«¿Qué es eso que entreveo resplandecer, que me golpea el corazón sin herirlo? Me estremezco y me enardezco: me estremezco porque soy tan desemejante a él; me enardezco porque soy semejante a él» (San Agustín). La oración común florece allí donde se lucha por la libertad y dignidad del ser humano. La humanidad espera que «recorramos con Jesús los lugares donde la vida está más amenazada y que confiemos en la fuerza secreta de la compasión y de la obstinada esperanza» (María Dolores Aleixandre).
1 Hijos de Dios, aclamad al Señor,
aclamad la gloria y el poder del Señor,
2 aclamad la gloria del nombre del Señor,
postraos ante el Señor en el atrio sagrado.
3 La voz del Señor sobre las aguas,
el Dios de la gloria ha tronado,
el Señor sobre las aguas torrenciales.
4 La voz del Señor es potente,
la voz del Señor es magnífica,
5 la voz del Señor descuaja los cedros,
el Señor descuaja los cedros del Líbano.
6 Hace brincar al Líbano como a un novillo,
al Sarión como a una cría de búfalo
7 La voz del Señor lanza llamas de fuego,
8 la voz del Señor sacude el desierto,
el Señor sacude el desierto de Cadés.
9 La voz del Señor retuerce los robles,
el Señor descorteza las selvas.
En su templo un grito unánime: ¡Gloria!
10 El Señor se sienta por encima del aguacero,
el Señor se sienta como rey eterno.
11 El Señor da fuerza a su pueblo,
el Señor bendice a su pueblo con la paz.
1. UNA TORMENTA EN EL DESIERTO
La experiencia del pueblo de Israel, caminando durante cuarenta años por el desierto, le ha permitido vivir en toda su fuerza el fragor de las tormentas. Este salmo, uno de los textos más antiguos del Salterio, describe con unos trazos poéticos admirables la velocidad de una tempestad que se origina en el mar, se desplaza hacia los montes del Líbano y del Sarión, y finaliza en el desierto de Cadés. Y lo que es más importante, esta experiencia le sirve al pueblo para decir y orar su fe, para testimoniar a su Dios, y hacerlo además con belleza.
¿Qué ha experimentando el pueblo en medio de la tormenta? En primer lugar, lo que todo ser humano: miedo, temor, angustia, espectáculo sobrecogedor. La descripción es poética: el olor, la oscuridad repentina, el brillo del relámpago que rasga en un instante los cielos, los truenos secos que estremecen los cimientos, los gruesos troncos descuajados por los rayos, los montes saltando como animales asustados… pero no deja de ser tremenda y destructiva. Quien haya vivido la belleza salvaje de una tempestad en la montaña, nunca podrá olvidarla.
¿Pero es capaz el hombre moderno, liberado por la técnica y la tecnología de revivir esta experiencia en medio de la naturaleza? La comunión con las grandes fuerzas de la naturaleza puede ayudarnos a conocernos y a descubrir a Dios. No podemos menospreciar a la naturaleza, porque cuando desata toda su fuerza, hasta las naciones más poderosas son ridiculizadas. ¿Por qué no pueden convivir en el hombre bien integrado la experiencia técnica de dominio y la contemplativa de pasmo y sobrecogimiento? Además, la tormenta es símbolo de todas las tormentas que acontecen en la vida.
2. LA VOZ DEL SEÑOR SOBRE LAS AGUAS
Este salmo es un hermosísimo canto a la voz de Dios que interviene en la lucha. En el original hebraico un vocablo, qol, que significa a la vez voz y trueno, es símbolo de la voz divina. Los siete golpes de trueno, que recorren el poema, siete es un número que indica la perfección, manifiestan que la voz de Dios es perfecta.
La palabra «Yahveh» aparece dieciocho veces en este salmo, casi en cada versículo. Literalmente, y aún físicamente, el Señor llena el salmo, como llena la tierra. Pues bien, este Señor quiere comunicarse, quiere decirse. La palabra le rebosa. El trueno es su voz, fuerte con los poderosos y tierno con los pequeños. Con su misterio inalcanzable irrumpe en la realidad creada hasta estremecerla y asustarla, pero en su significado más íntimo es palabra de paz y armonía.
La solemne teofanía de este salmo es una invitación a escuchar la voz de Dios. La expresión más bella de esta voz es la del Padre sobre las aguas del bautismo, llamando a Jesús «Hijo amado» (Mc 1,11). Jesús es la voz del amor que ha puesto su morada entre nosotros. Su voz es invitación al seguimiento (cf Mc 1,17), tiene poder sobre el mal que destruye al ser humano (cf Mc 1,27), manda al viento y al mar y le obedecen (cf Mc 4,41), es susurro orante en la intimidad con el Padre (cf Mc 1,35), deja mudos a los soberbios que utilizan el nombre de Dios y despojan de dignidad a los pobres (cf Mc 12,34), es sanación a todas horas y a manos llenas (cf Mc 1,34), es evangelio para todos los pobres, buena nueva de Dios por los caminos. Su voz es, a la vez, estruendo de cascadas que llenan la tierra y música callada en lo más íntimo del corazón del ser humano.
