En estos días, en que recordamos la maternidad singular de María, vienen muy a propósito aquellas palabras del N.T.: Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos, y palparon nuestras manos (1Jn 1,1). Cuando el autor inspirado escribía esto, ¿no pensaría también en Ella?, primera persona a la que se le regaló ese don, cf Lc 2,19.51.
En la tradición joánica está muy arraigado el tema de María. Nadie miró tanto a Jesús como ella. Detengámonos un poco solo en aquel contemplar. Lo miró de niño, lo observó de joven, lo contempló en la vida pública, lo vio en la cruz, y lo adoró en la Pascua.
Miremos ahora los ojos de María desde el resplandor de Juan de la Cruz. ¡Aquellos ojos! Reverberaron en los de Jesús. Ojos de María, pupilas de Cristo, iris de Dios, centellas de Espíritu Santo. El fulgor del Señor los deslumbró. Y ya su mirar se confundió con el de Jesús: Cuando tú me mirabas, su gracia en mí tus ojos imprimían. Estas palabras de nuestro Místico a nadie convienen mejor que a ella.
Si el mirar de Dios es amar, qué decir del mirar de Jesús niño a los ojos de María: estrellitas traviesas, que brillan y juegan con magia de luna. La respuesta la hallamos en aquel verso: Después que me miraste, gracia y hermosura en mi dejaste. Pero los ojos, cuando se fascinan, nunca se cansan; entonces: véante mis ojos, pues eres lumbre dellos y sólo para ti quiero tenellos; o también: ¡Oculi mei semper ad Dominum! (Sal 25,15).
Secundino Castro