Este salmo nos permite descubrir el lenguaje de los enamorados de Dios. «Que mi Amado es para mí, y yo soy para mi Amado».
1 Protégeme, Dios mío, que me refugio en ti;
2 yo digo al Señor: «Tú eres mi bien».
3 Los dioses y señores de la tierra
no me satisfacen.
4 Multiplican las estatuas
de dioses extraños;
yo no derramaré sus libaciones con mis manos,
ni tomaré sus nombres en mis labios.
5 El Señor es el lote de mi heredad y mi copa,
mi suerte está en tu mano:
6 me ha tocado un lote hermoso,
me encanta mi heredad.
7 Bendeciré al Señor que me aconseja,
hasta de noche me instruye internamente.
8 Tengo siempre presente al Señor,
con él a mi derecha no vacilaré.
9 Por eso se me alegra el corazón,
se gozan mis entrañas,
y mi carne descansa serena:
10 porque no me entregarás a la muerte
ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción.
11 Me enseñarás el sendero de la vida,
me saciarás de gozo en tu presencia,
de alegría perpetua a tu derecha.
1. UN GRITO DE ALEGRÍA
No lo tiene nada fácil el salmista. Vive en una tierra que le es extraña. Está rodeado de gentes con unos valores muy distintos a los suyos. Incluso los más cercanos a su vida se han alejado de la fe en Dios y se van en masa tras los gustos y modas del momento aceptando una mezcla del culto a Dios con el culto a los ídolos. ¿Qué puede hacer? ¿Cómo armarse de valor para enfrentarse a una corriente de opinión tan gigantesca?
Sorprendentemente no cae en el pesimismo ni en la depresión, pensando que todo lo bueno se ha acabado y que Dios ha sido borrado de la faz de la tierra. Por el contrario, de sus labios brota uno de los más bellos cantos de confianza y de paz que se han cantado jamás. No duda en reivindicar su derecho a la alegría, aunque pase por un loco: «Nosotros por causa de Cristo, pasamos por locos» (1Cor 4,10).
Su grito, impresionante, es: «Tú eres mi bien». No se fija en lo que tienen los demás. Apela a su experiencia y saca a la luz su tesoro. Vive y canta la alegría que le ha sido regalada. Este su testimonio y su aportación al mundo que lo rodea. Sin ceder ante soluciones fáciles, apunta a una experiencia honda. Sin ser conformista, acepta el dramatismo de su vida creyente. Sin estar dispuesto a correr tras naderías, se ocupa en descubrir la belleza de lo que Dios le ha regalado. Sin nombrar a los ídolos, llama «todo su bien» a Dios.
2. LA INTIMIDAD CON DIOS
A esta persona le ha tocado un lote hermoso. Lo del «lote» hace alusión a la tribu de Leví que, cuando el reparto de la tierra, no recibió territorio; su parte fue Dios, ésa fue su heredad. El fundamento de su vida era el mismo Dios, de ahí la confianza en él desde lo más íntimo. Dios es la tierra del orante; su suerte está en su mano. Caminar con Dios, saberlo siempre cercano, tratar con El, mirarle y dejarse mirar por El, he ahí lo que constituye el centro del salmista místico.
Siente en el fondo de su corazón la seguridad de tener la mejor parte. Su opción de creyente y practicante, lejos de ser un peso, una obligación, es para él una fuente de dicha, incomprensible para los que siguen otros caminos. Y todo un vocabulario de gozo aflora a sus labios: Dios es su consejero, su refugio, su bien, su heredad, su presencia constante y protectora, su fiesta, su vida, su resurrección, su camino, su sentido de la vida, su felicidad eterna. «Todo lo que para mí era ganancia lo consideré pérdida comparado con Cristo» (Flp 3,7). «Todo lo que tú puedes darme fuera de ti, carece de valor. Sé tú mismo mi heredad. A ti es a quien amo. Esperar a Dios de Dios, ser colmado de Dios por Dios. El te basta, fuera de él nada te puede bastar» (San Agustín).
El haber caído su suerte en parajes amenos, el haberle tocado una heredad tan agradable para él, y el haber recibido de Dios la copa, alusión a la costumbre del padre de familia de dar a beber el cáliz común a sus hijos y huéspedes, entraña una gran intimidad con Dios para el salmista. No solo en el templo, sino en todo momento, también en las horas tranquilas de la noche, siente la presencia y compañía de Dios, que es para él fuente de alegría, de descanso y de serenidad.
