Salmo 56: La alegría de la luz

«¡Qué mañana de luz recién amanecida! ¡Resucitó Jesús y nos llamó a la vida!»

2 Misericordia, Dios mío, misericordia,

que mi alma se refugia en ti;

me refugio a la sombra de tus alas

mientras pasa la calamidad.

 

3 Invoco al Dios Altísimo,

al Dios que hace tanto por mí.

 

4 Desde el cielo me enviará la salvación,

confundirá a los que ansían matarme,

enviará su gracia y su lealtad.

 

5 Estoy echado entre leones

devoradores de hombres;

sus dientes son lanzas y flechas,

su lengua es una espada afilada.

 

6 Elévate sobre el cielo, Dios mío,

y llene la tierra tu gloria.

 

7 Han tendido una red a mis pasos,

para que sucumbiera;

me han cavado delante una fosa,

pero han caído en ella.

 

8 Mi corazón está firme, Dios mío,

mi corazón está firme.

Voy a cantar y a tocar:

 

9 despierta, gloria mía;

despertad, cítara y arpa,

despertaré a la aurora.

 

10 Te daré gracias ante los pueblos, Señor,

tocaré para ti ante las naciones:

 

11 por tu bondad que es más grande que los cielos,

por tu fidelidad que alcanza a las nubes.

 

12 Elévate sobre el cielo, Dios mío,

y llene la tierra tu gloria.

1. UN CLAMOR EN LA NOCHE OSCURA

Estamos ante un salmo que expresa la oración de un perseguido, de alguien que está acostado en el sufrimiento. Está echado entre leones que echan fuego por las fauces y van abrasando y consumiendo seres humanos. No tiene escapatoria: lanzas, flechas y espadas lo acorralan. Le ronda una banda de cazadores que han construido trampas, disimuladas con ramaje, para que el animal caiga. Una especie de escuadrón de la muerte quiere quitarle la vida.

Las situaciones simbolizadas aquí pueden ser muchas, pueden referirse a personas concretas, pero también a pueblos. De todos modos, las situaciones de opresión y de esclavitud, de estar como sin salida, no andan lejos de los tres grandes negocios del momento: la guerra, la droga, el sexo como mercancía. Parece que no hay salida, pero el orante se refugia en el templo, bajo las alas divinas; busca su puesto en el corazón misericordioso de Dios. En las coyunturas de peligro, el templo abre sus puertas y ofrece amparo mientras pasa la calamidad. Refugiarse en el templo es confiar en Dios, buscar su presencia protectora. En medio de la noche se oye un intenso clamor. Con la súplica quiere apresurar la aurora y, con ella, la luz. La confianza en la gracia y la lealtad, que aparecen en el salmo como una personificación de Dios, impide el desaliento y la rendición ante la presencia del mal.

El orante sabe que Dios, “el que hace tanto por mí”, no deja las cosas a medio hacer, lleva sus planes y cumple sus promesas de vida a pesar de todo; su bondad permanece para siempre. Dios nunca se vuelve atrás. Con Dios en medio no hay noche sin luz, no hay miedo sin victoria, no hay pecado sin gracia, no hay muerte sin vida. Por eso, aun en medio de la noche, se escuchan, primero pálidamente, estruendosamente después, las notas del himno a la alegría. Del peligro, tan íntimamente sentido en la noche que se prolonga, brota el estribillo, que ocupa un puesto importantísimo en el salmo. Se repite dos veces, como una voz que va creciendo a medida que avanza la experiencia de Dios. Con la imagen del sol como trasfondo, el orante pide que Dios amanezca, que suba y se alce con su luz potente.

La mañana es tiempo de gracia, la luz es vista como salvación y vida. “Al atardecer, ahí está el espanto; antes de que amanezca ya no existen” (Is 17,14). Las manipulaciones de los que ponían cerco a la vida se vuelven contra ellos, caen en las trampas que había ideado para los demás. Comienza la actuación liberadora de Dios.

