Yo he orado en el camino

Hace unos años surgió una pregunta inquietante: «¿Se puede hablar de Dios después de Auschwitz? ¿Se puede hablar con Dios después del holocausto de los campos de concentración?» De momento hubo silencio, pero poco a poco fueron saliendo voces que testimoniaron: «Después de Auschwitz se puede hablar de Dios y con Dios, porque yo, en Auschwitz hablé con Dios».

Hace ya varios siglos que se hizo famosa una sentencia de Teresa de Jesús, la mujer que se dejó encontrar por la Trinidad en la morada más íntima de su castillo interior. «También entre los pucheros anda el Señor»era la frase. Con ello estaba diciendo que entre los pucheros, en los negocios, en las relaciones, en el dolor y en el gozo de la vida se puede orar, porque orar es amar, y no se ama solo en los rincones, sino siempre y en todo lugar.

En nuestros días son miles los peregrinos que hacen el Camino de Santiago. Surgen también preguntas: «¿Se puede orar en el Camino? ¿Se ora en el Camino?» El testimonio fuerte de oración y de conversión de un matrimonio peregrino, contado en el Encuentro de Amigos de Orar del 2004, nos dice que es posible.

«Me llamo Mariluz Melis. Soy hospitalera voluntaria permanente en el Camino de Santiago. Vivo en la casa del ermitaño de la Ermita Santa María de Eunate, en Navarra. Esta ocupación es el camino que Dios tenía reservado para Jan, (así se llama mi esposo) y para mí. Todo comenzó en el año 1995, cuando, sin saber por qué, sentí una inmensa necesidad (ahora digo «llamado») para ir a Santiago de Compostela.

Me costó 2 años convencer a Jan para que fuésemos. Por fin, el 15 de junio de 1997, juntos salimos a pie desde Den Bosch, la ciudad en que vivíamos en Holanda, hasta la tumba del apóstol. Llegamos el 28 de septiembre: 3 meses y medio, 106 días, que nos cambió la vida drásticamente. Yo estaba convencida desde el principio de que quería hacer una peregrinación espiritual a Santiago. Quería rendirle honores y respeto al «Hijo del Trueno», peregrinando en austeridad, en silencio y oración. También tenía la seguridad de que Jan sería quién más provecho iba a sacar de todo esto. No tuve ningún tipo de revelación, simplemente la certeza de que era así.

Cuando y conocí a Jan, él estaba muy alejado de Dios y todo lo que se relacionaba con religión Yo sí que era practicante, y él respetaba mis creencias, pues vengo de una familia católica venezolana, muy comprometida con la Iglesia. Sin embargo yo seguía en búsqueda de ese Dios cercano del cual hablaban con tanto entusiasmo lo misioneros navarros que fueron a mi pueblo en Vala. A veces dudaba si debía pertenecer a esta religión, que no satisfacía mis necesidades más profundas de espiritualidad.

Durante todos los días de mi peregrinación, rezaba el Rosario, pidiéndole a la Virgen que hiciera el milagro de la conversión de Jan, algo que me parecía casi imposible; y pedía por mí, porque ya no estaba segura de mis creencias. Durante nuestra peregrinación, los dos nos encontramos con Jesús resucitado, de maneras muy distintas y de muchas formas.

Nos encontramos con Jesús, que nos hablaba del Padre creador de tanta belleza que veíamos en la naturaleza, del Padre siempre pendiente de nuestras necesidades como lo está de los pájaros y los lirios del campo, del Padre siempre esperando al hijo pródigo. Encontramos al mismo Jesús que se les apareció a los peregrinos de Emaús, encendiendo nuestros corazones. Nos encontramos con el Jesús que mostraba sus signos de amor por todas partes, en la forma de personas desconocidas que nos invitaban a comer, o beber algo o dormir en sus casas, o de hospitaleros en España que nos acogían con cariño y respeto en los albergues, y nos invitaban a hacer oración. Nos encontramos con Jesús hecho pan en la Eucaristía, que nos invitaba a ser nuestro amigo entrañable, en las misas de los pueblos donde dormíamos. En definitiva, tuvimos una experiencia directa, en carne propia, del Amor, en mayúsculas. Nos sentíamos amados, amados de verdad, desinteresadamente, y caímos en la cuenta de que Él siempre nos amó así.

Al volver a casa, comenzamos a cambiar de estilo de vida. Ya no estábamos interesados en vivir con lujos, ni comer con lujos, sino que, al contrario, empezamos a deshacernos, poco a poco, de cosas que teníamos en casa. Tenemos dos hijas: Aura Luz y María Isabel. Ambas sintieron los cambios que se estaban operando en nosotros, y pensaban que las cosas estaban mejorando. Nos apoyaban en todo, se sentían parte de algo que no comprendían, pero que les gustaba. Cada vez estábamos más unidos, más cariñosos, nos decíamos las cosas con sinceridad y abiertamente, y, sobre todo, había mucho amor entre nosotros.

