Lectura orante del Evangelio en clave teresiana: Mateo 22, 34-40
“No se puede amar a Dios sin amar al prójimo, y no se puede amar al prójimo sin amar a Dios” (Papa Francisco).
Un doctor de la Ley le preguntó para ponerlo a prueba.
Comenzamos la oración acercándonos a Jesús, nos ponemos en soledad y le miramos dentro (cf. Santa Teresa, C 28, 2). Ahí, en la interioridad, acontece el encuentro de nuestro ser con el Dios de la vida y de la solidaridad. Nos presentamos a él con humildad: “Es muy amigo tratemos verdad con él; tratando con llaneza y claridad, que no digamos una cosa y nos quede otra, siempre da más de lo que le pedimos” (C 37, 3). Jesús nos indica el camino, no se lo marcamos nosotros a él. Pero “como es Señor, consigo trae la libertad, y como nos ama, se hace a nuestra medida” (C 28,11).
“Creedme que es lo más seguro no querer sino lo que quiere Dios, que nos conoce más que nosotros mismos y nos ama” (6M 9,17).
Maestro, ¿cuál es el mandamiento principal de la ley?
El Espíritu nos lleva a lo esencial, a lo que importa, a la verdad completa. Y lo esencial es el amor. El mandamiento principal tiene que ver con lo que somos, y ¡somos amor! “¡Bendito seáis, Señor mío, que así hacéis de pecina tan sucia como yo, agua tan clara que sea para vuestra mesa!” (V 19,2). Caer en la cuenta de lo que somos nos despierta a amar. “Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle, que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir. Sea bendito para siempre, amén, y alábenle todas las cosas” (V 19,15).
“¡Oh Amor que me amas más de lo que yo puedo amar ni entiendo!” (E 17).
Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente.
La savia de la vida está en mirar directamente a Dios con el callado amor. Somos amor con todo nuestro ser, convocados a la plenitud, a la vida, al gozo, a la verdad, a la paz… al amor verdadero. Podemos amar a Dios con todo el corazón porque nos sabemos amados –Dios es amor y solo sabe amar-, porque somos amor, y “amor saca amor” (V 22,14). El amor, que es nuestra verdad, es el vínculo que nos une a unas personas con otras. Sin amor no somos humanos. La oración es la fiesta del amor. Él nos ha amado primero y sigue amándonos primero; gracias a su amor, sin medida, podemos responder amándole. Oramos con la esposa de los Cantares: “Encontré al amor de mi alma: lo abracé y no lo solté” (Cantares 3,4). Este encuentro nos llena de alegría.
“Que el Señor nos conceda este amor, que sabe lo mucho que nos conviene” (V 22,14).
Amarás a tu prójimo como a ti mismo.
No es posible amar a Dios más que al hombre. Lo que da gloria a Dios es que amemos al hombre como lo amamos a él. La identidad del mandamiento de Jesús es totalmente humanizadora. El amor a Dios, que no sea al mismo tiempo, amor al prójimo es un fraude, un engaño, una mentira. “El mayor peligro es no amar“ (Papa Francisco, Fratelli tutti 92). La plenitud solo se alcanza por el amor. Y “todas las almas están capacitadas para amar” (F 5,2). Oramos con un corazón universal, abierto, sin fronteras. El amor es la verdad que embellece la vida. La consecuencia de amar a un Dios amor es que “aquí todas han de ser amigas, todas se han de amar, todas se han de ayudar” (C 6,4). Orar no consiste en “pensar mucho sino en amar mucho” (4M 1,7).
¡Bendito seas, Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo! Eres una fuente de amor siempre nueva. Amén.