«Esta petición es enseñada por Jesús como algo a desear profundamente y como proyecto en que Dios y el hombre se comprometen» (Catecismo de la Iglesia Católica, 2807).
Decir santificado sea tu nombre es prestar nuestra voz para que resuene en el mundo la gloria de Dios, es, sobre todo, prestar nuestra vida para que en ella se transparente su santidad, el brillo de su presencia» (Juan Martín Velasco).
¡Cuántos y cuán grandes son los misterios que se encierran en la oración del Señor!» (San Cipriano).
«Yo antes era completamente sordo. Y veía a la gente, de pie y dando toda clase de vueltas. Lo llamaban baile. A mí me parecía absurdo… hasta que un día oí la música. Entonces comprendí lo hermosa que era la danza» (A. de Mello).
EL ESPACIO DE LAS ALTAS PETICIONES
Las «altas peticiones». Así las llama santa Teresa. Decir «Padre nuestro, santificado sea tu nombre» tiene que despertar y remover desde las entrañas el sentido filial del orante, y hacerlo entrar en los sentimientos de Jesús. El mejor modo de decir Padre será hacerlo en contemplación profunda. Las primeras peticiones del Padrenuestro, son semilla y reclamo de contemplación. Rezarlas bien es algo que desborda el movimiento de los labios: tiene resonancia y reclamo en las capas profundas del espíritu.
No a una recitación mecánica. Santa Teresa comienza recordando la necesidad de evitarla. «Que entendáis lo que pedís» (C 30,3). «Llevar pensando cómo pedir, para contentarle y no serle desabrido» (C 30,1). La atención no se refiere solo a la mente, sino sensibilización interpersonal. El espíritu humano normalmente resbala sobre las palabras, «porque estamos ciegos y con hastío para no poder comer los manjares que nos han de dar vida» (C 30,3). El paso a la contemplación no es el resultado de nuestras técnicas, sino la intervención gratuita y amorosa del Señor. Santa Teresa sugiere más atención al Padre que a lo que le pedimos. Para ello recurre a la compañía del Maestro, que nos enseñó esta oración. Invita a pronunciar las palabras del Padrenuestro con los sentimientos de Jesús, a entrar en comunión con las palabras y sentimientos de Jesús cuando decía: Padre.
Aprender a decir Tú. Meterse en el otro. Nos lo enseña Jesús, que se mete en nuestra vida, se hace uno de nosotros. Este es el lenguaje del amor, decir tu nombre, tu reino, tu voluntad.
Con instinto de hombre nuevo. Pedimos tres grandes deseos referidos al Padre, que han sido grabados en nuestro corazón por la gracia evangélica que nos ha hecho hijos de Dios.
SANTIFICADO SEA TU NOMBRE
El nombre de Dios. El nombre indica lo que es la persona. Es lo que Dios nos ha revelado de sí mismo. El nombre de Dios es el Padre vuelto hacia nosotros para mostrarnos su amor. Esto es lo que nos va a revelar Jesús: el rostro del Padre como amor gratuito, donación de vida que desborda nuestros intereses egoístas.
He manifestado tu nombre a los que hombres que me diste (Jn 17,6). No se trata de hacer santo a Dios, sino de reconocer su santidad allí donde se revela (creación, hombre, historia, Jesús). Y esto se puede hacer desde la gloria que el Padre nos regala; de ahí que le digamos: Glorifícanos (Jn 17,1).
El nombre de Dios en la creación. El camino del Padre hacia nosotros se muestra de una forma bellísima en la creación. Yéndolos mirando, con sola su figura, vestidos los dejó de hermosura (San Juan de la Cruz). El nombre de Dios es santificado cuando cuidamos y recreamos la creación, sin caer en la tentación de marcar y poner alambradas en nuestro territorio y de despachar a los que no son de los nuestros.
El nombre de Dios en cada persona. El ser humano es la gloria de Dios (San Ireneo). Dios ha comprometido su imagen en el ser humano. Cada vez que se reconoce la dignidad de la persona humana surge esplendorosa la epifanía de Dios. Cada vez que se pisotean los derechos de los semejantes a Dios, se profana, se oculta su nombre.
