«Nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (San Agustín).
Oh Dios, tú eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agotada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te alabarán jubilosos.
En el lecho me acuerdo de ti
y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti
y tu diestra me sostiene.
Pero los que buscan mi perdición
bajarán a lo profundo de la tierra;
serán entregados a la espada,
y echados como pasto a las raposas.
Y el rey se alegrará con Dios,
se felicitarán los que juran por su nombre,
cuando tapen la boca a los traidores.
1. LA SED DE DIOS
Al salmista, quizás desterrado de Jerusalén, le brota a borbotones en la madrugada una confesión liberadora: «Oh Dios, tú eres mi Dios»; su situación ha cambiado, ahora está lejos del templo, pero el corazón, enamorado, sigue cantando sus canciones. Así comienza este salmo de poesía mística, en el que un orante da rienda suelta a sus sentimientos más hondos y logra comunicarlos con gran belleza. El orante se presenta a Dios con la urgencia de quien no puede vivir sin El: «Me presenté a ti para que me vieras, y por esto me viste para que te viera» (San Agustín).
Si orar es aprender a decir «tú», quien aquí habla es un orante, ya que se dirige a Dios con un tuteo amoroso que llena el salmo (hasta diecisiete veces aparece esta forma tan directa e íntima de tratar a Dios), como si el amor rompiera toda distancia y pidiera la unión entre los amantes. La experiencia de Dios de la que rebosa el salmista es una invitación y un desafío a saborear a Dios, que no es una idea abstracta, sino Alguien que busca con pasión el encuentro con los que ama.
El orante no habla con Dios en abstracto, de lejos o de oídas, sino poniendo toda su corporeidad en la relación. Para buscar a Dios madruga, tiene sed y desfallece si no encuentra el agua fresca; se sacia, está a la sombra de Dios; en el lecho se acuerda, contempla; sus labios alaban, levanta las manos; se sabe pegado a Dios, siente el contacto de la mano de Dios sosteniéndolo; ve, gusta, toca, canta con júbilo. Lejos de un espiritualismo desencarnado, es toda la persona la que está implicada en la relación amorosa con Dios.
Destacan en el salmo las sugerentes las imágenes que utiliza para expresar la sed. Parece que se siente la sed. El orante está como la tierra, agrietada y agotada por la sed, que pide a gritos el agua de la vida. No puede dormir con esa sed que le mata y se despierta con el alma reseca (nefesh, en hebreo, significa alma y garganta) buscando con pasión al Dios que antes lo ha buscado a él, al «manantial de aguas frescas» (Jr 2,13), el único que puede saciar su sed. Otro místico, san Juan de la Cruz, expresará así esta extraña sed: «Descubre tu presencia, y máteme tu vista y hermosura, mira que la dolencia de amor, que no se cura sino con la presencia y la figura».
La añoranza de la contemplación de la fuerza y de la gloria de Dios ha excavado en el orante una extraña sed. Su corazón es una pequeña teofanía donde reverberan la luz y el calor de Dios. Y así ve también toda la realidad, como una huella de hermosura que Dios ha dejado a su paso.
Este salmo es una radiografía en la que queda al descubierto lo que es el ser humano, esa criatura tan singular, que lleva dibujada en lo más profundo de sus aguas la imagen de Dios, que «está hecho para Dios y solo descansa cuando lo encuentra» (San Agustín).
En algunas personas esta sed es imposible de esconder, pero en otras, quizás por falta de cuidado y atención, se ha escondido tanto que casi ni se siente. Unos experimentan el gozo desbordante de saborear a Dios, otros conocen el desencanto y el sinsentido profundo de la vida. En todo caso, Dios siempre está cercano, de unos y otros, porque no puede dejar de tener sed de amor por todos.
2. LO QUE VALE MÁS QUE LA VIDA
En el salmo se habla el lenguaje de la totalidad: «toda mi vida te bendeciré»; Dios y el ser humano no se contentan con poco, lo quieren todo el uno del otro. Es normal que al ser alcanzadas por Dios todas las horas (la noche, la madrugada, el día), al ser alcanzados todos los sentidos, al ser alcanzado el pasado, el presente y el futuro de la persona, ésta diga exultante: «Tu gracia vale más que la vida». Ninguna dulzura y riqueza se puede comparar con el gozo de experimentar a Dios; ante su gracia todo lo demás queda relativizado. El Dios, ausente y presente, añorado y gozado, lo llena todo. El orante no concibe la vida sin convivir con Dios.
