6. La llegada del Señor

«La dimensión más honda de la alegría bíblica es que brota de una experiencia gratuita de salvación, de encontrar inesperadamente un libertador, un amigo, un protector, un guía, una madre y un padre que alimentan y conducen, un Dios en quien se puede confiar y al que quedan definitivamente vinculados: ‘Yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo’ (Jr 31,33)» (Mariola López).

«¿No oíste sus pasos silenciosos? Él viene, viene, viene siempre. En cada instante y en cada edad, todos los días y todas las noches, El viene, viene, viene siempre. He cantado muchas canciones y de mil maneras; pero siempre decían sus notas: El viene, viene, viene siempre» (Tagore)

«Estoy a la puerta llamando: si alguien oye y me abre, entraré y comeremos juntos. Al que salga vencedor lo sentaré en mi trono, junto a mí; lo mismo que yo, cuando vencí, me senté en el trono de mi Padre, junto a él» (Ap 3, 20-21).

DIOS: DEL SILENCIO A LA PRESENCIA

Cambio de rumbo. Hasta ahora hemos normalizado nuestra vida de oración, hemos logrado superar ciertas atrofias en ese misterioso idioma que el hombre emplea para hablar con Dios. Ahora, nos toca elegir: o abrirnos al misterio que se nos echa encima o seguir por el camino de los esfuerzos personales, cumplimiento de lo mandado, ganar méritos, tener buena imagen ante los demás. Tenemos que elegir entre conseguir con nuestro esfuerzo la salvación o dejarnos sorprender por Dios.

El regalo del Espíritu. Entramos en un terreno desconocido; comienza una aventura llena de sorpresas; estamos caminando hacia el misterio de la presencia de Dios dentro de nosotros; necesitamos un guía, que nos ayude a superar nuestros niveles de pensamiento y amor y pasar a los pensamientos y sentimientos de Jesús (cf Flp 2,5). Ese guía es el Espíritu, regalo que nos ha hecho el Padre para recorrer el camino del Evangelio. Comienzan las «cosas espirituales» (M 4,1,1), nos allegamos «adonde está el Rey… y hay cosas tan delicadas que ver y que entender» (M 4,1,2). Sólo el Espíritu nos ayuda a decir con nuestros labios y con el corazón: Abbá-Padre. Sólo el Espíritu nos enseña el lenguaje de la confianza: «Padre, me pongo en tus manos, haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea, te doy las gracias» (Carlos de Foucauld).

La parábola de los jornaleros llamados a la viña: Mt 20,13. Hemos trabajado durante la jornada, unos más tiempo, otros menos, pero lo que se nos ofrece es siempre regalo inmerecido. Alguien, que hasta este momento parecía silencioso, empieza a dejarse notar: «Me venía a deshora un sentimiento de la presencia de Dios que en ninguna manera podía yo dudar estaba Él dentro de mí o yo toda engolfada en Él» (Vida 10,1). No es momento de compararnos unos con otros, a ver quién tiene más méritos. «Da el Señor cuando quiere y a quien quiere, como bienes suyos, que no hace agravio a nadie» (M 4,1,2). La paga desmesurada del amor de Dios abre nuevas posibilidades para relacionarnos con Él. La entrada en escena de la absoluta gratuidad de Dios, cambia todos nuestros esquemas. Cristo vivo se hace premio inmerecido para nosotros, nuestra oración y nuestra vida pueden ahora centrarse en su persona. No importa qué decir, cómo orar, qué hacer… sino vivir en su presencia, en un encuentro y mirada mutuas, no solo a ratitos, sino siempre.

«Cuando tú me ensanchaste el corazón» (Sal 118,32). El Señor llega ensanchando nuestra interioridad, creando capacidad en nosotros. Su salario es el gozo profundo, el que nosotros no podemos conseguir con nuestras fuerzas. A lo largo de nuestra vida orante hemos saboreado momentos de gozo, que provienen de «la misma obra virtuosa que hacemos y parece a nuestro trabajo lo hemos ganado, y con razón nos da contento habernos empleado en cosas semejantes» (M 4,1,4). Ahora ya no es así, el gozo «comienza en Dios» (M 4,1,4), nos nace de dentro, como de una fuente. Son sentimientos, emociones, afectos interiores que brotan de las capas más profundas del alma y que se convierten en espacio ancho, en lugar de encuentro, en casa donde se teje la comunión. Es algo grande que uno se encuentra dentro: «Yo tengo un gozo en el alma grande… es como un río de agua viva» (Canción carismática).

PRIMEROS PASOS POR EL CAMINO

Un nuevo modo de orar. Hasta ahora hemos buscado al Señor con nuestro esfuerzo, a base de «discurrir con el entendimiento y la meditación». Ahora tenemos que dar cabida a otro estilo de orar que responda a la experiencia que tenemos del amor del Señor. «Acertarían en ocuparse un rato en hacer actos y en alabanzas de Dios y holgarse de su bondad y que sea el que es, y en desear su honra y su gloria. Esto como pudiere, porque despierta mucho la voluntad’ (M 4,1,6).