2. LA LUZ AMIGA

Con la vida, inundada de luz, puede amanecer también la alegría (cf Sal 97,11). “El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz intensa, habitaban un país de sombras, y una luz brilló para ellos” (Is 9,1). El corazón del orante, lo más íntimo de él, no ha sido mordido por los leones, ni atravesado por la lanza, tampoco ha caído en la trampa; se ha mantenido firme aun en medio de la postración, ha confiado en Dios. El corazón del orante siempre está en vela: “Estaba durmiendo, mi corazón en vela” (Cant 5,2).

Las dificultades no han podido apagar la brasa de la confianza. Ahora es tiempo de despertar, deprisa, para expresar el paso del miedo a la alegría, de la pesadilla a la serenidad, del clamor a la acción de gracias. Lo hace con unos versos que brillan por su intensidad y belleza. El orante, al estilo de los sacerdotes egipcios o fenicios de “despertar la aurora”, tiene que despertarse a sí mismo, despertar toda la dignidad que se había quedado escondida por el miedo ante las amenazas de los enemigos; su vida tiene sentido porque es valiosa a los ojos de Dios.

Después, tiene que despertar los instrumentos musicales, la cítara, colgados en el tiempo del luto y de la prueba. Finalmente, a la misma aurora, como adelantándola. “Yo despertaré a la aurora, no ella a mí” (Quimchi). El salmo termina con un cántico de acción de gracias dirigido al Señor a la vista de todos los pueblos. El canto del salmista se encuentra, en la asamblea, con los cantos de todos los que han experimentado la acción de Dios. Las maravillas de Dios no se pueden callar, la luz no se puede ocultar debajo de la mesa, sino que tiene que alumbrar a todos (cf Mt 5,16). Los motivos son la bondad y la fidelidad de Dios, que son más grandes que los cielos, que alcanzan a las nubes. Los planes liberadores de Dios con el salmista se realizarán también en todos los pueblos de la tierra, no solo en los límites del pueblo escogido. La alegría se verá reflejada en una lucha contra el mal, en un esfuerzo liberador de todos los que tienen la vida amenazada; esto es lo que da gloria a Dios.

3. NUESTRO SALMO

La tradición cristiana ha orado con este salmo su despertar a la luz y a la alegría pascual, que se irradia en los cristianos al abrírseles un horizonte de gloria. En Jesús vemos la bondad del Padre, en sus gestos y palabras se esconde el amor entrañable del Padre. Tanto la Navidad como la Resurrección podemos leerlas a la luz de este salmo. “Toda la estancia de Cristo en la tierra fue una aurora, un crepúsculo, hasta que el sol se acostó, para levantarse de nuevo y despejar la aurora con el resplandor de una luz nueva.

De la resurrección recibió el sol un esplendor nuevo, una luz más serena. Entonces el sol se alzó sobre el cielo, difundió sus rayos sobre la tierra” (San Bernardo). Jesús ha personificado este salmo. Su amor a nosotros es tan grande que se ha abajado, como uno de tantos, para levantarnos de toda postración humillante, indigna de los hijos de Dios. De estar echado en el sepulcro, después que lo mataran en una cruz en medio de una noche de tristeza hasta llorar lágrimas de sangre, ha pasado a ser levantado por el Padre.

Con su presencia resucitada la mañana del mundo se ha llenado de luz. En Jesús encontramos refugio cuando el proyecto de vida según el evangelio resulta incómodo para algunos. “Habiendo sido probado en todo sufrimiento, puede ayudar a los que se ven probados” (Hb 2,17). Jesús acrecienta nuestra esperanza y nos invita a adelantar con un estilo de vida, contemplativo y solidario, la hora del reino. Como hizo María en las bodas de Caná. Jesús, “el sol que nace de lo alto” según expresión de Zacarías (Lc 1,78), nos ha sacado del dominio de las tinieblas y nos ha trasladado al reino de la luz.

Un himno de la liturgia lo expresa muy acertadamente:

«Al filo de los gallos viene la aurora; los temores se alejan como las sombras. Dios, Padre nuestro, en tu nombre dormimos y amanecemos. Como luz nos visitas, Rey de los hombres, como amor que vigila siempre de noche; cuando el que duerme bajo el signo del sueño prueba la muerte. Del sueño del pecado nos resucitas y es señal de tu gracia la luz amiga. ¡Dios que nos velas!, Tú nos sacas por gracia de las tinieblas» (José Luis Blanco Vega).

Salmo 56

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