Al año siguiente, nos inscribimos para hacer el cursillo de hospitaleros en Grañón, en la Rioja, porque queríamos ser hospitaleros voluntarios por 15 días en algún sitio del Camino. Era nuestro deseo de devolver, en los peregrinos, todo lo que Dios nos había dado en nuestro camino. Al terminar el cursillo, nos enviaron a Ponferrada, en la provincia de León. Fueron 15 días muy intensos, de mucho trabajo, de mucha alegría, de mucho aprendizaje. Recuerdo como mis ojos se llenaban de lágrimas cuando veía a Jan limpiando los servicios del albergue. Eran lágrimas llenas de gozo, de agradecimiento al Señor. Jan y yo nos despojamos definitivamente en Ponferrada de nuestro pasado: antes, él trabajaba como director de empresas multinacionales en países de América, África, Medio y Lejano Oriente; y yo era psicóloga. Pero, a partir de Ponferrada, no queríamos otra cosa sino servir al Señor. Nuestro planteamiento era sencillo: dejar todo atrás: comodidades, riquezas país, familia, para poder entregarnos completamente al servicio de Dios en los peregrinos.

Regresamos a casa y comenzamos a hacer los preparativos para venirnos a España definitivamente. Queríamos renunciar a todo lo que pesaba, como cuando estábamos en el Camino. Renunciamos a todas nuestras cosas materiales, donamos muchas cosas a instituciones que cuidan y ayudan a los transeúntes sin casa en Holanda, vendimos propiedades y, con todo el dinero recaudado, creamos una fundación cuyo objetivo es construir o restaurar albergues en el Camino de Santiago en España. Nosotros ya no teníamos nada. Dejábamos a nuestras hijas sin ningún apoyo económico. Hablamos con ellas: nos entendieron, nos apoyaron y nos dieron su aprobación, pues con que sólo una se hubiera negado, ya no podíamos hacerlo.

Ellas obtuvieron una beca del gobierno holandés para sus estudios, vivienda y comida, y trabajarían los fines de semana en hostelería para los gastos extras. Nos pusimos los cuatro en manos de Dios. La paz que sentimos en nuestro interior, la fluidez y sencillez con que se desarrollaron todos los acontecimientos relacionados a nuestra decisión, nos convenció de que ésta no era una decisión nuestra, sino que era la vocación a la cual Dios nos llamaba y aceptábamos libremente.

Entendí, de repente, por qué y para qué había venido al mundo: nuestra vida tenía sentido. La vocación no se elige, sino que se nos da. Es el designio de Dios sobre cada criatura, la misteriosa elección que Dios hace de cada hombre y mujer para ocupar un puesto preciso en la creación, siempre en función del plan divino.¡Qué afortunados nos sentíamos de recibir este regalo de Dios! ¡El Señor quería utilizarnos, servirse de nosotros, confiaba en nuestra colaboración! Esta gratuidad de nuestro Creador, en sí misma, es tan inaudita, tan grandiosa, que toda una vida dedicada al agradecimiento no basta para corresponderle.

Hay gente que nos pregunta por qué renunciamos a nuestra vida pasada. Dicen que podíamos hacer lo mismo pero sin pasar por problemas materiales, sin tener que renunciar a todo. Tomamos esa decisión porque sentimos que era lo correcto. Cuando no se tiene nada, se siente mucho más intensamente la gratuidad de Dios, se siente a Aquel que nos cuida, y no tenemos que preocuparnos por «lo mío» y «lo tuyo»: todo es «nuestro», porque nada nos pertenece.

Queríamos tener confianza ilimitada en Dios.Y después de seis años, seguimos pensando lo mismo. Queríamos recibir a cada peregrino como si fuera Cristo mismo que pidiera acogida en nuestra casa. Queríamos brindarles no solamente una cama, ducha, información, sino un apoyo espiritual, momentos de silencio y oración, ser el oído atento a sus inquietudes y temores, el hombro dispuesto para ayudar en cualquier necesidad, los brazos abiertos a la acogida interior, los testigos alegres de las bondades del Creador. Queríamos amar. Porque amar es acoger. Acoger es hacer un lugar dentro de mí para que el otro lo ocupe; permitir al otro la entrada en mi recinto interior, con brazos de cariño. Y es así como la hospitalidad se convirtió en nuestro objetivo de vida.

Después de seis años y teniendo en nosotros la experiencia de tantos intercambios hechos con miles de peregrinos y hospitaleros, ya no somos las mismas personas de antes. Pensábamos que veníamos a dar, y hemos recibido mucho más que lo dado. Pensábamos que veníamos a amar y nos han amado mucho más. Pensábamos que dejábamos los seres queridos atrás, y hemos encontrado una familia que se esparce por todo el mundo. Pensábamos que éramos nosotros los que habíamos decidido nuestras vidas y ahora entendemos que Dios había decidido por nosotros. Pensábamos que renunciábamos a todo, y ahora entendemos que a nada hemos renunciado, pues nada nos pertenecía, ya que todo lo que teníamos era por pura gracia de Dios. Ya no nos mueve otra cosa que glorificar a Dios a través de nuestro servicio.

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