Una regla de oro para todo el camino. El Señor viene para despertar en nosotros el amor, para soplar sobre las brasas escondidas de nuestra dignidad de hijos de Dios. Como hacen los maestros con los niños, porque «el niño no es una botella que hay que llenar, sino un fuego que es preciso encender» (Montaige). La regla de oro para este momento y para todos los momentos nos la recuerda santa Teresa: «No está la cosa en pensar mucho, sino en amar mucho; y así lo que más os despertare a amar, eso haced. Amar es desear contentar en todo a Dios y procurar, en cuanto pudiéremos, no le ofender, y rogarle que vaya siempre adelante la honra de su Hijo y el aumento de la Iglesia Católica. Estas son las señales del amor, y no penséis que está la cosa en no pensar otra cosa, y que si os divertís un poco va todo perdido» (M 4,1,7).

La necesidad de ayuda. La humildad nos lleva a pedir ayuda a lo largo de todo el camino. Prescindir de la ayuda expresa poca humildad y además, pérdida de tiempo y de energías. «¡Oh Señor, tomad en cuenta lo mucho que pasamos en este camino por falta de saber!… De aquí proceden las aflicciones de mucha gente que trata de oración y el quejarse de trabajos interiores… Y por la mayor parte, todas las inquietudes y trabajos vienen de este no nos entender» (M 4,1,9). ¿Qué nos puede pasar en este momento? Que por una parte estemos atentos con el corazón al Señor que nos visita, y por otra, nuestro pensamiento, imaginación, instintos y resabios de desorden… sigan haciendo de las suyas (cf M 4,1,8). Que por no entendernos no nos culpabilicemos (cf M 4,1,14).

«Sigamos moliendo nuestra harina» (M 4,1,13) en la crisis. En la escritura ideográfica china, el símbolo que significa ‘crisis’ se obtiene combinando los que significan ‘peligro’ y ‘oportunidad’. El momento de la vida que refleja esta nueva etapa orante, puede llevarnos al abandono de todo («Harto mal fuera si por este impedimento lo dejara yo todo» (M 4,1,11), o puede conducirnos a una serenidad profunda, a una aceptación de nuestros límites, que nos llevará sin duda a ayudar y dar seguridad a los demás. «Conozcamos nuestra miseria, y deseemos ir adonde nadie nos menosprecia» (M 4,1,12). «No es bien que por los pensamientos nos turbemos ni se nos dé nada… tengamos paciencia» (M 4,1,11), mientras se van realizando en nosotros largos procesos de pacificación interior.

Sensibilidad hacia los otros. «La alegría del encuentro sólo la puede entender quien conoce lo que es el dolor, la esperanza, y la fuerza del cariño» (Palabras de Javier Álvarez-Ossorio, al contar la peripecia de una mujer con sus cinco hijos desde Katanga hasta Kinshasa, en medio de la guerra, con hambre, miedo y vejaciones, arriesgando la vida en cada momento, y todo para dar con su marido y padre de sus hijos y poder vivir el gozo y la tarea de la paz).


Momento de Oración

Abre tu vida para recibir al Señor. Hazlo con la señal de los cristianos: En el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.

Acoge su presencia; sobre su amor se construye tu vida:

«Mirad, el Señor Dios llega con poder, y su brazo manda. Mirad, viene con él su salario, y su recompensa lo precede» (Is 40,10).

Responde con una actitud de agradecimiento y alabanza al Dios que se te regala gratuitamente sin haber hecho tú nada por conseguirlo. Únete a María para alabar al Señor: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, porque el Poderoso hace grandes obras por mí» (Magnificat de María).

Cuando escuchas la Palabra, Dios acompaña tu vida:

«Antes te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos» (Job 42,5).

Canta a tu Dios:

SEÑOR, QUE SEAS TÚ QUIEN VIVA EN MÍ. SEÑOR, QUE SEAS TÚ QUIEN ORE EN MÍ.

Ora al Señor

Ando buscando un amor que unifique mi vida, pero experimento muchas cosas que me turban y perturban. Estoy ante ti, Señor, situado ante tu misterio, ordena tú en mí el amor, hazme habitar en tu casa. Tú eres diferente: no eres ni mi idea, ni mi amor, ni mi proyecto. Me pongo en tus manos. Mi imaginación y pensamiento racional siguen su curso y me conducen, me traen, me llevan, por caminos que no logro dirigir conforme a mi deseo. En medio de la crisis vengo a descubrir algo sorprendente: lo que yo soy incapaz de hacer, lo puedes hacer Tú; Tú puedes desvelarme desde la hondura lo que yo soy. En ti me encuentro, soy lo que tú me amas. Tú haces nacer en mí otro gozo, otro amor, otra tarea.

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