La Iglesia celebra el 5 de mayo la Pascua del enfermo con el lema: «Dar esperanza en la tristeza»
UNA MIRADA A JESÚS
Jesús comienza su gran tarea de evangelización sanando las enfermedades de su tiempo. Su corazón compasivo le permite ver a los enfermos, ponerse en camino hacia ellos, tocar sus heridas, curarlos también en sábado, hacerlo gratuitamente, dejando libertad, sin adueñarse de las personas.
De Jesús salen palabras de gracia, que llenan de admiración a los que le escuchan. Le llevan los enfermos y los cura: “Cuando se enteraba la gente dónde estaba Jesús, le llevaban los enfermos en camillas. En los pueblos, ciudades o aldeas donde llegaba colocaban a los enfermos en la plaza y le rogaban que les dejase tocar al menos la orla de su manto; y los que lo tocaban se curaban” (Mc 6,55-56). Cada sanación es un nuevo avance del Reino, un nuevo anuncio de la Buena Nueva.
Jesús sigue sanando hoy y lo hace no sólo físicamente, sino también vitalmente, en totalidad. El Señor sabe lo que es mejor para cada uno. Acoge con alegría la petición: “Señor, si quieres, puedes sanarme” (Mc 1,40). De alguna manera misteriosa Jesús se acerca a todo ser humano y dice: “Mira, estoy a la puerta y llamo; si oyes mi voz y me abres, entraré en tu casa y cenaré contigo” (Ap 3,20). Cuando Jesús entra en la vida ofrece la sanación y la liberación.
Visualizamos a Jesús resucitado que se acerca a los enfermos, los toca, les pregunta, se acerca… para que se abran a un mundo nuevo. Se acerca también a ti. Él te dice: “Deja tu carga a mis pies. Toma mi cruz salvadora y sígueme; y hallarás descanso para tu alma. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,30). “Mi gracia te basta, porque mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza” (2Cor 12,9).
En la Iglesia aceptamos el perdón de los pecados, la presencia de Jesús en la eucaristía, pero nos cuesta aceptar otras manifestaciones de la gracia y otras señales de la presencia del Reino, como son las curaciones en nombre de Jesús. Nuestra fe flaquea porque nos fijamos más en nuestras flaquezas humanas que en el poder y el amor de Dios. Al limitar nuestra fe, en la práctica ponemos límites al poder de Dios, y no permitimos que su amor se derrame libremente sobre los más necesitados.
UNA MIRADA A LOS VOLUNTARIOS
Jesús cuenta con colaboradores para comunicar consuelo y esperanza. Jesús desea que alguien continúe su gran tarea sanando las enfermedades de nuestro tiempo. “Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Sanad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, expulsad demonios. De gracia lo recibisteis, dadlo de gracia” (Mt 10,7).
Antes de enviar, cura a los que envía. Porque todos tenemos heridas. Muchos, en nuestra cultura de prisas, ambiciones, decepciones, egoísmos y conflictos, nacemos con mentiras grabadas en el subconsciente: “Nadie me quiere, soy un estorbo, no sirvo para nada, todos me miran mal, yo soy el culpable de todo”. La experiencia de ser curados-amados capacita para curar amando.
En la sociedad actual, sobrecargada de tensiones y conflictos internos, el Señor muestra su poder y su amor cada vez más a través de la curación interior o sanación de recuerdos. Y para continuar esta misión el Señor busca hoy nuevos instrumentos, instrumentos humildes.
Quiere contar a través de los voluntarios una historia de amor, que “refleje y encarne en este momento aspectos del Evangelio” (Papa Francisco); que lleve su amor a los enfermos diciendo: “Jesús te ama, te ama mucho”; que recuerde a los enfermos que son una familia con un Padre en el cielo; que mientras peregrinan por este mundo pasajero, no se olviden de que al final les espera la casa abierta del Padre y la fiesta sin fin. “Recordadme, recordadme sencillamente que un amor me espera”, decía una carmelita enferma de gravedad a sus hermanas. Los que tienen esta visión necesitan muy pocas cosas para vivir en paz y ser felices.
