El lector de hoy ante el CASTILLO INTERIOR de Santa Teresa

P. Tomás Álvarez, ocd.

«Este castillo tiene muchas moradas… y en el centro y mitad… tiene la más principal, que es adonde pasan las cosas de mucho secreto entre Dios y el alma» (1 M 1,3).

Al lector de hoy -al lector de ORAR, por ejemplo- ¿pueden decirle cosas de actualidad e interés práctico las páginas teresianas del Castillo Interior, escritas hace más de cuatro siglos, en la España del XVI?

La respuesta es fácil: ¿no siguen diciendo cosas importantes, de suma actualidad, por ejemplo las páginas de San Agustín en las Confesiones, o San Pablo en su Carta a los Romanos o Tomás de Kempis es su Imitación de Cristo o San Ignacio en los Ejercicios o Teresita en su Historia de un alma?… No sigamos enumerando. Nos basta constatar que en la literatura cristiana son numerosos los libros que nunca caducan. Siempre son de actualidad. El Castillo Interior de Santa Teresa es uno de ellos. Como si hubiera sido escrito ayer para el lector de hoy.

Podemos recordar aquí alguna de sus páginas fuertes. Comenzando por la primera. Teresa comienza asegurando al lector que, sin negar la importancia del entorno exterior -las adefueras del Castillo-, para cada uno es mucho más importante lo interior. Casi como un lema: antes tu interioridad, que lo circunstante fuera de ti. «No estamos huecas por dentro», insiste a sus lectoras inmediatas.

Para ella, el hombre es persona por dentro y desde dentro: desde lo que piensa y ama y proyecta y anhela y decide. Dentro, el alma de cada uno es -simboliza ella- como un castillo encantado de purísimo diamante. Y es, a la vez, una mansión habitable, con una escala de moradas, de gran altura y hondura. Abiertas a la trascendencia de Dios, que en ellas se hace presencia y se complace. Abiertas también al entorno de los hermanos. Castillo-fortaleza, aunque frágil si desde fuera lo invade, demoledor, el reniego del pecado.

En segundo lugar, la vida en el interior de ese simbólico castillo es un proceso en ascensión. Ascensión y hondura. Las siete moradas son, ante todo, la historia interior de cada uno. Una historia de salvación. Proceso de crecimiento. De morada en morada por obra del Señor dueño supremo del castillo, y por empeño del morador que lo habita y lo desarrolla en todos sus sectores: el biológico-personal, y sobre todo en el espiritual cristiano.

Teresa condensa esa escalada de crecimiento en un símil fascinante: el gusano de seda, que se vuelve mariposa polícroma y alada. El hombre del castillo puede recluirse, cerrarse en sí mismo y morir como un pobre gusano de seda encerrado en su caparazón, hasta fenecer, por fin, destruyendo su propia morada. Pero a su vez puede lograr su destino vital convirtiéndose en preciosa mariposa de fascinantes colores, que vive y vuela libre, y se nutre del más fino néctar de las flores del entorno del castillo. Hasta fundirse con la llama de un cirio trascendente, símbolo de Dios mismo.

Y, en tercer lugar, al morador del castillo le llega la plenitud de la vida, logrando graciosamente la plena fusión con Cristo -verdadero señor del castillo- y consiguiendo a la vez la entrega total al servicio de los hermanos, según la clásica consigna de Teresa: «Obras, hermanas, obras quiere el Señor».

Notemos, por último, que en el fondo del libro, Teresa imparte todo ese caudal de informes contándole tácitamente al lector el historial de su propia vida. Escribe el Castillo al final ya de su jornada terrena. Y en él ofrece al lector, no ya el relato de una especie de utopía espiritual, sino el panorama de su autobiografía espiritual en anonimato. Teresa se vuelve así testigo directo de la vida que ha vivido en su propio castillo. Los avatares de su relación con el Señor, desde su límpido entreno de infancia, sus titubeos de juventud, su ingreso en la experiencia mística, y su inmersión en la tarea de las fundaciones, mientras iba plantando Carmelos en tierras de Castilla, La Mancha y Andalucía.

Y termina el relato universalizándolo en uno de los pasajes más drásticos y fuertes del libro. Dice así:

«¿Sabéis [lectores] qué es ser espirituales [cristianos!] de veras? – Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro -que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad- los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como Él lo fue: que no les hace ningún agravio ni pequeña merced. Y si a esto no se determinan, no hayan miedo que aprovechen mucho, porque todo este edificio -como he dicho- es su cimiento humildad; y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo…» (7M 4,8).

Ya desde las primeras moradas, había formulado ella su consigna fundamental: «los ojos en Cristo, nuestro bien» (2M 11). Y la reiterará en el capítulo final del Castillo: «Poned los ojos en el Crucificado, y haráseos todo poco» (7M 4,8).

P. Tomás Álvarez, OCD

Revista ORAR -257-

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