Domingo cuarto de Cuaresma

Lectura orante del Evangelio: Juan 9,1-41

Ahora, Señor, no se quiere ver. ¡Oh, qué mal tan incurable! Aquí, Dios mío, se ha de mostrar vuestro poder, aquí vuestra misericordia (Santa Teresa, Exclamaciones 8)

Al pasar, vio Jesús a un hombre ciego de nacimiento.

Un ciego no ve, pero está, en la calle, a la vista de todos; grita, extiende la mano. Pasamos junto a él, como ante tantas personas que sufren exclusión, discriminación y miseria. Consideramos tan normal este paisaje que terminamos acostumbrando nuestro corazón a la indiferencia; hay luz en la fachada, pero tiniebla en el corazón. Jesús ve al ciego, se acerca a él con compasión y ternura, inicia un diálogo liberador. Se niega a aceptar la opinión generalizada de que está así por su culpa. La presencia de los ciegos de todo tipo deja al descubierto nuestra ceguera. Nosotros, si no los vemos, somos más ciegos que ellos: Tienen ojos y no ven. Comenzar la oración con esta humildad de saber que compartimos cegueras es andar en verdad, es fruto del Espíritu. Jesús, ilumina nuestras oscuridades. Sé tú nuestra luz, enciende nuestra noche.

‘Yo soy la luz del mundo’.

Jesús es una novedad inaudita, una presencia de bondad en medio del mundo. No solo da la vista al ciego del camino, sino que le desvela su identidad: yo soy la luz del mundo. Jesús es luz encendida, puesta en medio para iluminar. No hay otra noticia más fascinante que esta. Jesús es luz, su amor es más grande que todos nuestros pecados. Nuestra muerte es vencida por su presencia sanadora. Con él nos viene una plenitud insospechada. Como curó al ciego con el barro y el agua, con el signo y la palabra, nos puede curar ahora a nosotros para que seamos hijos del Padre, que es luz de luz, y realicemos las obras del día. Estamos ante ti, Jesús, como noche que espera la aurora. Tu mirar es amar: esta es la verdad que sostiene nuestra fe. Eres nuestra luz y salvación.

‘¿Crees tú en el Hijo del hombre?

Un ciego en el camino, gritando, no era problema. Un ciego que ahora ve, gracias a Jesús, es una amenaza para la vieja mentalidad, incrédula. Un convertido a Jesús es un peligro, una persona liberada por Jesús resulta incómoda. ¡Cuánta resistencia a la hora de acoger la novedad! Unos tienen miedo, otros son incapaces de alegrarse con el triunfo de la vida, otros expulsan o marginan a quien camina en la verdad. ¿Y nosotros? ¡Cuánta ceguera disimulada en ojos que, sólo aparentemente, ven! ¿De qué sirve acaparar y presumir de fe, si no dejamos paso a la novedad de Jesús que libera? ¿Será verdad que no queremos ver? Sea como sea, Jesús no nos deja solos, nos hace la pregunta de la fe a cada uno/a: ¿crees tú?  Y espera pacientemente que dejemos entrar su luz en nuestro corazón. El que había sido ciego nos anima con su confianza, tan sencilla, a recorrer sin miedo el proceso de la fe. Espíritu Santo, guíanos hacia la fe, llévanos a Jesús.

‘Creo, Señor’.

Jesús espera nuestra respuesta creyente. Los que están sufriendo la enfermedad esperan también palabras de consuelo y esperanza en esta hora. El joven, que antes era ciego, radiante de alegría, confiesa abiertamente su fe; ofrece su testimonio y nos regala palabras nuevas para decir nuestra fe: Creo, Señor. A esta fascinante aventura de vivir como hijos de la luz nos empuja el Espíritu. Jesús nos ha abierto los ojos, nos ponemos ante él, lo adoramos. Por haber gozado de su luz, nos solidarizamos con los que sufren dramas infinitos, afrontamos con esperanza solidaria estos momentos duros que vive la humanidad. Bajo tu amparo nos acogemos, santa Madre de Dios.

Desde el CIPE: – marzo de 2023

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