«Está el alma en cierta manera como Adán en la inocencia, que no sabía qué cosa era mal; porque está tan inocente, que no entiende el mal ni cosa juzga a mal» (Cántico 26,14, de San Juan de la Cruz).
«No me da miedo el dolor,
ni temo la lluvia,
yo sé que todo me irá bien,
porque creo en Ti» (Bob Dylan).
LOS FRUTOS DE LA TIERRA BUENA (cf Mc 4,8.20)
Testigos de lo nuevo. Teresa de Jesús forma parte de esa inmensa muchedumbre de cristianos que, a lo largo de los siglos, ha testificado las maravillas que hace Dios en quien le abre la puerta del corazón y le deja ser Dios. Es un testimonio de alegría y gratitud. Las relaciones humanas, los sentimientos, los deseos, los gozos y esperanzas, todo queda alcanzado por la luz del Señor y todo contribuye a dar gloria y alabanza a Dios. Por sus frutos se conoce el árbol y por los frutos se conoce si el amor de Dios ha pasado por la hondura de la persona (cf Mt 7,20).
Apertura y acogida de todo lo bueno. «Olvido de sí», así presenta santa Teresa el primero de los frutos.«Toda está empelada en procurar la (gloria) de Dios, que parece que las palabras que le dijo Su Majestad hicieron efecto de obra, que fue que mirase por sus cosas, que él miraría por las suyas… Parece ya no es ni querría ser en nada nada» (M VII,3,2). Y no es que no le sucedan cosas capaces de atraer toda su atención, es que ha quedado sanada desde el fondo y presta atención a lo que realmente importa, «porque donde no se sabe a Dios, no se sabe nada» (Cántico 26,13). El saber que da el Espíritu, basado en la cruz de Jesús, resulta ser una locura para los que no tienen más horizonte que la vida de este mundo (cf 1Cor 2,14). La persona no se entromete en lo ajeno; sin embargo si puede hacer algo «que acreciente un punto la gloria y honra de Dios… pondría muy de buena gana su vida» (M VII,3,2) y «no lo dejaría de hacer por cosa de la tierra» (M VII,3,3).
Un deseo de identificarse con Cristo. «Deseo de padecer», dice Teresa de Jesús. «Es en tanto extremo el deseo que queda en estas almas de que se haga la voluntad de Dios en ellas, que todo lo que Su Majestad hace tienen por bueno; si quisiere que padezca, enhorabuena; si no, no se mata como solía» (M VII,3,4). Cristo es la vida de la persona.
Amor a los enemigos. «Tienen también estas almas un gran gozo interior cuando son perseguidas, con mucha más paz que lo que queda dicho, y ninguna enemistad con los que las hacen mal o desean hacer; antes les cobran amor particular, de manera que si los ven en algún trabajo lo sienten tiernamente, y cualquiera tomarían por librarlos de él, y encomiéndanlos a Dios muy de gana, y de las mercedes que les hace Su Majestad holgarían perder por que se las hiciese a ellos, porque no ofendiesen a nuestro Señor» (M VII,3,5). Se ha secado en el alma la fuente de los odios y ha brotado esplendente la fuente del amor. El parecido de hijos con el Padre se realiza mando al prójimo como lo hizo Jesús (cf Ef 4,25-32). La comunión con Dios desemboca en el amor de unos para con otros, incluso a los enemigos. Lo que hace que el ser humano se logre como persona es vivir un amor, semejante al del Padre, que no conoce excepciones (cf Mt 5,43-45).
Deseo de vivir para ayudar a los demás. Siguiendo a san Pablo que decía: «Me siento apremiado por las dos partes: por una parte, deseo partir y estar con Cristo, lo cual, ciertamente, es con mucho lo mejor; mas, por otra parte, quedarme en la carne es más necesario para vosotros» (Flp 123-24), también el que experimenta la plenitud cristiana se encuentra en esta disyuntiva, pero la preferencia la dará al progreso del evangelio. «Es tan grande el deseo que tienen de servirle y que por ellas sea alabado, y de aprovechar algún alma si pudiesen, que no sólo no desean morirse, mas vivir muy muchos años padeciendo grandísimos trabajos, por si pudiesen que fuese el Señor alabado por ellos, aunque fuese en cosa muy poca» (M VII,3,6). «No desean por entonces verse en la gloria: su gloria tienen puesta en si pudiesen ayudar en algo al Crucificado» (M VII,3,6). «El querer vivir es la ofrenda más costosa que le puede dar» (M VII,3,7).
Libres para volar al aire del Espíritu. A nosotros, que vivimos muy a ras de tierra nos sorprende que «los deseos de estas almas no son ya de regalos ni de gustos» (M VII,3,8). Estas personas experimentan «un desasimiento grande de todo y deseo de estar siempre o solas u ocupadas en cosa que sea provecho de algún alma» (M VII,3,8). Viven «no sequedades ni trabajos interiores, sino con una memoria y ternura con nuestro Señor, que nunca querría estar sino dándole alabanzas» (M VII,3,8). La alabanza les brota desde lo hondo como una llama que se levanta o como una fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf Jn 4,14). La persona recibe la vida en su misma raíz. Ahí se hace persona creativa y comunica vida.
