Domingo de Ramos

Lectura orante del Evangelio: Mateo 26,14-27,66

«Nos detenemos estos días para mirar el Crucifijo, la cátedra de Dios, y aprender en él amor humilde, que salva y da la vida» (Papa Francisco).

Lo entregó para que lo crucificaran.

El Amor es crucificado, pero el camino de las bienaventuranzas que Jesús abrió ya nadie lo podrá borrar de esta tierra tan amada por Dios. El Padre nos entrega, en la fidelidad del Crucificado, su bondad, su compasión y su ternura, para que nosotros nos sepamos amados y continuemos el trabajo de nueva creación que Jesús trazó en su Evangelio. Jesús no buscó la cruz, pero no la rehusó cuando estaba en juego su proyecto de amor. Por eso, los porqués más hondos del ser humano son curados por la cruz, Las risas del mal y la injusticia, de la mentira al servicio de los poderosos y de toda violencia con los más débiles, son vencidos por la debilidad crucificada de Jesús. La cruz es el nuevo rostro de Dios que nos desvela Jesús. En la cruz, dolorosa e infamante, reservada a los traidores, a los esclavos y a los peores criminales, vemos ahora a Dios. A tanto ha llegado su humildad y su dulzura. «En silencio, te miramos, te adoramos, Señor».

Los que pasaban, lo injuriaban.

Así se presenta el Amor: como lo más vulnerable, expuesto a la burla de quienes se ríen de su camino de bondad. ¿Cómo es posible burlarse del Amor inocente? ¿Cómo es posible que el regazo íntimo de tantas madres, espacio de ternura para cuidar la vida, se convierta en campo minado de muerte? ¿Cómo es posible la injuria o el silencio cómplice ante tanto desprecio a la vida de los débiles y a la creación, que nos arropa y alimenta? Jesús, ante la burla, calla, perdona, ama. Su silencio expresa la dignidad de quien ha sido fiel, la confianza de quien se sabe sostenido por el Padre, la sabiduría de quien ha entendido la verdad de todo. Como Jesús, hay muchos que no reniegan de su fe y soportan la persecución. Son una nube de testigos, que nos alientan en el camino. «En ti, Jesús, descubrimos la entrega máxima de Dios al ser humano. Gloria a ti, Señor, por siempre. Dios mío».

Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Renunció a sí mismo para servir a los demás y ahora nadie asume la responsabilidad de su destino. Nos amó hasta el extremo y ahora se le esconde la luz. ¿Abandonará? No, seguirá fiel hasta el final, como el grano de trigo que muere y da fruto. En la noche de Jesús aparece la debilidad y el sufrimiento del Dios que nos salva haciéndose tan pequeño. En el culmen del anonadamiento, revela el rostro auténtico de Dios, que es misericordia. En el abandono, ora y confía: «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu. Bendito seas, Jesús, tu abandono confiado nos salva».

Y Jesús dio otro grito fuerte y exhaló el espíritu.

Así terminó Jesús, el que nos salva de los lazos del pecado, de la muerte, del miedo y de la tristeza. Después del grito, ya no hay palabras, solo un silencio de fidelidad y confianza en su Padre. Jesús muere fiel al Dios en el que ha confiado siempre. Muere como un excluido, pero confiando en el Dios que no rechaza ni excluye a nadie. Muere como el más pobre y despreciado, pero haciéndose solidario de todos los pobres de la tierra. En el santuario de su cuerpo muerto solo habla el callado amor. «Estás desnudo, nada te llevas, todo nos lo has dado. Nuestro amor es para ti».

Realmente éste era Hijo de Dios.

Un centurión romano levanta la esperanza caída y alerta al corazón para que espere la luz de la Pascua. Un pagano es quien mejor entiende la inocencia y dignidad de Jesús. En la fe de este hombre ya se oye el rumor de la vida. Jesús está vivo, nada tiene dominio sobre él. Su amor entregado nos guía y da fuerza para seguir buscando alternativas de Evangelio para este mundo. «Contigo, Jesús, siempre hay vida y esperanza».

Desde el CIPE deseamos que la Semana Santa os acerque a Jesús – abril de 2017

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