19. El lenguaje de las obras

«Es preciso crear en nuestra vida un espacio para el Señor, con el fin de que pueda transformar nuestra vida en su Vida… Mi primera hora de la mañana le pertenece al Señor. Hoy quiero ocuparme de las obras que el Señor quiere encomendarme y El me dará fuerza para realizarlas… Una profunda paz inundará mi corazón, y mi alma se vaciará de todo aquello que pretendía perturbarla… será ella colmada de santa alegría, de valentía y de fortaleza» (Edith Stein).

«Haciéndose portadores de la Cruz, se han comprometido a ser portadores del Espíritu, hombres y mujeres auténticamente espirituales, capaces de fecundar secretamente la historia con la alabanza y la intercesión continua, con las obras de caridad» (Vita Consecrata, 6).

HUMILDES EN LA CUMBRE

Compañía necesaria para todo el camino. Con la humildad entendemos mejor los dones que Dios nos ha dado y nos brota la alabanza (cf M VII,4,2). «Porque todo este edificio es su cimiento humildad; y si no hay ésta muy de veras, aun por vuestro bien no querrá el Señor subirle muy alto, porque no dé todo en el suelo» (M VII,4,8).

Nuestro tesoro en vasijas de barro. La humildad nos ayuda también a no creernos seguros: «cuando se acuerdan de algunos que dice la Escritura que parecía eran favorecidos del Señor, como un Salomón, que tanto comunicó con Su Majestad, no pueden dejar de temer» (M VII,4,3).

Aprender a decir tú. Es el lenguaje del amor: Tu reino, tu nombre, tu voluntad. «¡Qué olvidado debe tener su descanso, y qué poco se le debe de dar de honra, y qué fuera debe estar de querer ser tenida en nada el alma adonde está el Señor tan particularmente! Porque si ella está mucho con El, poco se debe de acordar de sí; toda la memoria se le va en cómo más contentarle y en qué o por dónde mostrará el amor que le tiene» (M VII,4,6).

Soplando las ascuas encendidas. Finalmente la humildad nos enseña a convivir con nuestros pecados, aunque sean veniales, porque «de los mortales, que ellas entiendan, están libres, aunque no seguras» (cf M VII,4,3).

EL PARA QUÉ DE LA ORACIÓN

Una vida embellecida por el manantial. Ese es Jesús. Y de esa vida quiere el Padre que participemos. Todo su plan de salvación tiene esta finalidad. Para eso son todos los dones, todas las gracias: para ser hijos en el Hijo, hermanos de todos en el Primogénito de muchos hermanos. «Dios nos eligió, destinándonos a que reprodujéramos los rasgos de su Hijo» (Rom 8,29). Esta es la finalidad de la santidad. Los dones no son un adorno para nosotros, sino la posibilidad de «poder imitar al Señor en el mucho padecer… No puede Su Majestad hacernos mayor favor, que darnos vida que sea imitando a la que vivió su Hijo tan amado» (M VII,4,4).

Estampas vivas. Antes que nosotros ha habido muchos que han hecho el camino. Mirar su vida nos puede enseñar a caminar. «Siempre hemos visto que los que más cercanos anduvieron a Cristo nuestro Señor fueron los de mayores trabajos; miremos lo que pasó su gloriosa Madre y los gloriosos apóstoles» (M VII,4,5). Un ejemplo bien plástico es el de san Pablo. «Por él podemos ver qué efectos hacen las verdaderas visiones y contemplación, cuando es de nuestro Señor y no imaginación o engaño del demonio. ¿Por ventura escondióse con ellas para gozar de aquellos regalos y no entender en otra cosa? Ya lo veis, que no tuvo día de descanso, a lo que podemos entender, y tampoco le debía tener de noche, pues en ella ganaba lo que había de comer» (M VII,4,5).

El lenguaje de las obras. Con una gran claridad y firmeza Teresa de Jesús afirma esto: «Para esto es la oración, hijas mías; de esto sirve este matrimonio espiritual: de que nazcan siempre obras, obras» (M VII,4,6). Obras de amor y de entrega por el bien de los demás. «Poco me aprovecha estarme muy recogida a solas haciendo actos con nuestro Señor, proponiendo y prometiendo de hacer maravillas por su servicio, si en saliendo de allí, que se ofrece la ocasión, lo hago todo al revés» (M VII,4,7).

Seducidos por una mirada. A Teresa de Jesús, como a Agustín, como a tantos, le ha seducido una mirada. Le emociona el Evangelio cuando habla de mirada: «mirad mis manos y mis pies, yo soy, palpad y ved» (Lc 24,36; Jn 20,27; Hb 12,2). Cristo, de tanto mirarlo, de tanto saberse mirada, se le ha metido en lo más hondo de su ser. Y ha convertido eso de mirar y ser mirados en uno de sus lemas favoritos: «Mirad que importa esto mucho más que yo os sabré encarecer. Poned los ojos en el Crucificado y haráseos todo poco. Si Su Majestad nos mostró el amor con tan espantables obras y tormentos, ¿cómo queréis contentarle con sólo palabras? ¿Sabéis qué es ser espirituales de veras? Hacerse esclavos de Dios, a quien, señalados con su hierro que es el de la cruz, porque ya ellos le han dado su libertad, los pueda vender por esclavos de todo el mundo, como El lo fue; que no les hace ningún agravio ni pequeña merced» (M VII,4,8; Vida 26,3; M I,2,11).