Cada voluntario, más o menos conscientemente, ha escuchado las mismas palabras que escuchó Jesús: “El Espíritu del Señor sobre mí, porque me ha ungido. Me ha enviado a proclamar la gracia del Señor” (Lc 4,18-19). “No temas; yo estoy contigo” (Is 41,10). “Como el Padre me envió, así os envío yo. Recibid el Espíritu Santo” (Jn 14,20). Esta vocación consiste en sentirse ligado a los demás: “El otro es parte mía”. La misión de los voluntarios es testimonio elocuente de la cercanía de Dios hacia los más pobres. El tiempo que se pasa junto a un enfermo es un tiempo santo. Los gestos de los voluntarios hacen más creíble la evangelización.
Jesús cuenta con nosotros. El Señor no necesita la habilidad, ni la fama, ni la elocuencia. Lo que sí necesita es disponibilidad, humildad, simplicidad y pobreza de espíritu; necesita confianza plena y abandono total. Ante un mundo cada vez más sofisticado y creído de sí mismo, el Señor busca personas sencillas e imperfectas. A través de ellas desea manifestar su poder y su amor. “Considerad vuestra comunidad de llamados: no hay muchos intelectuales, ni muchos poderosos, ni muchos nobles entre vosotros. Todo lo contrario: lo necio del mundo se lo escogió Dios para confundir a los sabios; lo débil para confundir a los fuertes; lo despreciable, lo que no es nada, para anular a lo que es, para que nadie se gloríe delante de Dios” (1Cor 1,26ss).
Los límites son cimiento para la gracia. “Si no advertís vuestra realidad concreta y limitada, tampoco podréis ver los pasos reales y posibles que el Señor os pide en cada momento… La gracia actúa históricamente y, de ordinario, toma y transforma de una forma progresiva” (Papa Francisco).
Jesús, al enviar a los voluntarios a sanar a los enfermos, a hacerse cargo de ellos, rescata sus vidas del anonimato, saca músicas de su corazón que apenas sabían que existían. La aportación del voluntariado se hace cada vez más necesaria. Cada vez hay más personas enfermas y solas a las que atender.
Jesús es el despertador de la infinita belleza que lleva dentro cada ser humano, belleza que se manifiesta cuando se pone en camino para ser sanado. Cada voluntario es como un iceberg. Lo más hermoso es lo que se esconde en el corazón. Cada voluntario aporta un plus de humanidad, porque vuelca el corazón en las manos, en los ojos, en las palabras, en los silencios. Los voluntarios son una continuación de las bienaventuranzas.
Con el silencio humilde, orante. Antes de ir a los enfermos, los voluntarios tienen claro que van en nombre de Jesús: “En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo”. En ellos resuena la voz de Dios. En el silencio orante se recrean las fuentes del gozo de Jesús: “Alegraos y regocijaos”. Lucas junta el buen samaritano con la mujer que escucha la palabra a los pies de Jesús para indicar que sin escucha no hay sanación, y que la sanación es la garantía de la escucha verdadera (cf Lc 10,25-37; 10,38-41).
Así lo expresa san Pablo: “Mi palabra y mi predicación no tuvieron nada de los persuasivos discursos de la sabiduría, sino que fueron una demostración del Espíritu y del poder, para que vuestra fe se fundase, no en la sabiduría de los hombres, sino en el poder de Dios. Que no está en la palabrería el Reino de Dios, sino en el poder” (1Cor 2,4-5; 4,20).
Para orar por la curación necesitamos fe en el amor y poder de Dios; no fe en la propia bondad, o en los propios méritos. Basta tener fe en lo que Cristo ha hecho por todos.
Para ser instrumento de Dios en el ministerio de sanación los voluntarios necesitan identificarse al máximo con el Salvador: entrar en sus pensamientos y planes de salvación, en sus sentimientos y deseos de sanar. “El que permanece en mí como yo en él, ese da mucho fruto. Porque separados de mí no podéis hacer nada” (Jn 15,5). Si invitamos a Jesús a instalarse en nosotros, su amor infinito y su compasión llegará a los que sufren, se aliviarán los dolores, los enfermos se afianzarán en la victoria final del bien sobre el mal, de la verdad sobre la mentira, de la vida sobre la muerte.
Lo más bello que los voluntarios descubrirán al orar con los enfermos y cuidarlos, es que Jesús vive en ellos. “Señor, instálate en mí como fuente de vida, de verdad, de salud, de alegría y de paz”.
El verdadero voluntario es un aprendiz toda su vida, como un niño. Dios nos marca los caminos, no se los marcamos nosotros a él.
La tarea no se lleva a cabo a solas, hay muchas personas alrededor del enfermo, para acompañar, para tutelar y defender sus derechos. El protagonismo es del Espíritu que mueve a muchas personas para trabajar en equipo e impulsar nuevos vínculos.