Contrasta este salmo de la voz de Dios con la sensación que se va imponiendo en nuestra sociedad del silencio de Dios. En la medida en que los hombres se van haciendo más protagonistas de su destino y se sienten más autónomos, la voz de Dios tiene menos ámbito de resonancia. ¿Pero cómo queda un mundo sin la voz de Dios? ¿Cómo quedan los más expuestos al abuso? ¿Cómo proclamar hoy que la voz del Señor es potente, magnífica, que lanza llamas de fuego?
Orar este salmo es una buena ocasión para ratificar nuestra fe en la Palabra de Dios y para caer en la cuenta de la emoción que lleva toda palabra, la que decimos y la que escuchamos. La palabra, melodiosa o monótona, transparente o confusa, es siempre maravilloso. ¡Con qué belleza se canta la emoción de la amada al oír la voz del amado: «Oíd a mi amado que llega… Mi amado me canta»! (Cantares 2,8).
3. EL SEÑORÍO DE DIOS
Este salmo nos invita también a hacer una doble experiencia. Por una parte a reconocer el señorío de Dios sobre todo y por otra a descubrir la intimidad amorosa que quiere entablar con cada ser humano.
Dios es poderoso. Posee un poder capaz de dominar las aguas destructoras, los árboles más engreídos, de sacudir los montes y de hacer revivir el desierto. Es un poder sobre todo lo creado. Ese poder, creador y recreador, es el propio del Resucitado: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Para quienes confesamos su nombre es un poder liberador.
El ser humano no puede comprender ni dominar el misterio de Dios, expresado con el símbolo de la tempestad. La humanidad cree vanamente que puede oponerse a su poder soberano, pero, una y otra vez, su poder queda hecho añicos ante la sabiduría y la justicia del Señor del Universo. María exalta en el Magnificat este aspecto de la acción de Dios: «Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, derriba del trono a los poderosos» (Lc 1, 51-52). «¡Oh Rey de la gloria y señor de todos los reyes, cómo no es vuestro reino armado de palillos, pues no tiene fin! Cómo no son menester terceros para con vos. Con mirar vuestra persona, se ve luego que vos solo merecéis que os llamen señor, según la majestad que mostráis. No es menester gente de acompañamiento ni de guarda para que conozcan que sois Rey» (Santa Teresa).
Pero a la vez, Dios es intimidad amorosa. No se reserva para sí el poder y la calma, manifestadas en la tormenta, sino que las comunica a su pueblo, dándole la fuerza y la paz. Incluso ante el caos del mal, ante las tempestades de la historia, ante todos los miedos que amenazan, el orante experimenta la paz y la fortaleza, descubre sorprendido el derroche de su gracia, se siente inundado con su bendición. Al final del salmo, de la tormenta ya no queda nada, solo queda una apacible visión de paz y de alegría; sobre toda maldad destructora se alza el arco iris de la bendición divina; a la oscura tempestad del Viernes Santo le sigue la luz gozosa de la Resurrección.
El pueblo tiene la certeza de la victoria final de Dios. La última palabra contra todas las potencias hostiles la tiene el Señor. Jesucristo es el Señor de la gloria. Con una imagen acertadísima: «El Señor se sienta por encima del aguacero como rey eterno», o sea, como el Señor y Soberano supremo de toda la creación. Frente a toda desestabilización de los aguaceros, el Señor se sienta por encima de ellos. Recitar este salmo hoy día es erguirse audazmente y pensar que el hombre de fe no tiene miedo de nada, pues sabe que todo está en manos de Dios. «El miedo llamó a mi puerta. Salió la fe a abrir y no había nadie» (Luther King).
Ya puede el pueblo, fascinado y humilde, estremecido y confiado, cantar serena y unánimemente la gloria de Dios en la liturgia del templo, tratar con un Dios que es señor y siervo, que humilla y enaltece, que es poderoso y da poder para luchar contra el mal que atenta contra la belleza y el esplendor de la creación, que es siempre amigo entrañable del ser humano.
Oración y vida se dan la mano, alabanza y lucha por la dignidad de Dios en el ser humano se abrazan. Este salmo es don de paz y liberación, y tarea por la paz y la liberación. En este salmo el poder y la gloria del Señor se traducen en ternura hacia el ser humano, llamado a formar con todos los seres humanos una comunidad de hermanos que alabe y bendiga a Dios. «Gloria in excelsis Deo et in terra pax».