«Padre nuestro, que por la fuerza del Espíritu hiciste germinar en el seno de María tu sublime Presencia, y en la carne de Jesús eres el Dios-con-nosotros; teniéndote en medio de nosotros no vacilamos, porque Tú nos conduces a la nueva Ciudad, donde serás para siempre nuestro Dios. Por Jesucristo nuestro Señor. Amén.
2 Dios es nuestro refugio y nuestra fuerza,
poderoso defensor en el peligro.
3 Por eso no tememos aunque tiemble la tierra,
y los montes se desplomen en el mar.
4 Que hiervan y bramen sus olas,
que sacudan a los montes con su furia:
El Señor de los Ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
5 El correr de las acequias alegra la ciudad de Dios,
el Altísimo consagra su morada.
6 Teniendo a Dios en medio, no vacila,
Dios la socorre al despuntar la aurora.
7 Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan:
pero él lanza su trueno y se tambalea la tierra.
8 El Señor de los Ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
9 Venid a ver las obras del Señor,
las maravillas que hace en la tierra:
10 pone fin a la guerra hasta el extremo del orbe,
rompe los arcos, quiebra las lanzas,
prende fuego a los escudos.
11 «Rendíos, reconoced que yo soy Dios:
más alto que los pueblos, más alto que la tierra».
12 El Señor de los Ejércitos está con nosotros,
nuestro alcázar es el Dios de Jacob.
1. LA PRESENCIA DE DIOS EN MEDIO DE LA COMUNIDAD: UN CANTO A LA FE
En este salmo habla una comunidad de creyentes. Y en su voz nos deja oír su fe inquebrantable en Dios. Alguien lo definió como el «Cantar de los Cantares de la fe» (Kittel). Con imágenes expresivas y estilo vibrante, con palabras más sonoras que visuales, va cantando su confianza en Dios. Los peligros la rodean y amenazan por todas partes, pero eso no resta un ápice al tono confiado y emocionado de su canto. El motivo de su confianza no es la ciudad, por muy amurallada que ésta se encuentre; el secreto de su confianza es la presencia de Dios en medio.
El pueblo sabe del temor que produce el temblor de la tierra, conoce la inseguridad al ver cómo los montes, símbolo de seguridad y firmeza, se desploman en el mar, ha visto angustiado cómo las olas hierven y braman altivas horadando la roca más firme. Pero ve, mucho más allá de un horizonte de guerras y de desastres, que Dios está por encima, dominador de todos los ejércitos. La idea fuerza del salmo es el estribillo que lo recorre: «El Señor está con nosotros».
Este señorío de Dios sobre todo el cosmos y sobre la historia, que puede amansar la furia de los mares y asentar la tierra agrietada, se convierte en casa de refugio y fortaleza, en defensor de todos los peligros que acechan a su pueblo. El Dios, inaccesible ante el asalto de los enemigos del ser humano, se muestra accesible y cercano a las gentes de la ciudad. Esta seguridad en la presencia salvadora de Dios lleva al pueblo a reafirmarse en la confianza, llegando incluso a desafiar a las adversidades: «Aunque vemos revolverse todo: una turbación insoportable, sucesos que nunca habían sucedido, la entera creación reventando, los montes agitados, todo descuajado de sus fundamentos, los elementos trastocados…, no temeremos» (San Juan Crisóstomo).
Las resonancias evangélicas de este salmo son muy abundantes. Al Dios poderoso lo podemos llamar Abbá en un clima de ternura e intimidad inigualables. En la carne de María florece la presencia del Enmanuel, el Dios con nosotros. Jesús resucitado, fuerza amorosa y reconciliadora que pone fin a todas las asechanzas y violencias, está en la comunidad «todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). El Espíritu da la fortaleza para enfrentarse a las dificultades. La ciudad de Dios es la Iglesia, que sabe que su Señor está siempre con ella, no vacila y espera contra toda esperanza porque la primera y la última palabra la tiene el Dios de la vida.
Nosotros, cristianos de hoy, a quienes tantas cosas nos producen temor y en quienes prende la desilusión al ver que los más fuertes caen y abandonan, al orar este salmo entramos en la escuela del abandono confiado. La confianza es lo que más desea el corazón del hombre, inmerso entre tantos interrogantes y entre tantas dudas. También es lo que más agrada a Dios. «Lo que agrada a Dios en mi pequeña alma es la confianza que tengo en su misericordia» (Santa Teresita).
2. LA TERNURA DE DIOS EN MEDIO DE LA COMUNIDAD: UN CANTO AL AMOR
A nosotros nos resulta difícil entender lo que Jerusalén significaba para el pueblo de Israel. Su mismo nombre Yerushalaim (de la raíz Shalom, «ciudad de la paz») está cargado de simbolismo místico con resonancias universales. Lo que hace única a esta ciudad es que Dios ha puesto en ella su trono y su morada. No es de extrañar la fascinación que ha ejercido siempre sobre tantos peregrinos, que han subido a Jerusalén como quien sube al cielo. «La ciudad de Dios se yergue con tranquilo señorío en el centro del poema» (Alonso Schökel).