CUANDO DEJAMOS QUE DIOS SEA DIOS
Un Dios deseoso de comunicarse. En la plenitud de la vida cristiana percibimos que la relación con Dios es descendente. Así lo descubre, lo vive y canta María en el Magnificat. Dios es el gran protagonista de la vida del ser humano. «Cuando no hubiera otra cosa de ganancia en este camino de oración, sino entender el particular cuidado que Dios tiene de comunicarse con nosotros y andarnos rogando que nos entremos con El, me parece eran bien empleados cuantos trabajos se pasan para gozar de estos toques de su amor, tan suaves y penetrativos» (M VII,3,9).
Un Dios que se insinúa en medio de la vida. Cuando la persona está ocupada en mil cosas, es de Dios «aquel billete o recaudo escrito con tanto amor y de manera que sólo vos quiere entendáis aquella letra y lo que os pide» (M VII,3,9). A estas insinuaciones de Dios, responde la persona con la pregunta: «¿Qué queréis, Señor, que haga? De muchas maneras os enseñará allí con qué le agradéis y es tiempo acepto; porque parece se entiende que nos oye» (M VII,3,9).
Un Dios que es compañía. Dios ocupa el centro de la persona, y en ese centro se encuentra la persona consigo misma. El olvido de sí se hace presencia al Amado, porque «mi Amado es para mí y yo soy para mi Amado» Ct 6,2). Donde Dios mora no pueden entrar los enemigos. No hay miedo de que «esta merced tan subida pueda contrahacer el demonio» (M VII,3,10). «Está el alma en quietud casi siempre» (M VII,3,10). «Goza de tal compañía» (M VII,3,12).
Un Dios que obra en el silencio. Dios actúa «sin ninguna ayuda de la misma alma» (M VII,3,10). Y realiza su obra en silencio: «Pasa con tanta quietud y tan sin ruido todo lo que el Señor aprovecha aquí al alma y la enseña, que me parece es como en la edificación del templo de Salomón, adonde no se había de oír ningún ruido (1Re 6,7); así en este templo de Dios, en esta morada suya, sólo El y el alma se gozan con grandísimo silencio» (M VII,3,11). Las moradas de la máxima pasividad son las de la máxima actividad. Y el recibir se convierte en necesidad insoslayable de hacer y de obrar, porque no se puede contener el amor.
Un Dios que besa, es deleite y da la paz. Desde el lenguaje de los símbolos, Teresa de Jesús dice que Dios da a la persona nueva el beso de amor que pedía la esposa de los Cantares (cf Ct 1,1; M VII,3,13). Dios es agua y en abundancia y «aquí se dan las aguas a esta cierva, que va herida, en abundancia» (M VII,3,13). Dios es tierra firme donde encuentra la paz la paloma que envió Noé para ver si se había acabado la tempestad (cf M VII,3,13).
Momento de Oración
Comenzamos la oración en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.
«Este tesoro lo llevamos en vasijas de barro» (2Cor 4,7), por ello nos presentamos al Señor con la misma actitud del publicano, abiertos de par en par a la misericordia del Señor. «Mientras más favorecidas de Su Majestad, andan más acobardadas y temerosas de sí. Y como en estas grandezas suyas han conocido más sus miserias y se les hacen más graves sus pecados, andan muchas veces que no osan alzar los ojos, como el publicano (Lc 18,13); otras con deseos de acabar la vida por verse en seguridad, aunque luego tornan, con el amor que le tienen, a querer vivir para servirle… y fían todo lo que les toca de su misericordia» (M VII,3,14).
Oramos a Dios que oye nuestra oración: «Dios mío, pues veis lo que nos importa (la paz del alma), haced que quieran los cristianos buscarla, y a los que la habéis dado, no se le quitéis, por vuestra misericordia» (M VII,3,13).
Cantamos y pedimos que nos dé el agua viva:
Yo quiero ser como el agua que calma y sacia la sed
que canta al viento las penas y brilla en ella el ciprés.
yo quiero ser como el agua que purifica mi fe
y siempre corre adelante y besa al pobre los pies.
Dame, Señor, dame de tu agua (bis).
Como suspira la cierva, en busca del manantial,
así suspira mi alma, en pos de ti, ¡oh mi Dios!
Sed de Dios tiene mi alma, mi alma de Dios tiene sed.
Como tierra agrietada, mi alma de Dios tiene sed.
Con una tarea entre las manos: «Mas ¿qué sentirán estas almas de ver que podrían carecer de tan gran bien? Esto les hace andar más cuidadosas y procurar sacar fuerzas de su flaqueza, para no dejar cosa que se les pueda ofrecer, para más agradar a Dios por culpa suya» (M VII,3,14).
TODO ES POSIBLE AL QUE CREE