María conservaba estas cosas, meditándolas en su corazón
En el Credo confesamos: «Creo en Jesucristo, [… que] padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, y descendió a los infiernos».
El descenso a los infiernos
Posiblemente este sea el enunciado del credo menos entendido por la mayoría de los cristianos contemporáneos. La Iglesia primitiva tenía muy claro lo que quería decir con estas palabras, pero hoy ha cambiado mucho el significado de algunas expresiones antiguas y la manera de hablar de la gente. Por eso no nos basta con mantener los enunciados antiguos; tenemos que traducirlos en palabras comprensibles para poder entenderlos. Vamos a intentarlo.
Los judíos consideraban que los muertos descendían a un lugar donde pervivían, rehenes de Satanás, en espera del juicio. A este lugar llamaban «Sheol» (en hebreo), «Hades» (en griego), «Infernus» (en latín). Por eso, cuando los primeros cristianos dicen que Jesús «descendió a los infiernos», lo primero que quieren decir es que murió de verdad y fue sepultado, compartiendo el destino de los seres humanos.
Afirmar la muerte de Jesús era una defensa de la autenticidad de la encarnación y de la redención, ya que para los herejes «docetas» y «gnósticos», ambas eran solo aparentes. La Iglesia cree que Jesús verdaderamente se hundió en el mundo de los muertos, del desamparo, «descendió a los infiernos», vivió de una manera real la experiencia de la muerte, porque su encarnación fue verdadera: asumió nuestra naturaleza humana con todas las consecuencias.
El descenso a los infiernos tiene un segundo sentido. San Pablo afirma que Cristo «bajó a las regiones inferiores de la tierra» (Ef 4,9), para indicar su descenso a nuestra profunda situación de pecado y muerte. Cristo ha entrado en nuestra historia marcada por el odio, las divisiones y la violencia, ha entrado en nuestros infiernos y los ha asumido en su carne, para poder redimirlos.
Lo que acabamos de decir nos permite comprender el tercer sentido de esta afirmación: los Padres de la Iglesia dicen que Cristo descendió al lugar de los muertos para anunciar la salvación también a todos los que habían muerto antes de su venida a la tierra, a los que estaban encadenados al sufrimiento y a la miseria, para abrirles las puertas de la salvación. Así lo explica una homilía del siglo II que se lee hasta el presente en el oficio de lecturas del Sábado Santo:
«El Dios hecho hombre ha despertado a los que dormían desde hace siglos, ha puesto en movimiento a la región de los muertos. En primer lugar, va a buscar a nuestro primer padre, como a la oveja perdida. Quiere visitar a los que yacen sumergidos en las tinieblas y en las sombras de la muerte; va a liberar de los dolores de la muerte a Adán, que está cautivo, y a Eva, que está cautiva con él. El Señor hace su entrada donde están ellos y ordena a todos los que estaban en cadenas: «Salid», a los que estaban en tinieblas: «Sed iluminados», y a los que estaban adormilados: «Levantaos»».
Orando con María
Después de la sepultura de Jesús, los que le habían seguido huyeron, se dispersaron ante su aparente fracaso. Su esperanza yacía en un sepulcro y la nuestra se mantiene en una mujer: María. Ella es la única referencia de la Iglesia en el momento en que su Camino está roto, su Verdad despreciada y su Vida sepultada. En estos momentos de oscuridad y de «silencio de Dios», el «resto de Israel», el grupito de creyentes que en cada generación pone su confianza en Dios, se concentra en la madre de Jesús. Como sucedió otras veces, «ella conservaba estas cosas, meditándolas en su corazón» (Lc 2,19.51). No comprende lo que ha sucedido, pero persevera en la oración silenciosa, poniendo los acontecimientos y su vida en las manos de Dios.
Después de Jesús, ella es la que más conoce al Padre, la que más de cerca ha visto su rostro. Por eso a ella nos dirigimos, en ella buscamos la compañía para esperar. Ella no ve, ni sabe, ni entiende, pero ella, como antes Abrahán, cree y espera «contra toda esperanza». Permanece en oración, renovando su entrega a Dios, aceptando su voluntad, aunque no la comprenda. Con razón es invocada por los creyentes como «madre de la esperanza».
Aquí podemos entender por qué la Iglesia hace memoria de María todos los sábados del año: porque ella es el referente orante, el punto de apoyo de los creyentes que no tienen las cosas claras, pero siguen confiando en el Señor, poniendo en él su esperanza. Jesús la ha hecho, desde la cruz, madre de sus discípulos amados (cf. Jn 19,25-27) y ella empieza inmediatamente a acompañarles en su camino de fe, precisamente cuando todo invita a la incredulidad. Su fidelidad es el primer tesoro que ha de guardar la Iglesia.
P. Eduardo Sanz de Miguel, o.c.d.
(Artículo publicado en la Revista ORAR, Nº 269)