De ahí nacen las energías de compasión y servicio. De la unión y conformidad con Cristo le viene a la persona la fortaleza: «no hay que dudar sino que estando el alma hecha una cosa con el Fuerte por la unión tan soberana de espíritu con espíritu, se le ha de pegar fortaleza» (M VII,4,10). De esta fortaleza participa también la dimensión corporal (cf M VII,4,11). Sin la mirada y la escucha atenta al Señor la acción puede desenfocarse. Un activismo sin unión con Cristo sería desvarío.

La pasión por el Reino. Quien ha llegado aquí descubre que el don es para la tarea. «El sosiego en lo interior, es para tenerle muy menos, ni querer tenerle, en lo exterior» (M VII,4,10). Todo lo que Dios nos ha dado y nos ha embellecido «¿es para que se echen a dormir? ¡No, no, no!» (M VII,10). Sin virtudes, sin amor a los demás, sin entrega, la oración no es nada, y nos quedamos enanos (cf M VII,4,8). «Porque el amor tengo por imposible contentarse de estar en un ser, adonde le hay» (M VII,9).

LA NUEVA EVANGELIZACIÓN

Marta y María juntas. Cuando la persona logra la unidad entre el hacer y el ser, muchos encuentran en ella la salvación. La unidad y la paz son cauces privilegiados de evangelización. «Esto quiero yo, mis hermanas, que procuremos alcanzar, y no gozar, sino para tener estas fuerzas para servir, deseemos y nos ocupemos en la oración… Creedme que Marta y María han de andar juntas para hospedar al Señor y tenerle siempre consigo, y no le hacer mal hospedaje no le dando de comer. ¿Cómo se lo diera María, sentada siempre a sus pies, si su hermana no le ayudara? Su manjar es que de todas las maneras que pudiéremos lleguemos almas para que se salven y siempre le alaben» (M VII,4,12).

El lenguaje de los hechos. Es la mejor forma de ayudar a muchos en su búsqueda de Dios (cf M VII,4,14). Amiga de grandes deseos, ahora Teresa de Jesús se muestra más amiga de las obras de amor, aunque sean pequeñas. «Algunas veces nos pone el demonio deseos grandes, porque no echemos mano de lo que tenemos a mano para servir a nuestro Señor en cosas posibles, y quedemos contentas con haber deseado las imposibles» (M VII,4,14). Las obras encienden, despiertan a otros, se enciende el fuego. «Pensáis que eso es poca ganancia» (M VII,4,14). «Diréis que esto no es convertir, porque todas son buenas. ¿Quién os mete en eso? Mientras fueren mejores, más agradables serán sus alabanzas al Señor y más aprovechará su oración a los prójimos» (M VII,4,15).


Momento de Oración

Oramos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo.

Los ojos puestos en Jesús

  • «Poned los ojos en el Crucificado» para aprender a amar y ser amados.
  • Para contemplar al amor: «Que no está deseando otra cosa sino tener a quien dar» (M VII,4,12).

ME HAS SEDUCIDO, SEÑOR, CON TU MIRADA.

ME HAS HABLADO AL CORAZÓN Y ME HAS QUERIDO.

ES IMPOSIBLE CONOCERTE Y NO AMARTE.

ES IMPOSIBLE AMARTE Y NO SEGUIRTE.

¡ME HAS SEDUCIDO, SEÑOR!

Los ojos en los amigos del Amigo

  • El amor al Señor es amar los intereses del Amigo.
  • La oración traduce la hondura de su amor a Jesús en clave de amor a los hermanos. Comparte con ellos la alegría.

Nuevos samaritanos (Lc 10,29-37), que actúan:

Llegan junto a los caídos a la orilla del camino.

Al verlos, se les despierta la compasión.

Se acercan y curan las heridas con el cariño.

Llaman a otros para unir fuerzas para el bien.

Un consejo realista:

«No hagamos torres sin fundamento,

que el Señor no mira tanto la grandeza de las obras

como el amor con que se hacen;

y como hagamos lo que pudiéremos,

hará Su Majestad que vayamos pudiendo cada día más y más,

como no nos cansemos luego, sino que lo poco que dura esta vida… interior y exteriormente,

ofrezcamos al Señor el sacrificio que pudiéremos,

que Su Majestad le juntará

con el que hizo en la cruz por nosotras al Padre,

para que tenga el valor que nuestra voluntad hubiere merecido,

aunque sean pequeñas las obras» (M VII,4,15).

EL AMOR HACE BELLAS LAS COSAS PEQUEÑAS

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