Santa Teresa y san Juan de la Cruz: ¿modelos o testigos?

Conocemos mejor la juventud de Teresa que la de fray Juan de la Cruz (Juan de Yepes). Teresa cuenta por extenso la suya en el relato de Vida, su autobiografía. Fray Juan silencia la propia, pero en el mejor de sus poemas -el Cántico espiritual- dedica una estrofa, preciosa y simbólica, a decir lo que piensa sobre la juventud en la «primavera de la vida» cristiana.

De niños, ella y él fueron huérfanos. Juan de Yepes pierde a su padre a los tres años. Teresa pierde a su madre a los trece, y acude a la Virgen para que le haga de madre. Con todo, los dos experimentan a fondo el amor familiar…

Lo más incisivo en la juventud de uno y otra es que, de jóvenes ya maduros, hacen la opción decisiva de su vida, la que les marca el rumbo. Optan por la vida carmelita. Teresa a los 20 años se fuga por segunda vez de casa e ingresa en el monasterio de la Encarnación de Ávila. Juan de Yepes lo hace silenciosamente en Medina del Campo a los 21 de edad.

Es fácil trazar compendiosamente la semblanza de los anteriores 20 años de éste último. Vive su infancia en el seno de una familia pobre, muy pobre. Niño emigrante, casi errabundo, de Fontiveros a Torrijos, de Torrijos a Arévalo, a Medina… De joven ensaya, sin gran éxito, los oficios de sastre, carpintero, pintor, recadero en el medinense Hospital de las Bubas. Ahí, en Medina, estudia humanidades en el colegio de los jesuitas. Luego, cursa estudios superiores en la Universidad de Salamanca. Hasta que, a los 25 años, ya sacerdote, se encuentra en el Carmelo de Medina con la Madre Teresa de Jesús, que rápidamente intuye su valía humana y lo etiqueta de «Senequita», «hombre celestial y divino», «en toda Castilla no he encontrado otro como él»…, y lo incorpora a su empresa de fundadora.

Es muy diversa la travesía de la juventud en la jornada de Teresa. Ella es hija de mercaderes bienestantes, de ascendencia judeo-conversa, lectora apasionada de Libros de Caballerías (las novelas de entonces), amiga de amigos, a los 14/15 años escribe -para solaz de éstos- una «novelita de caballerías», hoy perdida: lo atestigua confidencialmente ella misma. Pero cuando a los 20 años le llega la llamada interior, hace un esfuerzo heroico y la secunda: «cuando salí –escribe- de casa de mi padre, no creo será más el sentimiento cuando me muera».

Y sin embargo, tanto en fray Juan como en Teresa, todas esas vivencias y peripecias de juventud son meros preludios de más y más…

Para madurar y afrontar la vida, el uno y la otra viven, extraña y fuertemente, el encuentro personal con Cristo Jesús. Teresa revive la intensa experiencia de Agustín de Hipona, ante «un Cristo muy llagado», que en adelante será su libro vivo.. Fray Juan vive una experiencia similar, y la canta, como siempre, en uno de sus poemas: Un pastorcico solo está penado, / ajeno de placer y de contento, / y en su pastora puesto el pensamiento, / y el pecho del amor muy lastimado».

Especialmente interesante es lo que el poeta y místico fray Juan piensa de la juventud. Lo dice simbólicamente en una estrofa de su Cántico espiritual:

De flores y esmeraldas

en las frescas mañanas escogidas.

haremos las guirnaldas,

en tu amor florecidas

y en un cabello mío entretejidas.

Toda una parábola. Demasiado densa. El propio poeta la comenta e interpreta: – las frescas mañanas son los días de la juventud, en la «primavera de la vida». – Las flores son las virtudes, especialmente valiosas por su condición de juveniles. – Esmeraldas son los dones con que Dios mismo enriquece a cada uno. – Guirnaldas son el ramillete de virtudes e ideales que hacen «Dios y el alma juntos», para hermosear la vida. – El ramillete está entrelazado con el cabello del amor: «El amor –explica- hace oficio de hilo en la guirnalda». – En resumen, la juventud es la jornada de los altos ideales: ¡altos pensamientos!, decía Teresa.

Hay una nota o un rasgo común en la vida y los escritos de ambos santos. Los dos son místicos y doctores de la Iglesia. En cuanto místicos, han tenido una fuerte experiencia de Dios que deja transida su vida y su palabra escrita. Y en cuanto doctores de la Iglesia, testifican esa experiencia y presencia de Dios en todo cuanto tocan: en los bosques y espesuras / platadas por la mano del amado, en lo profundo de sí mismos, en el misterio de cada hombre. Y en función de testigos, ejercen una misión especial en el mundo de hoy, en nuestra sociedad, aquejada siempre de ausencia de Dios, incluso tentada de proclamar su muerte ante los cataclismos de la historia o de la naturaleza.

Los dos, Teresa y fray Juan, tienen tanto o más de testigos que de modelos: modelos del ideal cristiano, y testigos de la presencia de Dios en lo hondo de la persona y en el crucigrama de la sociedad. En síntesis: para ella, Dios es «el amigo verdadero«. Para fray Juan, es «el Amado por antonomasia».

Tomás Álvarez

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