Domingo de Resurrección

Con la muerte de Cristo, pareció que sus propuestas y pretensiones habían fracasado. Sus enemigos quedaron momentáneamente convencidos de que se habían deshecho de él para siempre. Para ellos, Jesús fue solo un rebelde iluso.

Es verdad que hizo algunos signos poderosos que no terminaban de entender, que confundió al pueblo con sus propuestas, que actuó con una libertad inaudita ante la Ley y las autoridades, que proclamó dichosos a los pobres y a los pecadores…, pero acabó abandonado de sus seguidores y -aparentemente- también de Dios. Esto les confirmaba en su opinión de que la vida, la predicación y las promesas de Jesús no tenían sentido.

En un primer momento, sus discípulos pensaron lo mismo, por lo que se escondieron para no acabar como él. Sin embargo, los mismos que huyeron atemorizados, salen de pronto a la luz para gritar su fe. Sufren con valor azotes, encarcelamientos, e incluso la muerte, por confesar a Jesús. Ellos anuncian lo que han experimentado: su encuentro con el crucificado que -paradójicamente- se les ha mostrado vivo. No es un sueño ni un fantasma; es el mismo Jesucristo: el mismo de antes, pero más que antes. Una presencia que se impone llena de poderío. Ellos son los testigos.

Los discípulos no cuentan cómo sucedió, porque ellos no estaban allí. Pero afirman con convicción que, en medio del silencio de la noche, contra toda esperanza, Jesús resucitó, y ahora se ha hecho presente, vivo y actuante en sus vidas. No son ellos los que le han buscado o han provocado el encuentro. Él siempre lleva la iniciativa y se ha manifestado a las mujeres, a algunos discípulos por separado, a otros cuando estaban juntos, haciéndoles comprender que se ha realizado lo que parecía imposible: Jesús ha vencido a la muerte y ahora vive para siempre. El Padre le ha dado la razón y ha transformado su humillación en exaltación.

La glorificación de Jesús

El Credo confiesa que Jesús, después de su resurrección, «subió a los cielos y está sentado a la derecha de Dios Padre. Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos». Si en nuestros días la imagen del «descenso a los infiernos» resulta extraña, lo mismo sucede con la de la «ascensión al cielo».

Pero hemos de recordar que en el Antiguo Testamento, «ascensión», «elevación» y «glorificación» son tres palabras sinónimas para indicar la entronización de un rey, la toma de posesión de su reino. Eso es lo que queremos decir cuando afirmamos que Jesús «subió a los cielos»: el triunfo definitivo del Señor resucitado sobre el pecado y sobre la muerte, el cumplimiento de su misión salvadora, la manifestación de su gloria, su entronización.

Lo mismo podemos decir respecto al sentarse «a la derecha del Padre». Como a la derecha del rey se sentaba el príncipe heredero, esto significa que Jesús comparte el poder y la gloria de Dios. Con su ascensión, Cristo desaparece materialmente de nuestra vista, pero tenemos que recordar que su ausencia es solo aparente, porque permanece entre nosotros de una manera nueva, por medio del don del Espíritu Santo y de los sacramentos.

En tu resurrección, oh Cristo, hemos resucitado todos

Todo lo que Jesús hizo y dijo revela su verdadero sentido porque se manifiesta verdadero. Confió en el Padre hasta la muerte y el Padre le libró de la muerte, haciendo mucho más que devolverle la vida perdida: le convirtió en «primogénito», en el primer nacido del nuevo mundo que Jesús había anunciado, juez de vivos y muertos, última referencia de todo lo que existe. Y podemos tener la confianza de que todo lo sucedido en él está destinado a suceder en nosotros, porque él mismo nos ha asegurado que quienes creen en él no morirán para siempre y participarán de su vida gloriosa.

Los que ahora lo encuentran, comprenden los signos que realizó con una luz nueva, comprenden sus palabras, comprenden su muerte. Todo adquiere un significado más profundo: «Ya no pesa condenación alguna sobre los que viven en Cristo Jesús. La ley del Espíritu vivificador me ha liberado por medio de Cristo Jesús de la ley del pecado y de la muerte» (Rom 8,1-2).

En Jesús descubrimos que la muerte física no es el final de nuestra existencia porque Dios nos ha creado por amor y para el amor, para ser miembros de su familia, para compartir su vida. Un amor que es desde siempre, tiene que ser también para siempre. En la resurrección de Cristo se confirma su anuncio. Al mismo tiempo, descubrimos que el dolor, el sufrimiento, las muertes de cada día, no frustran la realización de nuestra existencia. Las cosas, los afectos, los triunfos son secundarios para el cristiano.

Gracias a la resurrección de Cristo sabemos que el amor gratuito de Dios (que es lo que da sentido a nuestra vida) no puede fallar y no tenemos miedo, porque estamos seguros de que «ni la muerte, ni la vida, […] ni otra criatura alguna, nos podrá separar del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús» (Rom 8,31-39).

Desde el principio, la Iglesia lo ha contado cantándolo. Uno de los más antiguos himnos litúrgicos de la Iglesia romana es el «pregón pascual», que se proclama al inicio de la vigilia pascual desde el siglo IV. Comienza así: «Exulten los coros de los ángeles, exulten las jerarquías del cielo, y por la victoria de rey tan poderoso que las trompetas anuncien la salvación. Goce también la tierra, inundada de tanta claridad, y que, radiante con el fulgor del Rey eterno, se sienta libre de la tiniebla…»

Algo más tardío, pero también de venerable antigüedad es la «secuencia» (que se canta antes de la proclamación del evangelio de la misa del día de Pascua), que nos invita a realizar un viaje espiritual a Galilea para encontrarnos con Cristo resucitado:

«Ofrezcan los cristianos
ofrendas de alabanza
>a gloria de la víctima
propicia de la Pascua.
[…] ¿Qué has visto de camino,
María, en la mañana?
A mi Señor glorioso,
la tumba abandonada,
los ángeles testigos,
sudarios y mortaja.
¡Resucitó de veras
mi amor y mi esperanza!
Venid a Galilea,
allí el Señor aguarda
allí veréis los suyos
la gloria de la Pascua».

P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
(Artículo publicado en la Revista ORAR, Nº 269)

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