«Solo puedo presumir de su misericordia» (Santa Teresa, 3M 1, 3)

Así lo escribe Santa Teresa, a la altura de las Moradas terceras, con la sinceridad y franqueza de una mística al habla con Dios y con el lector. Ella solo presume de la misericordia de su Señor. Poco antes, en la línea inmediatamente precedente, había completado la estampa de sí misma con otra confidencia fuerte, dirigida también a las lectoras de casa y al destinatario principal, el Señor: que vosotras, hermanas, «le pidáis [a Él] perdone a esta miserable atrevida», que es ella.

Anverso y reverso de la medalla: Misericordia divina frente a la miseria humana.

Escrito todo ello en un contexto de estremecedora sinceridad y veracidad. Decía pocas líneas atrás, escribiendo esto, no sé cómo lo escribo ni cómo vivo cuando se me acuerda, que es muchas veces. Tantas, que en realidad ha dedicado al tema el libro entero de su autobiografía, que en realidad ella ha titulado: «De las Misericordias de Dios» (carta 415,1), y en el que de hecho las va contando alternamente a doble destinatario: al lector terreno! su confesor; y al Señor de la Misericordia, su Dios, en persistente oración.

Así, desde el primer capítulo de Vida, en que tras narrar el estreno de infancia con Rodrigo su hermano, la otea íntegra en la oración final del capítulo: «Oh Señor mío!, pues parece tenéis determinado que me salve, ¿no tuvierais por bien -no por mi ganancia, sino por vuestro acatamiento-, que no se ensuciara tanto posada adonde tan continuo habíais de morar? Fatígame, Señor, aun decir esto, porque sé no os quedó nada por hacer para que desde esta edad fuera toda vuestra» (n. 8).

Y en esos términos prosigue todo el libro. Sólo que en el relato prevalecen inmensamente las misericordias de Él sobre las pobrezas y miserias de ella. Sus misericordias las refiere Teresa en escalada: -desde niña, en el despertar de su sentido de Dios; -en la oscurecida travesía de la juventud, Él la atrae al buen puerto de Santa María de Gracia; -tras su venturoso ingreso en las tierras del Carmelo en la Encarnación, la salva de su enfermedad mortal y años de parálisis; -en el subsiguiente salvamento del oleaje de la vida de rutina, le regala la gracia de la conversión ante un Cristo muy llagado, y le otorga la compañía de San Agustín y la Magdalena, dos ejemplares de Misericordia contra miseria; -y por fin, la hace bogar por el océano de sus misericordias en plena marejada de gracias místicas dentro del nuevo Carmelo.

Todo el relato de esas misericordias, diseminado de pausas orantes y acciones de gracias. Así, por ejemplo, casi en comienzo de ese recuento, en un paréntesis agradecido: «Muchas veces he pensado espantada [asombrada] de la gran bondad de Dios, y se ha regalado mi alma de ver su gran magnificencia y misericordia. Sea bendito por todo, que he visto claro np dejar de pagarme, aun en esta vida, ningún deseo bueno. Por ruines e imperfectas que fuesen mis obras, este Señor mío las iba mejorando y perfeccionando y dando valor, y los males y pecados [míos] luego los escondía… Dora las culpas. Hace que resplandezca una virtud que el mismo Señor pone en mi casi haciéndome fuerza para que la tenga» (Vid 4,10). En el centro de esa desbordante confidencia, el «Bendito sea por todo!», que tantas veces repetirá a lo largo del relato para benditosear su Misericordia.

Se han preguntado tantos teólogos por el Dios de Teresa: ¿cuál era o cómo pensaba ella a su Dios? ¿Cómo lo sentía? – Pues bien, en su «sentido de Dios» ella coincide con Teresita de Lisieux en destacar -entre tantas otras- la faceta de su Misericordia; Según Teresa, Dios no se cansa de su Misericordia; en Teresita, Dios es «Amor Misericordioso».

A nosotros sus lectores, esa doble lección teresiana nos inocula algo de ese tan cristiano «sentido de Dios». Nos inculca que no podemos pensar en Él ni orar nuestra vida terrena sin abrirnos a su Misericordia, sin confiar en ella, sin navegar en la anchura de su amor misericordioso. Incluso, más de una vez, «cantando las misericordias del Señor», como hace Teresa misma con el Salmista bíblico, condensando su oración en el grito «Misericorias Domini in aetemum cantabo». Lo resume en su lema: «Nunca se cansa Su Majestad de dar ni se pueden agotar sus misericordias: no nos cansemos nosotros de recibir» (Vida 19,15).

Porque ciertamente sólo la fe y la confianza orante en su misericordia podrán contrapesar e incluso cancelar el recuerdo de nuestros fallos pasados. La fe en su divina Misericordia es el talismán que hace imposible toda suerte de pesimismo en el cristiano.

Tomás Álvarez, ocd

Artículo publicado en la Revista ORAR, Nº 250

«SOLO PUEDO PRESUMIR DE SU MISERICORDIA» (Santa Teresa)

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