La comunión continua con Dios abarca toda la persona. Llega a las entrañas, símbolo de las emociones y de la interioridad más profunda; alcanza a la mano derecha, signo de fuerza; se hace presente en el corazón, centro del ser humano; se deja notar en la carne, que indica la existencia frágil del ser humano.
3. EL SENDERO DE LA VIDA
Aunque el salmista no conoce la vida futura, su experiencia de la intimidad con Dios le hace romper los límites de la doctrina tradicional y pronuncia fórmulas abiertas de sentido. Incluso cuando se encuentra inmerso en un grave peligro, tiene la certeza de que Dios le enseña el sendero de la vida y que no le dejará conocer la corrupción. La vida deja de ser para él un oscuro enigma. La vida se le aclara y se le convierte en alegría.
El salmista ha aprendido a realizar un ejercicio orante que le ha dado excelentes resultados. Ha sabido vivir en presencia de Dios: «Tengo siempre presente al Señor. Con él a mi derecha no vacilaré».
El es el hombre fiel, el hassid, el amigo de Dios. Es un hombre que ha sido objeto de la hessed divina: el amor misericordioso. Sus palabras son la intuición psicológica de uno que ama y por eso siente que la muerte no puede separarle de la persona amada. Estamos en la lógica del amor. El amor que desarma a la muerte. Una de las exigencias del amor es la no separación del ser amado. Un novelista pone en boca de Cristo estas palabras: «Sí; esto es el milagro. Quien ame a los demás como yo he amado, después de la muerte vivirá». Y el ángel del sepulcro dice: «Él no puede permanecer en la muerte; la muerte es el castigo del egoísmo, se apodera solo de quien elige existir para sí solo» (Santucci). Chouraqui, antiguo alcalde de Jerusalén, gran conocedor de la lengua judía traduce así este texto: «Tú no puedes permitir que tu amante vea la corrupción».
4. ORAR EL SALMO CON JESUS
El salmo nos evoca el recuerdo de Jesús, el plenamente fiel al Padre, el que no siguió a dioses extraños ni cedió cuando estaba por medio la gloria de Dios o la gloria y dignidad del ser humano. Por eso, el Padre no dejó a su fiel conocer la corrupción del sepulcro, sino que le enseñó el sendero de la vida y lo sació de gozo en su presencia. Jesús resucitado, vencedor de la muerte, es el único que puede decir de verdad este salmo. Al orarlo nosotros, nos unimos a Jesús.
Pero también este salmo nos propone un test para la verificación de nuestra alegría y de nuestra intimidad con Dios. Hagamos la prueba de repetir muchas veces esta frase: «Tú eres mi bien». Puede suceder que, en un cierto momento, el disco se raye y que oigamos un chirriar estridente. Ese será el signo inequívoco de que nuestro corazón alberga muchas baratijas. Que además de apostar por el Señor, hemos apostado también por la vanidad, el vacío, el éxito, el prestigio y por mil bagatelas más. La seguridad de Dios no elimina los propios riesgos de toda aventura humana y religiosa.
Hagamos también la prueba de repetir: «Me encanta mi heredad». Quizás descubramos la pena escondida de no poder disfrutar de lo que otros disfrutan, quizás tengamos que reconocer que seguimos buscando la felicidad fuera de Dios, quizás podamos conocer, cómo no, momentos de equivocaciones, de desilusión, de desánimo y de sorprendernos alguna vez mirando de reojo el trozo de tierra de los otros. En estos casos, nuestras palabras no serán de jactancia sino de plegaria, no serán de victoria sino de humilde petición de ayuda. «Hazme encontrar la verdadera felicidad en ti. Hazme sentirme satisfecho con mi heredad. Enséñame a descansar en tu amor. Hazlo así, Señor» (Carlos G. Vallés).
Este salmo nos puede llevar a mantener con El una conversación continua, día y noche, propia de enamorados. El rostro del Señor es el lugar en que todos los caminos terminan.
Puede acercarnos a la Eucaristía, que «en su más profunda significación, es la tierra que se ha hecho nuestra heredad y de la que podemos decir: «Cayó para mí la suerte en parajes amenos y es mi heredad muy agradable para mí» (Joseph Ratizinger).
Puede fortalecernos para renovar nuestro bautismo y, con él, nuestro deseo de servir a Dios y para no tener rubor en manifestar nuestra alegría por ser amigos de Dios. La alegría es el mejor testimonio de Dios.