«¡En Vos confío!»
En la oración de santa Teresa, tal como ella la vive ante el lector de sus libros o de sus cartas, la confianza en Él no es osadía ni atrevimiento, sino intimidad en fe y esperanza y amor.
En su trato con el Señor, la confianza tiene dos matices o dos manifestaciones constantes. Para ella, ante todo, orar es conversar entre amigos: «trato de amistad» -la define-«entre dos que se aman». Dos amigos que se relacionan «en confianza». Diríamos, en un tú a tú sin barreras.
Pero no. Al Señor Teresa no lo tutea. Ella no suele emplear el tuteo. A Dios lo trata de Vos o de Majestad; pero en la intimidad. Porque Él es el Amigo verdadero, «que nunca falla». En la oración fundamental del Padre Nuestro, sí, ella como todo cristiano mantiene el tuteo: «Padre nuestro que estás en el cielo». Pero inmediatamente comenta y lo traslada al «Vos», transido de confianza:
«¡Oh Señor mío, cómo parecéis Padre de tal Hijo, y cómo parece vuestro Hijo hijo de tal Padre! ¡Bendito seáis por siempre jamás! ¿No fuera al fin de la oración esta meced, Señor, tan grande? En comenzando, nos henchís las manos… – ¡Oh Hijo de Dios y Señor mío! ¿Cómo dais tanto junto a la primera palabra?» (C 27,2).
Es decir, Teresa se conmueve al sentirse «hija de tal Padre», de suerte que cuando poco después, en esa su oración-comentario del Pater, roza el delicado tema de la Eucaristía, en la que Jesús tantas veces se deja profanar y ultrajar, ella, desde la cima de la confianza, interpela al Padre mismo, casi cuestionándolo:
«Vos, Señor eterno… ¿cómo lo consentís? No miréis su amor (el de Jesús), que a trueco de hacer por nosotros se dejará cada día hacer pedazos. Es vuestro el mirar, Señor mío,… por qué ha de ser todo nuestro bien a su costa. Porque calla a todo…, ¿no ha de haber quien hable por este amantísimo Cordero?»
Y en el mismo tono de confianza filial sigue su diálogo con el Padre Eterno por Jesús en la Eucaristía, o por cualquiera de sus letrados amigos, o por nosotros sus lectores
El segundo matiz de su confianza es la seguridad total de que el Padre, por su parte, escucha y acoge la palabra orante que llega a Él en el diálogo de amistad que involucra a los dos -ella y Él; o bien, Él y nosotros- en el momento de la oración.
Es preferible sorprenderla a ella misma en ese gesto de confianza total en Él:
«Oh Señor de mi alma, y quién tuviera palabras para dar a entender qué dais a los que se fían de Vos, y qué pierden los que llegan a este estado, y se quedan consigo mismos!»(Vida 22,17).
O bien, páginas adelante:
«Dios mío, quién tuviere entendimiento y letras y nuevas palabras para encarecer vuestras obras… No me faltéis Vos, Señor, que ya tengo experiencia de la ganancia con que sacáis a quien sólo en Vos confía» (V 25,17).
Y sintetiza, al final del relato de Las Fundaciones:
«Válgame la misericordia de Dios, en quien yo he confiado siempre» (F. 28, 35).
En el relato de Vida, refiere ella misma un episodio de suma confidencialidad. Muy central en el libro. Sucede con uno de los cinco íntimos que integran su primer grupo de oración, futuro destinatario de Vida, el dominico García de Toledo, que de joven había militado de conquistador en México y en un golpe de fervor se había convertido a Dios y profesado dominico y ordenado sacerdote. Regresado a España, es ahora uno de los letrados asesores de Teresa. Admirado por ella, pero insatisfecha de su vida de oración: «importuna mucho al Señor por él».
Y prosigue contando y orando:
«Voy me adonde solía a solas tener oración, y comienzo a tratar con el Señor, estando muy recogida, con un estilo abobado que muchas veces -sin saber lo que digo- trato; que el amor es el que habla. Y está el alma tan enajenada, que no mira la diferencia que hay de ella a Dios. Porque el amor que conoce que la tiene Su Majestad la olvida de sí y le parece está en Él, y como una cosa propia sin división habla desatinos. Acuérdome que le dije esto, después de pedirle con hartas lágrimas pusiese aquella alma en su servicio muy de veras, que aunque yo le tenía por bueno, no me contentaba, que le quería muy bueno, y así le dije: «Señor, no me habéis de negar esta merced. ¡Mirad que es bueno este sujeto para nuestro amigo!»(V 34,8).
«Oh bondad y humanidad grande de Dios, cómo no mira las palabras, sino los deseos y voluntad con que se dicen. ¡Cómo sufre que una como yo hable a Su Majestad tan atrevidamente!» (V 34,9).
Y el mensaje de Teresa fue tal, que el destinatario al oírlo rompió a llorar de emoción, y muy pronto emprendió de nuevo el viaje misionero a tierras de Perú, donde fue largos años consejero personal del Virrey Francisco de Toledo.
Quizás lo más admirable, para un lector o para un orante de hoy, sea el ingente respeto admirativo con que la Santa impregna esa su actitud de intimidad transida de confianza:
«¿Qué hace, Señor mío, quien no se deshace toda por Vos? ¡Y qué de ello, qué de ello, qué de ello-y otras mil veces lo puedo decir- me falta para esto!Por eso no había de querer vivir, porque no vivo conforme a lo que os debo… Él, que puede, lo remedie!» (V 39,6).
P. Tomás Álvarez, ocd