forma especial se halle entre nosotros, dejándose sentir de miles de maneras, pero siempre en el espacio de la fe.
El que quiera seguir su pequeño camino la encontrará cercana y dulce amiga: «Le prometo hacerle saborear después de mi partida para la vida eterna la dicha que puede experimentar al sentir cerca de sí a un alma amiga… una conversación fraterna, que maravillará a los ángeles» (C 261).[JCPV1]
Secundino Castro Sánchez