Construida sobre áridos montes, de la ladera del monte Sión brota la fuente de Siloé. Con una imagen bellísima se expresa en el salmo la experiencia de la vida, de la alegría, de la gracia, de Dios: «El correr de sus acequias alegra la ciudad de Dios». El agua ya no es destructora sino fecunda; el sonido del agua ya no causa temor sino que alivia y consuela a los vecinos de la ciudad.
Los enemigos están a la puerta de la ciudad, pero Dios la libera milagrosamente al despuntar la aurora. A la noche tenebrosa de la opresión y el peligro sucede el respiro alegre del clarear de la mañana. Con cuatro rasgos vivos y concisos se describen el peligro, la intervención de Yahvé y la derrota enemiga. Los pueblos se amotinan, los reyes se rebelan, Él lanza su trueno (su voz) y se tambalea la tierra. La rapidez y la fuerza con la que Dios libera cambian el caos por la paz, el llanto por la alegría. «Alégrate, hija de Sión; regocíjate, Israel; alégrate y exulta de todo corazón, hija de Jerusalén… El Señor, tu Dios, está en medio de ti, como poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti; te renovará por su amor» (Sof 3,14.17-18).
Las resonancias místicas de estos versículos son muy abundantes. San Ambrosio ve en la aurora la resurrección de Jesús que vence toda noche: «Muere al atardecer del mundo, cuando ya desaparece la luz, porque este mundo yacía totalmente en tinieblas y estaría inmerso en el horror de tinieblas aún más negras si no hubiera venido del cielo Cristo, luz de eternidad, a restablecer la edad de la inocencia al género humano». Por otra parte, el tema del agua está muy presente en los evangelios. Justamente, en la fiesta de los Tabernáculos, cuando toda Jerusalén cantaba este salmo, «el último día, el más solemne de las fiestas, Jesús en pie gritaba: ‘el que tenga sed, que venga a mí; el que cree en mí, que beba. De sus entrañas manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,37). «Este río es el Señor, el Espíritu Santo: río de paz, torrente de gloria, onda de gozo, flujo de felicidad, abundancia que desborda la casa de Dios. Porque es el amor del Esposo y la Esposa en la ciudad gloriosa. ¿Qué otra cosas es la dicha de esa vida y esa ciudad, si no es ese amor?» (Ruperto de Deutz).
3. LA PAZ DE DIOS EN LA COMUNIDAD: UN CANTO A LA ESPERANZA
Entramos en la tercera parte del salmo, que es como una de las tablas laterales de este tríptico de gran belleza. Comienza con una invitación a la contemplación: «Venid a ver las obras del Señor». Curiosamente Jesús envió al ciego a lavarse a la piscina de Siloé para poder ver las maravillas de Dios (cf Jn 9,7).
¿Cuáles son estas obras grandiosas? Que Dios pone fin a la guerra, que no solo vence a los enemigos, sino que vence la guerra. Con el recuerdo de los bellísimos textos de Isaías: «de las espadas forjarán arados, y de las lanzas podaderas. No alzará la espada pueblo contra pueblo, ni se adiestrarán para la guerra» (Is 2,4), aquí se habla de un Dios que rompe los arcos, quiebra las lanzas, prende fuego a los escudos; todos los instrumentos de muerte los reduce a ceniza. Dios se empeña en la lucha contra todo aquello que pueda privar al pueblo del don inestimable de la paz.
Las profundas corrientes pacifistas que recorren hoy los pueblos de la tierra pueden descubrir que esta aspiración viene de lejos. Hacer la experiencia de Dios es encontrarse con este hondo deseo de paz. Pero antes de romper los arcos de los otros, tendrá Dios que romper nuestro propio arco, nuestra agresividad, nuestro orgullo dominante.
Contemplar las proezas de Dios es mirar la muerte y resurrección de Jesús, que han dado muerte al odio y nos han hecho hermanos por el amor. El amor fraterno ha sido la gran batalla pacífica del Señor de los ejércitos. El gran proyecto de Dios es «acabar con toda lágrima, con todo lamento, contada muerte, con todo duelo» (Ap 21,4) y que surja la iglesia, ataviada como una novia, para el encuentro de bodas con su Amado (cf Ap 19,7).
El salmo termina con una invitación a reconocer a Dios como Dios de nuestra vida. Abrirle un espacio a Dios, más allá de las prisas y los afanes de la vida, más allá de la violencia contra los otros, lleva a experimentar con gozo la liberación. Aprender a recibir de Dios, callar para escuchar su voz llena de poder, puede llevar a la adoración y a dar la mano a todos los hombres y mujeres del mundo en un camino sin sobresaltos.