“¿Tienes algo que no hayas recibido?” (1Cor 4,7). Si los voluntarios ponen corazón en las manos es porque “dan gratis lo que gratis han recibido” (Mt 10,8), no actúan por el negocio del “doy para que me den”. La gratuidad es la levadura de la acción de los voluntarios. Importa el cuidado de la persona en lugar del beneficio. Los voluntarios son llamados “a ser un mensaje que el Espíritu Santo toma de la riqueza de Jesucristo y regala a su pueblo” (GE 21). No actúan como autosuficientes, sino «como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (1P 4,10).
Superando el desaliento que, como cosa normal, suele aparecer en nuestra mente. “El Resucitado comparte su vida poderosa con nuestras frágiles vidas” (GE 18).
Las palabras y actitudes de María orientan la respuesta de servicio a los enfermos.
- DISPONIBLE. María dice la oración más simple y bella: “Aquí estoy. Aquí me tienes, pobre para ti y para los demás”.
- PEREGRINA DE LA FE. María se pone en camino para servir. Siempre en camino, sin saber lo que será, lo que sucederá. Se atreve, se lanza, se arriesga, confía… y verá lo que nadie vio jamás.
- AGRADECIDA. María proclama la grandeza de Dios, y lo hace con sus propias palabras, sin miedo, sin pudor. Cuando es alabada por su prima, María reconoce que todo lo ha recibido de Dios y le canta una canción que sabe a verdadera, porque le nace del corazón.
- CONTEMPLATIVA. María guarda todas estas cosas en el corazón, hasta que Dios las quiera esclarecer. Sus ojos saben mirar lo que está dentro de las apariencias, no se deja engañar por el brillo hueco.
UNA MIRADA A LOS ENFERMOS
“Me gusta ver la santidad en los enfermos” (Papa Francisco, GE 7), reconocer el rostro de Dios en el que sufre. Los enfermos no son sólo destinatarios de nuestros servicios, sino que forman parte de nuestra identidad y no podemos pensarnos sin ellos.
Para evangelizar hay que tocar la humanidad, hay que descubrir los cimientos de la vida. Por eso son tan importantes las preguntas al enfermo:¿Qué te pasa?, ¿cómo estás?, ¿qué quieres? Cuando un enfermo acepta su vida se convierte en un precioso don para los demás.
“Ponme música”: así decía un hermano enfermo de gravedad a quien lo acompañaba. Dime cómo me mira Dios. “Cuando viene la gente a verme entran con miedo, no saben qué decir, se asustan y hablan como entristecidos. Eso no me ayuda”.
Se trata de realizar un servicio completo al enfermo teniendo en cuenta sus necesidades corporales y espirituales. Para llevar a cabo este acercamiento global a la persona que sufre, hay que incorporar detalles de gratuidad para bien del enfermo, cada uno desde el don que ha recibido.
Trabajar con enfermos no es sinónimo de tristeza. El mundo del enfermo necesita profetas de esperanza, personas que viven de cara a Dios y reflejan la luz de Dios, personas llenas de amor de Dios capaces de darlo a los demás, personas que creen en un futuro mejor.
Cada persona es protagonista de su propia historia. Cuando alguien está desorientado o desbordado, los voluntarios pueden echarle una mano, pero al final es uno mismo el que da el paso decisivo. No hay que anular a la persona enferma, hay que dejarla ser ella misma. La enfermedad va modelando a la persona.
Mirar con asombro y respeto la vida, sin domesticarla. Cada enfermo es un mundo. Cada día es distinto. “No se puede pretender definir dónde no está Dios, porque él está misteriosamente en la vida de toda persona, está en la vida de cada uno como él quiere, y no podemos negarlo con nuestras supuestas certezas… Dios está en su vida. Si os dejáis guiar por el Espíritu más que por vuestros razonamientos, podéis y debéis buscar al Señor en toda vida humana” (Papa Francisco).
Cada sanación es una manifestación del poder de Dios. Sanar es evangelizar y evangelizar es sanar. “Ellos salieron a predicar por todas partes, colaborando el Señor con ellos, y confirmando la Palabra con las señales que la acompañaban” (Mc 16,20). Toda historia termina como las historias de los salmos: alabando y bendiciendo a Dios. «En el atardecer de esta vida me presentaré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que lleves cuenta de mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos», decía santa Teresita.