El salmista encontró el tesoro, y aseguró su libertad. Dios, un Dios poseído por la fe en el corazón, es como una carga de profundidad que le hace estallar al salmista en un arranque de júbilo: «Te alabarán mis labios; toda mi vida te bendecirá, y alzaré las manos invocándote». A esto lo llamamos adorar. Por encima de todas las urgencias, el salmista levanta en alto la antorcha suprema de todo creyente: la absoluta primacía de Dios.
Al hambre de Dios, Dios responde con la saciedad. Dios es amigo de dar, sacia de enjundia y de manteca, se hace festín abundante. Solo Dios puede llenar de alegría el mundo interior, tan insaciable, de la persona. El salmista recuerda los banquetes de comunión en el templo; el cristiano piensa en el banquete que Jesús preparó la última cena y cuyo valor profundo ya había explicado en el discurso de Cafarnaúm: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6,55-56).
Y es así como, lleno de ternura, sigue explayándose el salmista: «En el lecho me acuerdo de Ti, y velando medito en Ti». Una persona así jamás será acosada por el miedo. Avanzará noche adentro hacia la unión con su Amado. «¡Oh noche amable más que el alborada! ¡Oh noche que guiaste, oh noche que juntaste Amado con Amada, Amada en el Amado transformada!» (San Juan de la Cruz).
Para significar este estado interior de liberación, sale de la boca del salmista uno de los versos más espléndidos: «A la sombra de tus alas canto con júbilo». Júbilo: la palabra más alta entre los sinónimos de alegría; canto: cuando nace del corazón como un estallido imparable; alas: símbolo de protección; sombra: frescura para el estío. Todo ello forma un panorama humano envidiable: una persona precedida por la seguridad, seguida por la paz, custodiada por la libertad y respirando alegría por todos sus poros. ¿Cómo no hacer de todo esto una alabanza jubilosa?
3. LA ÚLTIMA PALABRA NO LA TIENE EL MAL
En las dos últimas estrofas del salmo se respira otro tono, ya no se tutea a Dios. Aparece un horizonte oscuro en contraste con la luminosidad y dulzura del resto del salmo. ¿Forman parte del mismo salmo? ¿Son una continuación del lenguaje enamorado de las primeras estrofas? Da la sensación de que nos encontramos en otra tierra totalmente distinta.
La mayor parte de los salmos de intimidad con Dios tienen este género de estrofas contra los enemigos de Dios, contra los enemigos del ser humano y de la creación. La felicidad de estar con Dios no es ni mucho menos una huida, un refugio perezoso, sino la iniciación al compromiso total, al combate de cada día contra el mal. La oración, en Israel, jamás estuvo separada de la vida.
Para poder orar estas dos últimas estrofas hay que colocarse en el tiempo escatológico y pedir a Dios que desaparezca el mal, que tape la boca a los que hacen el mal y abusan de todos los pequeños de la tierra. En este sentido, volvemos a coincidir con la oración de Jesús: «Líbranos del mal». En la experiencia de intimidad con Dios el salmista siente que pierden consistencia los enemigos.
4. ACTUALIDAD DEL SALMO
¿Es actual este salmo? ¿Podemos nosotros hacer resonar en nuestros labios estas cosas tan sublimes? ¿Podemos decir que la amistad con Dios vale más que la vida y que da sentido a la misma vida? ¿Podemos alabarle con todo nuestro ser? ¿Somos capaces de saborear a Dios?
Una vez más tenemos que acudir a Jesús y orar con El. Nadie como él deseó la íntima unión con el Padre y madrugó para encontrarse con su rostro: «Al amanecer, aún en plena oscuridad, Jesús se levantó, salió y se dirigió a un lugar desierto para hacer oración» (Mc 1,35).
Jesús nos ha dicho: «Buscad y encontraréis» (Lc 11,9), nos ha invitado a entrar en una relación personal con el Padre que nos acompaña y abraza con la solicitud y ternura de una madre. Muchos hombres y mujeres son testigos a lo largo de la historia de que las palabras del salmo no solo no son exageradas, sino que se quedan cortas.