En la sociedad de los tres tercios. Donde unos viven muy bien, otros bien, pero otros muy mal, con la vida en peligro. Y eso no es lo que Dios quiere, sino un mundo-familia.
De la epifanía a la profanación. Podemos ser iconos de Dios, que muestran con la vida que lo propio de Dios es amar, o podemos ser profanadores de Dios, cuando tomamos el nombre de Dios en vano porque justificamos desde Dios nuestros privilegios, imponemos nuestros intereses a los otros y marginamos a quienes no piensan como nosotros.
JESÚS SANTIFICA EL NOMBRE DEL PADRE
El nombre de Dios en Jesús. Jesús es la plenitud de la manifestación del Padre. Es epifanía de su amor, resplandor de su gloria, imagen del Padre. Reconocer en Jesús esta huella imborrable del Padre, llamarle Señor, el nuevo nombre que el Padre le da, ofrecer nuestra vida al Espíritu para que nos moldee como el alfarero al barro y haga de nosotros imágenes vivas de Jesús, amarle con el corazón y gritar su nombre (cf Flp 2,10-11), eso sí que santifica el nombre de Dios y alegra su corazón.
Jesús es el que viene en nombre del Señor (cf Mc 11,9). Nos revela la identidad de Dios, nos hace conocer su auténtico nombre, no solo son palabras sino con toda su existencia. La misión de Jesús es manifestar el nombre de Dios (Jn 17,6), dar a conocer su nombre (Jn 17,6).La hora de la glorificación de Jesús es la hora de la plena manifestación de su identidad. Jesús habla de su muerte y resurrección empleando la imagen de la semilla que ha de hacer en tierra y morir para dar mucho fruto y después exclama: Padre, glorifica tu nombre (Jn 12,28). Ese clamor tiene un sentido muy próximo a santifica tu nombre. Al revelar la muerte y resurrección de Jesús su auténtica identidad de Hijo revelarán plenamente la identidad de Dios.
Vivir en comunión manifiesta el nombre del Padre. Al final de su vida, Jesús ora al Padre por sus discípulos todavía en el mundo. Cuida en tu nombre a los que me has dado, para que sean uno como nosotros (Jn 17,11). El signo más importante de que somos portadores de ese nombre, de que pertenecemos a Dios, es la comunión que existe entre nosotros, comunión que hunde sus raíces en el ser mismo de Dios. Al permanecer en esta comunión por la vivencia del amor fraterno, los cristianos son para el mundo un icono viviente del Dios de la vida al hacer presente su nombre de forma auténtica (cf Jn 13,34-35; 17,20-23).
Momento de Oración
Comienza a orar así. Hazlo despacio, muy consciente de lo que dices:
En el nombre del Padre, En el nombre del Hijo, En el nombre del Espíritu Santo.
Entra en la presencia del Padre. Acógelo en la fe. Siente la compañía de Jesús, que te enseña esta oración. Dile al Espíritu que sea él quien ore en ti. Que sea Él quien «ponga en sosiego las potencias y en quietud el alma» (C 30,6).
Pronuncia varias veces con los labios: Santificado sea tu nombre. Hasta que lo digas también con el corazón.
Rumia en tu corazón el significado de estas palabras:
Deseo que todos conozcan quién eres: Padre. Deseo que todos te contemplen como fuente de confianza y amor. Deseo que esta nueva relación contigo la viva la creación entera. Sé que la santificación del nombre del Padre pasa por mi vida. Sírvete de mi vida para darte a conocer, Padre. Que mi vida sea un humilde reflejo de Ti.
Ora con esta plegaria de san Agustín:
Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Tú estabas dentro de mí, yo, fuera. Por fuera te buscaba y me lanzaba sobre el bien y la belleza creados por Ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo ni conmigo. Me retenían lejos las cosas. No te veía ni te sentía, ni te echaba de menos. Mostraste tu resplandor y pusiste en fuga mi ceguera. Exhalaste tu perfume, y respiré, y suspiro por Ti. Gusté de Ti, y siento hambre y sed. Me tocaste, y me abraso en tu paz.
Santifica el nombre de Dios en tu vida de cada día: Dejando que brote en ti un canto de alabanza al contemplar la creación; reconociendo la dignidad de todo ser humano; diciendo con los labios y con el corazón los nombres del Padre, de Jesús y del Espíritu Santo.